El potencial cuántico de Venezuela: un horizonte de cambio y esperanza ante la diáspora y la evolución política en Latinoamérica
Cuando observamos los resultados de los últimos eventos electorales en Uruguay y Colombia, se reafirma la idea de que Venezuela es el país mejor preparado para realizar un salto cuántico histórico. Esta realidad se hace evidente al comparar los resultados de esos procesos electorales con los nuestros. Mientras Colombia aparece como un país dividido en dos partes irreconciliables, con una pequeña diferencia entre el sector ganador y el perdedor, en una confrontación que evidencia cómo esta profunda división actúa y actuará como un lastre para avanzar hacia momentos políticos y económicos más felices y prósperos —tal como merece ese país hermano—, Uruguay, que parecía un territorio de plena avanzada en Latinoamérica tras el gobierno de Luis Lacalle Pou, un político de primer mundo, regresa a navegar en las aguas turbulentas de un peligroso socialismo democrático. En Argentina, Javier Milei debe seguir encendiendo su motosierra para avanzar en medio de turbulencias que muchas veces parecen inabordables. En Venezuela, parece que, a nivel de conciencia ciudadana, esos nubarrones —curiosamente— se han despojado de su gravedad destructiva.
Los antecedentes de esta afirmación se fundamentan en una evidencia irrefutable que surge de cualquier análisis profundo: se trata de reconocer un evento sociodemográfico, asociado a la composición de la diáspora venezolana reciente, una experiencia que ha vaciado nuestras arterias; un proceso que ha operado de manera incisiva en el seno de la otrora pujante clase media: profesionales, técnicos, pedagogos, científicos, con niveles de primer mundo, que se han visto forzados a emprender la dolorosa marcha hacia otros destinos. “El Observatorio de la Diáspora Venezolana (ODV) ha identificado que la mayoría de los migrantes son jóvenes, urbanos, con niveles de educación superiores, lo que refleja una migración de capital humano hacia el exterior.”
Esta realidad nos revela un evento histórico sin precedentes: si la clase media es uno de los componentes más numeros de la población migrante en Venezuela, la participación política dentro del país queda fundamentalmente en manos de los sectores populares, aquellos cuya partida es mucho más dificultosa por la falta de mecanismos y recursos para avanzar en la búsqueda de nuevos destinos que les permitan aliviar la crisis económica que afecta a este vasto sector de la población. “Actualmente, la comunidad venezolana en Chile es la población migrante más prevalente en el país, y se caracteriza por ser joven, profesional, y con más años de escolaridad promedio en comparación con la población nacida en Chile”, según un informe de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Esta situación sin precedentes demográficos muestra cómo la población económicamente activa con estudios superiores ha sido el componente de más impacto de esta diáspora que ha vaciado nuestras ciudades, pueblos y empresas.
Si miramos los últimos procesos electorales que ha vivido la nación, encontramos cifras contundentes, que expresan la opinión política de la población votante que permanece activa en nuestro país. Algo inédito en América Latina. Mientras México se atrasa, elige y se revuelca en unas prácticas que tienden a detener la potencia de ese gran pueblo —hoy en manos de un liderazgo que pretende revivir derrotadas formas de populismo—, y Chile, por su parte, le cede el poder a un hombre decente pero personificador del atraso político que ha reinado en América Latina desde sus inicios, en Venezuela los sucesivos procesos electorales definen una clara orientación política de quienes permanecen en el país. Comenzando con las elecciones primarias realizadas el 22 de octubre de 2023, siguiendo con las elecciones del 25 de julio de 2024, y culminando con la abrumadora abstención del 25 de mayo de 2025.
Sólo en Venezuela se ha visto aparecer una definición política de los electores con una claridad que ciega: una opinión política de los sectores populares en nuestros barrios y comunidades rurales que expresan, con su actitud electoral, un juicio negativo sobre las prácticas populistas que tradicionalmente han reinado en América Latina.
Ahora bien, estas ricas experiencias políticas hablan por sí solas. Las clases populares de Venezuela tienen hoy un nivel de conciencia cercano al de los países más avanzados del mundo, aunque pueda parecer una exageración. Ninguna oferta, ofrenda o medida populista que intente inclinar la opinión de estas masas ha tenido efecto en la opinión política popular. Es real y comprobable estadísticamente que quienes han votado masivamente son los sectores más pobres del país. De forma sorprendente, han utilizado la libertad del voto secreto para juzgar a los dueños del poder, aun enfrentando drásticas medidas represivas aplicadas sin piedad en los barrios populares.
