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Nicolás, la serie – La Gran Aldea

Nicolás, la serie – La Gran Aldea

No se trata una serie tipo biopic, es más bien un remedo cuyo primer capítulo ya está en las redes sociales. El propio Nicolás Maduro lo presentó en X como una “parte de mi historia de vida”, de la cual es, además, narrador. No haría falta ver el resto de los segmentos, este primero, titulado El origen, es suficiente para el espectador más piadoso. A lo sumo es una propaganda sin punch, de manera que no sería raro que no vayan más allá del piloto. Según cuenta en su nota posteada, la obra fue un “regalo” que le hizo un grupo de jóvenes artistas, cineastas y creativos de una organización desconocida, Movimiento Futuro. En el video no aparecen créditos de realizadores ni productores.  

Es de suponerse que la intención sería hacer creer que en esta Venezuela reducida a la miseria, el Gobierno no invirtió cobres en su realización. Algo difícil de tragar porque, aunque es un documental muy pobre y plagado de defectos narrativos y de producción, desde el punto de vista técnico (sonido, iluminación, calidad de imagen), no hay objeciones. Esa calidad tiene un costo elevado, pero no se dice de dónde vino el dinero, ni quien fue el financista.

De repente, la biopic es una genialidad perversa llena de mensajes subliminales que, a tan solo dos semanas de las elecciones, cambia el curso de una batalla electoral que ya está perdida. A los dictadores les gustan las armas secretas ultra destructivas. En su narración, Maduro confiesa haber tenido desde niño dos pasiones: el beisbol y la política. Y dos referentes en aquellos primeros años: su mánager en la pelota y el maestro Prieto, en lo político. Para desgracia de los venezolanos y de buena parte de América, optó por lo segundo. Con gran precocidad, por cierto. 

Hay en el video una larga secuencia de una reunión de sus padres con la directora del plantel donde estudiaba, a lo sumo segundo año, en la que se plasma su tempranísima militancia revolucionaria. Corría el año 1976 y la nacionalización del petróleo era el hecho político del momento. Si no es mentira (esto siempre hay que tenerlo en cuenta cuando quien habla es Maduro) que nació en Caracas, en noviembre de 1962, apenas había cumplido 13 años para cuando se inició el proceso de nacionalización.

En El origen, Nicolás es un catirito venezolano, pelo liso, que no cuadra con la imagen de un Maduro adolescente con tomuza, que se ha visto en las redes. Un detalle de producción significativo para alguien que se ha jactado de su condición de afrodescendiente sin apellidos, aunque lleva dos). Para entonces, ya Nicolás mostraba su condición de izquierdista ultroso impenitente. Rechazaba la nacionalización, que era un orgullo para la vasta mayoría de los venezolanos, con una consigna aprendida en el konsomol mepista. Vaya ironía, esa nacionalización entreguista al imperio dio origen a PDVSA, la gran empresa petrolera, maná de una revolución que nunca fue.

Al inicio, cuando Maduro dice ser caraqueño, vecino de la parroquia Santa Rosalía, deja caer, como para dar más señas, “cerca de la Universidad Central de Venezuela”. Una frase que resulta impactante para cualquier venezolano de la provincia. Uno cualquiera de aquellos que, desde finales de los sesenta, tuvo que venir a Caracas, pasando en autobús una noche interminable, a presentar el intimidante examen de admisión en la UCV. Era aquel un viaje iniciático, algo cambiaba para siempre al hacerlo. Había un factor común compartido por los viajeros de entonces: el miedo a Caracas, esa ciudad grande e ignota. Había, gracias a Dios, una fuerza que daba ánimo y permitía pasar por encima de cualquier temor: el deseo de probarse, de ganarse en buena lid el derecho a estudiar en la UCV, de graduarse y ser un profesional útil a Venezuela.

Maduro no pasó por ese rito iniciador de la vida adulta de miles de universitarios de provincia. No tenía por qué hacerlo, era de Caracas, vivía cerca de la UCV, le bastaba con caminar un par de cuadras. Pero no lo hizo, tenía otros intereses que, aunque no eran excluyentes con ella, resultaron ser la excusa para no estudiar en la universidad. Entonces le alcanzaba con ser sindicalista en el Metro, pero quiso el destino que llegara a la presidencia de la República y que lleve ahí once años. 

Cabe preguntarse qué habría pasado si se hubiera atrevido a caminar los pocos metros que en aquellos años lo separaban de la UCV y su luz. Quizás su gobierno no habría sido el más destructivo de Venezuela desde la guerra de independencia. Algunas sombras menos en su alma, de suyo oscura, quizás nos habrían librado de esta catástrofe.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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