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La mala salida más costosa

La mala salida más costosa

Ya casi llegamos y cuesta creerlo. La oposición está a punto de medirse en elecciones presidenciales con un candidato que tiene todas las de ganar. Al hablar en primera persona del plural, no pretendo disimular, entre un colectivo deforme, el hecho de que mis expectativas pesimistas no se cumplieron (¡afortunadamente!). Lo cierto es que un número impreciso de venezolanos, el cual sospecho que fue alto y en el que me incluyo, estuvo a la espera de que se produjera el gran exabrupto. Que el gobierno se activara para que, una vez más, un abanderado opositor con aparente ventaja inmensa sobre el oficialismo no estuviera siquiera en el tarjetón durante la jornada electoral. No fue así.

¿Estamos entonces inequívocamente rozando un cambio de gobierno y una transición democrática? No lo sabemos. La jugada contra Edmundo González Urrutia pudiera darse en el poquísimo tiempo que media entre la publicación de este artículo y el 28 de julio. O pudiera ocurrir que González Urrutia gane pero que el resultado sea desconocido de una forma u otra, por la élite gobernante.

Atrevámonos, sin embargo y a pesar de tantos años de horror y de muchas decepciones, a imaginar que la oposición sí gana y el triunfo es admitido. Si no lo hiciéramos, no habría disposición alguna para votar. ¿Por qué creemos que esta vez sí puede ser diferente? Obviamente, solo puedo hablar por mí y no dudo que otras personas tendrán otros argumentos. Voy a presentar los míos.

Llegamos a un punto en el que la posibilidad de que el chavismo, sin importar lo que digan las urnas, siga negándose a permitir una transición me hace algo de ruido, aunque desde luego no lo descarto. No entiendo por qué la élite gobernante está escogiendo la peor forma posible de hacer tal cosa. La más costosa de todas. Tenía alternativas preferibles  y no las aprovechó.

Para empezar pudo anular la candidatura de González Urrutia tan pronto como la Plataforma Unitaria la anunció, y no ya como una mera “tapa” para cuidar el puesto mientras se buscaba a alguien más. Este era el camino por el que yo pensaba que se iban a meter, en atención de dos precedentes inmediatos: la inhabilitación confirmada de María Corina Machado tras su victoria en la primaria de octubre pasado y el bloqueo a la inscripción de la profesora Corina Yoris. El pretexto podía ser cualquiera. En el caso de Yoris, ni siquiera hubo uno.

Asumiendo que entonces la dirigencia opositora hubiera llamado a la abstención, ese proceder nos habría puesto en una situación muy similar a la de 2018: el chavismo “compitiendo” con otros candidatos que no pueden ganar y aunque lo hicieran, no defenderían su triunfo ante cualquier desconocimiento hipotético desde el poder. Todo en el contexto de una comunidad internacional democrática menos dispuesta que antes a rechazar el proceso y a ejercer presión para que haya elecciones de verdad, dado que la experiencia previa no dio resultado.

Otra forma en que el gobierno pudo proceder fue sacar del juego a González Urrutia a las pocas semanas o un mes después de su aclamación. De nuevo, con cualquier excusa. Tiempo tenían. González Urrutia fue confirmado como candidato unitario el 19 de abril. Pero pasaron uno, dos y tres meses. Nada. Y en la medida en que transcurrió el tiempo, el costo subía, porque cada vez más quedaba la medida expuesta como una arbitrariedad y un tácito reconocimiento de que no se puede ganar limpiamente. Hacerlo a menos de una semana de la elección sería prácticamente igual que perder y desconocer la derrota.

Lo que nos lleva al que, repito, es la peor forma para el chavismo de seguir en el poder como sea. La manera de dejar que un país ávido de cambio se entusiasme por más tiempo, solo para dedicar un esfuerzo mayor a frustrar dicha euforia no hubiera sido necesario, de haberse eliminado la candidatura de González Urrutia en abril. La posición que más rechazo internacional puede generar y revivir un aislamiento igual o peor al de 2019. Porque esta vez hay claros indicios de que hasta aliados extranjeros del chavismo están cansados de que haya una calamidad política, económica y (muy importante para ellos) migratoria en Venezuela. Tanto Gustavo Petro como Luiz Inácio “Lula” da Silva lo han dado a entender.

Lula llegó al punto de advertir esta semana a Nicolás Maduro que cuando se pierde las elecciones, se pierde el gobierno. Hablamos del mandatario más influyente de la izquierda latinoamericana y tal vez, como presidente de un país miembro del grupo Brics, del interlocutor regional más importante para Rusia y China, los grandes protectores internacionales del chavismo, que han intervenido para mitigar la presión de las democracias sobre él.

Recapitulando, no entiendo por qué la élite gobernante venezolana, que ha mostrado en muchas oportunidades una capacidad asombrosa para tomar decisiones como actor racional que sólo busca maximizar sus beneficios, habría desperdiciado mejores alternativas y optado por lo más arriesgado. No podemos, por supuesto, asumir que, como el chavismo ha acertado tantas veces antes, goza de infalibilidad. ¡Caramba, no! Estaríamos así dándole algo que siempre ha pretendido de nosotros: la atribución de dotes divinos. Es posible que no vieran los posibles costos que su apuesta para una hipotética supresión de una derrota electoral, sea que la oposición no haga nada al respecto y que las democracias del mundo en consecuencia desistan de involucrarse.

O… O en realidad sí llegamos al punto en el que el chavismo está dispuesto a una transición negociada con la oposición, por la cual cede el poder o (cosa que me parece más probable) lo comparte con ella temporalmente mientras el país reconstruye instituciones republicanas y democráticas, con las elecciones del domingo como punto de partida ordinario para un proceso extraordinario. Por el bien de Venezuela, que así sea.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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