Un rol protagónico de la población más pobre se deriva del desmantelamiento de la clase media, sector que ha sido diezmado en las últimas décadas por el decrecimiento económico, la falta de empleos, oportunidades y el pavoroso volumen de la diáspora. “La migración venezolana es uno de los éxodos más grandes de la historia reciente, con más de 7,9 millones de personas que han salido de Venezuela buscando protección y una vida mejor. Una gran parte de estos migrantes son profesionales universitarios, alrededor de 1,3 millones. A nivel mundial, los principales destinos de los refugiados y migrantes venezolanos son Colombia (2,8 millones) y Perú (1,7 millones)”.
Este hecho, plenamente verificable, nos coloca en la punta de lo que podría ser el gran cambio económico y político del país. No hay que luchar para convencer a las masas sobre algo que ya conocen, lo han vivido y saben con una fuerza contundente que las experiencias socialistas son caminos al infierno. No hay vida para las nuevas generaciones si continuamos con un sistema educativo convertido en un campo derrotado, vacío, sin esperanzas. Las escuelas, maestros y universidades están en su peor momento: sin recursos, huérfanas institucionales, sin importarles a quienes toman las decisiones.
Sin embargo, lo fundamental está logrado: es la conciencia sobre lo que puede ser y, sobre todo, lo que no puede ser. Una visión dominante en las familias venezolanas en situación de pobreza, algo que aún deben aprender en países donde la opinión política de sus pueblos está dividida, partida en fragmentos, en encarnada lucha, como sucede en Colombia. Una familia venezolana, en las ciudades o en el medio rural, sabe que está condenada a una pobreza cada vez más destructiva si no ocurren cambios significativos. Sus hijos vivirán aún peor de lo que ya han experimentado.
Esta aseveración pasa por entender que, quizás, la gran falla política de Latinoamérica radica en la prevalencia de una cultura económica que nos hundía en las aguas pútridas y estancadas de los socialismos primitivos, signada por la guerra contra la propiedad como bastión de las luchas populares. Una propiedad asimilada no a su concepto superior —propiedad de la vida, bienes y libertad—, sino confinada a la acusación de despojo, explotación y sumisión, en una perenne y permanente lucha manipulada entre clases sociales enfrentadas como explotados y explotadores.
Estos conceptos, que han estado clavados por muchas décadas en la cultura económica latinoamericana, han sido el más poderoso aditivo de los venenosos argumentos que nos han hundido en la pobreza, la marginación y el fracaso. Sociedades donde el concepto de “mercado”, en lugar de significar una idea liberadora —paz, conciliación, intercambios fértiles—, no ha sido más que una desfigurada representación de un oscuro sitio donde el pez grande devora al más pequeño sin piedad, y no aquel espacio o escenario donde la humanidad realiza grandes encuentros que le permiten acceder, cambiar, ofrecer sus logros, sin guerras ni violencia destructiva.
Entonces, es cierto que ha sido la cultura económica prevaleciente en América Latina la gran portadora de las ideas destructivas de enfrentamientos entre “clases sociales”, como claman los cultores del viejo marxismo que predomina penosamente en pueblos hermanos como Colombia, Cuba, Honduras y Nicaragua.
Si la lucha política se escenifica en el terreno de combate entre clases sociales, las oportunidades de avanzar hacia principios éticos como columna vertebral del encuentro entre los habitantes de este hemisferio se vuelven imposibles. El norte no ha sido crecer económicamente con principios morales, sino ejecutar la venganza contra el enemigo: el propietario, el emprendedor.
Venezuela ha tenido una oportunidad, a partir de 1999, paradójicamente “tenebrosa”, de vivir en medio de los trajines de quienes pregonan como instrumento de cambio la lucha de clases. Una experiencia que actualmente se revierte como gran ventaja histórica: la población aprendió en carne propia, sabe lo que ha vivido, conoce sus resultados. Nada distinto a lo que afrontaron los 15 países que conformaron lo que una vez se llamó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la famosa URSS. Un gigante que incubó y ejecutó una de las grandes tragedias históricas de la humanidad, al igual que la ocurrida en China.
Saldos de millones de muertos quedaron atrás, poblaciones que una vez sintieron que su vida perdía todo valor frente al poder gigante de Estados que concentraban el poder y dirigían sus vidas como marionetas. “Según datos de la represión llevada a cabo por Stalin entre 1921 y 1953, figuran en este grupo unos 4 millones de personas. De ellos, cerca de 800.000 fueron condenados a fusilamiento. Además, alrededor de 600.000 murieron en presidio, por lo que las muertes políticas fueron 1,4 millones”. En China se discute aún otra terrible cifra de muertes durante la revolución: “Agradece a un nuevo libro, basado en meticulosa investigación en los archivos chinos, que dice que Mao Zedong fue responsable de la muerte de 45 millones de personas entre 1958 y 1962 únicamente”.
