Venezolanos: La lucha por la libertad y la memoria ante la tiranía chavista
Hay tragedias que el mundo desconoce. Y hay tragedias que el mundo decide no ver. La venezolana pertenece, sin duda, a esta última categoría.
Pocas catástrofes políticas y humanas de las últimas décadas han sido tan exhaustivamente documentadas como la que ha provocado el chavismo en Venezuela. Informes de la ONU, de la CIDH, de organizaciones internacionales de derechos humanos; investigaciones periodísticas; expedientes judiciales; testimonios de víctimas; cifras económicas demoledoras; millones de cuerpos desplazados por el mundo. Todo está allí. Todo ha sido dicho, probado y repetido. Y, sin embargo, una parte significativa de la izquierda internacional optó —y sigue optando— por el silencio, la relativización o, peor aún, la acusacion contra las propias víctimas.
No estamos ante una discusión académica sobre tipologías de régimen. No se trata de una “autocracia competitiva”, ni de una “democracia defectuosa”, ni siquiera de una dictadura clásica al estilo del Cono Sur del siglo XX. El chavismo es algo cualitativamente distinto y más peligroso: una tiranía narcoterrorista, una estructura criminal que secuestró al Estado y lo puso al servicio del crimen organizado, del narcotráfico, del terrorismo internacional y de alianzas con otras autocracias del mundo.
El chavismo no solo cometió los crímenes de Jorge Videla; cometió también los de Pablo Escobar. Terrorismo de Estado y crimen transnacional. Represión política y economía criminal. Aparato militar y cártel. Esa es la naturaleza del régimen que gobierna (o, más precisamente, ocupa) Venezuela.
Y, aun así, durante años, una parte del mundo calló.
Callaron cuando en 2014, 2016, 2017, 2019 y 2024 asesinaron a manifestantes desarmados. Callaron ante las ejecuciones extrajudiciales. Callaron frente a la desaparición forzada. Callaron cuando Fernando Albán apareció “suicidado” bajo custodia del Estado. Callaron cuando Emirlendris Benítez fue torturada hasta perder un embarazo. Callaron cuando Óscar Pérez y su equipo (incluyendo a una mujer embarazada) fueron ejecutados en vivo, aun después de haberse rendido.
Callaron mientras el ELN, las FARC, Hezbollah y cárteles mexicanos y brasileños se apoderaban de vastas zonas del territorio venezolano con la complicidad directa del poder político. Callaron mientras PDVSA era destruida y saqueada. Callaron mientras se regalaba petróleo a Cuba durante más de dos décadas. Callaron mientras el hambre avanzaba y la escasez se volvía una herramienta de control social.
Y cuando hablar se volvió inevitable, eligieron los eufemismos. “Es complejo”. “Hay que contextualizar”. “No es tan sencillo”. Frases cómodas para evitar una palabra incómoda: barbarie.
La ruptura definitiva llegó cuando el pueblo venezolano decidió, una vez más, organizarse. Desde abajo. Sin armas. Sin violencia. Con una estrategia noviolenta que terminó convirtiéndose en el movimiento social más grande de nuestra historia contemporánea. Un movimiento que tuvo rostro de mujer.
La victoria aplastante de María Corina Machado en la primaria de octubre de 2023 no fue solo un hecho electoral. Fue una señal histórica. Y fue también el inicio de una nueva fase de ataques, no contra el régimen criminal, sino contra quien lo desafiaba. La proscribieron. Luego proscribieron a Corina Yoris. Y, aun así, el movimiento siguió. Se reorganizó. Construyó una candidatura unitaria. Defendió el voto. Y ganó.
El 28 de julio marcó un antes y un después. Nicolás Maduro perdió por una diferencia obscena. Las actas existen. La evidencia es abrumadora. Tanto que ni siquiera sus aliados más disciplinados pueden afirmar, con seriedad, que ganó. Solo lo “felicitaron” otras autocracias. El resto eligió el silencio incómodo.
Lo que vino después (terrorismo de Estado y crímenes de lesa humanidad) ya no admite discusión. Está documentado. Está calificado. Está en los informes.
Y, sin embargo, hoy la indignación de ciertos sectores no se dirige al criminal que robó una elección y profundizó la represión, sino contra quienes luchan por ser libres. Se molestan porque el Nobel de la Paz fue otorgado a María Corina Machado. Se incomodan porque la líder de un movimiento democrático no encaja en su estética ideológica. Porque es “de derecha”. Porque no responde al catecismo setentista que siguen recitando desde la comodidad.
Es la hipocresía elevada a sistema. La doble vara como identidad política.
No nos importa.