Conociendo estos antecedentes históricos, ampliamente divulgados y sumados a experiencias propias vividas, es totalmente posible avizorar que Venezuela puede dar el salto cuántico que la convierta en uno de los países del mundo donde valga la pena vivir. Para lograrlo, tenemos en las manos grandes ventajas. La primera sería la posibilidad de reconstruir la educación como filosofía y como política, tal como sabiamente señala José Antonio Marina, quien afirma que el salto no es solo racional, en el dominio científico y tecnológico, ni solo emocional: debe estar respaldado y fundado en principios éticos. “La inteligencia emocional y la empatía no sirven para solucionarlo todo si no hay ética”.
Una de las grandes ventajas que tiene Venezuela para dar ese salto cuántico es la derrota proferida por los sectores populares al divisionismo. Ya no hay división ni vigencia de la confrontación entre clases sociales, como aún ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos. El pueblo conoce la suerte de las revoluciones socialistas.
Hoy sabemos que necesitamos urgentemente sumergirnos en una nueva cultura económica que privilegie las preferencias del individuo que elige, decide y produce. Necesitamos una educación que comience por garantizar que toda nuestra población escolar y estudiantil pueda alcanzar un desarrollo óptimo de sus potencialidades físicas y mentales, con base en el amor al conocimiento y un espíritu innovador que apueste por la ciencia y la tecnología; que potencie nuestras capacidades cognoscitivas; que nos permita tener un manejo emocional positivo por la paz y la colaboración, todo respaldado en principios éticos que resalten valores de responsabilidad, confianza, respeto, afecto y reconocimiento del otro.
Tal como lo define Ludwig von Mises: “El individuo que actúa, el hombre que siente deseos, que pretende conseguir objetivos específicos, que cavila en torno a cómo alcanzar precisos fines”.
Son grandes tareas. Nuestra gente, en sus sectores más humildes, ha demostrado en los diferentes procesos electorales que está plenamente consciente del desafío que tenemos por delante: una experiencia sin precedentes en el mundo. Los barrios urbanos calificados como marginales, las innumerables comunidades rurales olvidadas pero resistentes —es decir, la gran mayoría del país— entienden la imperiosa necesidad de abandonar los fallidos esquemas de la lucha de clases, el enfrentamiento entre ciudadanos. Saben que es inaplazable fundar una cultura económica basada en la libertad y la propiedad, generadora de más y mejores oportunidades para todos: esforzarse, poder ahorrar e invertir en una vida plena. Cambiar la ética rentista por una ética del trabajo. Aspiran con fuerza a tener las mejores escuelas para sus hijos, a contar con oportunidades para aprender a trabajar. Entienden la urgencia de tener un sistema educativo que forme ciudadanos responsables. Estos son requirimientos que hoy estamos en condiciones de asumir como uno de los grandes desafíos del resto del siglo XXI que aún nos queda en pie.
Hemos superado, como sociedad global, el destructivo enfrentamiento entre sectores y grupos. Yace, aniquilada, la consigna de la lucha de clases y la culpabilización del que emprende y produce. Sabemos, además, que el bienestar significa esfuerzo, y no reparto de renta manipulada desde un poder concentrado que beneficia a sus militantes y hunde especialmente a los sectores populares, que son la gran mayoría del país. Por eso, los resultados electorales en las tres últimas consultas han sido lo que son.
Aunque luzca casi imposible, es el momento para forjar nuevas salidas. En estos momentos, las organizaciones civiles están siendo asediadas de forma inclemente. Se intenta sacarlas del terreno de juego. Son la única presencia organizativa activa y libre que aún queda en Venezuela, hoy amenazada por personajes identificados como representantes de una ley concentrada en imponer un control absoluto del país. Estos actores, totalmente ideologizados, imponen condiciones imposibles de cumplir a las organizaciones de ciudadanos, con un fin claro: eliminarlas, extinguirlas. Su objetivo es culminar la tarea de control total. Saboteada la alternativa electoral y anuladas las asociaciones civiles, caminamos hacia la imposición totalitaria de un Estado absoluto, concentrado, omnipotente.
La historia siempre abre brechas. Con el poder popular de nuestros barrios y agricultores, podremos construir un país que supere el calificativo de país minero/rentista y convertirnos en una sociedad donde su población —ya sea urbana o habitante del mundo rural, existente como parte del país— albergue la experiencia de conciliar las aspiraciones de los infinitos proyectos de vida que guardamos dentro de nosotros. Por estas razones, con el profundo apoyo popular, real y comprobado, creemos firmemente que Venezuela puede dar el salto cuántico que merece.
Lo hemos ganado a pulso.
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