No nos importa la opinión de quienes callaron mientras nos asesinaban. No nos importa la indignación tardía de quienes jamás denunciaron la invasión real de cubanos, rusos, iraníes y chinos en Venezuela. No nos importa la moral selectiva de quienes jamás dijeron una palabra frente a los crímenes de lesa humanidad, pero hoy pontifican sobre geopolítica, petróleo o “pureza moral”.
No tenemos que pedir permiso para ser libres. Mucho menos a quienes nos abandonaron.
Nuestra única obligación es con la verdad, con la memoria y con la libertad. Nuestra única arma ha sido y seguirá siendo la palabra. La denuncia. El señalamiento. La interpelación constante a quienes prefirieron la comodidad ideológica antes que la solidaridad humana.
Como lo dijo con claridad brutal el presidente del Comité Noruego del Nobel, Jørgen Watne Frydnes, el problema no es que Venezuela sea difícil de entender. El problema es la traición moral de quienes decidieron no entenderla.
Lo que hizo Jørgen Watne Frydnes en ese discurso no fue un gesto protocolar ni una cortesía diplomática. Fue un acto de ruptura. Un señalamiento directo, incómodo, deliberado. El presidente del Comité Noruego del Nobel no habló solo de Venezuela: habló del fracaso moral de buena parte del mundo frente a Venezuela. Puso nombre y sentido a algo que los venezolanos conocemos demasiado bien: la soledad, el abandono y la traición.
Cuando afirmó que “año tras año” distintos sectores de la sociedad venezolana se movilizaron, resistieron, se adaptaron y persistieron, estaba desmontando una de las mentiras más repetidas por los relativistas: la idea de un pueblo pasivo o resignado. Venezuela no se rindió. Venezuela fue reprimida. Y aun así insistió. Protestó cuando pudo gritar. Susurró cuando solo quedó el susurro. Persistió incluso cuando el mundo decidió no escuchar.
Pero el núcleo más brutal del discurso no está en la descripción de la resistencia, sino en la acusación a los observadores. Frydnes lo dice sin rodeos: cuando los venezolanos pidieron atención, les dimos la espalda. No es una metáfora. Es una admisión histórica. Mientras los venezolanos perdían derechos, alimento, salud, seguridad y futuro, gran parte del mundo prefirió refugiarse en narrativas cómodas: el antiimperialismo automatico, la fantasía igualitarista, la geopolítica fría que ignora a los pueblos concretos.
Y allí aparece la frase que debería perseguir durante años a quienes hoy se rasgan las vestiduras por “matices” y “contextos”: “Todos estos observadores tienen algo en común: la traición moral a quienes de hecho viven bajo este régimen brutal”. No es una exageración retórica. Es una definición política. Traición moral no es equivocarse: es saber y callar. Es ver y relativizar. Es priorizar la ideología propia por encima de la dignidad ajena.
El discurso del Nobel también desarma otra de las trampas más habituales: la exigencia de una pureza moral imposible a quienes luchan bajo dictadura. Frydnes lo explica con claridad histórica: ningún movimiento democrático actúa en condiciones ideales. Ninguno. Exigir decisiones perfectas a quienes enfrentan una tiranía criminal, mientras se tolera cualquier barbarie del opresor, no es ética: es cinismo. Es comodidad desde la distancia. Es injusticia.
Cuando señala que muchos críticos concentran toda su energía en buscar defectos en las decisiones de los defensores de la democracia, en lugar de reconocer su valentía o preguntarse cómo ayudar, está describiendo exactamente el comportamiento de esa izquierda hipócrita que jamás confrontó al chavismo, pero sí se permite juzgar a quienes lo enfrentan. No es ignorancia histórica: es una elección política.
Por eso este discurso es fundamental. Porque no solo legitima la lucha venezolana: desnuda a sus detractores. Porque no solo honra a María Corina Machado: expone a quienes nunca estuvieron del lado de las víctimas. Porque no habla desde la derecha ni desde la izquierda, sino desde un lugar mucho más incómodo para muchos: el de la coherencia moral frente a la barbarie.
Nosotros decidimos ser libres. Y vamos a ser libres.
Vamos a reconstruir el país con el gobierno legítimamente electo de Edmundo González Urrutia y con el liderazgo histórico de María Corina Machado, Premio Nobel de la Paz. Esa será nuestra respuesta. Nuestra única “venganza”.
Y después, memoria.
Memoria para saber quiénes ayudaron.
Memoria para no olvidar a los cómplices.
Memoria para no repetir la oscuridad.
Memoria para que otros pueblos oprimidos sepan que la libertad es difícil, pero posible.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.



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