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El desafío del proyecto país

El desafío del proyecto país

Finalizo la lectura de excelentes documentos planteados al país desde distintas fuentes con opciones de poder, entre ellos “Lineamientos para el Programa de Gobierno de Unidad Nacional (2013-2019) sigo con las más recientes propuestas y reafirmo la convicción de que todavía hay un vacío inmenso que es inminente llenar. Sería inútil hablar de las bondades de las distintas propuestas. En ellos se resume lo mejor de nuestro conocimiento técnico y la experticia de nuestros profesionales, pero la promesa profunda de cambio de modelo de sociedad está ausente. Al menos requerimos de una bitácora que ilumine exactamente qué mudar, qué ha pervertido nuestra sociedad e impedido que se instale el imperio de la ley, qué nos imposibilita crecer económicamente sin espasmos, quanula la inclusión ciudadana y cuáles son los monstruos que hay que derribar.

Tenemos la responsabilidad de enfrentar algunas preguntas amargas. Por ejemplo, en los documentos se expresa la idea de que el problema consiste en que este régimen “ataca el Estado de Derecho, irrespetando la separación de poderes, aprobando decretos leyes inconsultos e inconstitucionales, ordenando arbitrariamente la adopción de decisiones judiciales y propiciando la total inacción de los organismos encargados de velar por el respeto de los derechos humanos”.

Aunque se trata de una opinión totalmente acertada, con la cual no se puede estar en desacuerdo porque las evidencias sobran, la primera pregunta que salta es ¿cómo ha podido ocurrir lo que se denuncia? ¿Acaso no existían anticuerpos protectores? ¿Es ese el núcleo del problema o un producto de una traba, un impedimento que se omite, no se nombra, que no se alude en ese texto?

Dicho de manera más clara, ¿puede coexistir el Estado de Derecho con la condición de Estado propietario de todos los sectores que producen riquezas, con el monopolio público de la propiedad, expropiando a los ciudadanos de la posibilidad de participar y ser propietarios? Vale decir: ¿podría reinstalarse el Estado de Derecho sin variar los roles y atribuciones de las instituciones de poder y su relación o articulación con la ciudadanía? Y me repregunto: ¿podría imaginarse un Estado de Derecho cuando en el ámbito institucional existe una total, real y heterogénea distribución de poder, un estado central receptor de la propiedad pública y por ende de la renta que recibe y redistribuye con amplia discrecionalidad? ¿Puede repensarse una vida democrática en medio de un sistema institucional, totalitario y excluyente? En estas condiciones es imposible que todos los poderes tengan el mismo peso, sean capaces de decidir y ser libres para ejercer su dominio.

Si nos trasladamos a la realidad de hoy, preguntemos por el origen del actual Tribunal Supremo de Justicia. ¿Cuál es la fuente de su legalidad, quién le otorgó el poder que ejerce groseramente y sin disimulos?

Podemos seguir: ¿cómo puede el CNE intentar robar la voluntad de los ciudadanos, obstaculizando, cerrando la vía electoral, ¿quién o cuál entidad le da el aval para cometer ese desafuero?, ¿cuál agente o agencia tiene la capacidad de frenar la represión y liberar los presos políticos por su evidente carácter violatorio de los derechos humanos y de las leyes escritas?, ¿quién destituye ipso facto a los que dirigen las fuerzas armadas por su inconsecuencia con la esencia de esta institución, quién amonesta o excluye del mando cuando, repito, vemos en una fotografía arrodillado frente a Fidel Castro a quien dirige este cuerpo?

Y una pregunta que podría sintetizar todas las anteriores: ¿quién le otorga la impunidad al poder central para cometer los desafueros que ejecuta en todos los órdenes de nuestra vida para actuar a contracorriente de la voluntad popular? Porque no se trata de un caso de impopularidad, sino de antidemocracia.

Las respuestas a las preguntas anteriores traslucen la existencia de un grave problema en el modelo de sociedad que pauta nuestra Constitución; allí debe estar el germen del fracaso en garantizar los derechos y la libertad de los ciudadanos. La solución que se proponees una reinstitucionalización formal y no estructural, tal como claramente lo expresan en su documento, “La reinstitucionalización del país pasa por su reconstitucionalización, con la carta magna de 1999 como pilar fundamental de esta lucha”.

«Mientras el modelo de propiedad que funda el Estado patrimonialista no sea derribado, limitado, todas las propuestas de cambio estarán en peligro de retorno a la autocracia cerrada que es hoy Venezuela»

Hay que preguntarse, en el dominio institucional, quién tiene el poder real, quién impone las reglas del juego, quién decide, quién manda y quién obedece. Y, sobre todo, resaltar la necesidad que tenemos de una Constitución que efectivamente limite el poder del Estado, reconozca y garantice los derechos y libertades del ciudadano. Me permito recordar dos episodios algo lejanos, pero aún vivos:

El primero es el triunfo de Antonio Ledezma en la Alcaldía Metropolitana: el pueblo lo elige y el gobierno central lo despoja, lo arrincona prácticamente, le anula el poder de gobernar. El segundo caso es la Asamblea Nacional, a la cual el pueblo también eligió. En respuesta, el gobierno central construye un Tribunal Supremo de Justicia a su medida para anularla y sucede algo inverosímil: ese TSJ írrito declara en desacato la AN. Y lo que es aún peor: ¿a quién obedece la Fuerza Armada? ¿Al TSJ ilegal o a la AN elegida por el voto popular?

Si queremos responder al desafío que significa proponer un proyecto de país, tenemos que ir al fondo y ver esos procesos del poder al desnudo. ¿Cuál es la fuente del poder desmedido del gobierno central? ¿Por qué es tan difícil tener un verdadero TSJ como en los países decentes, con jueces de verdad y no con un personal obediente, títeres manipulados desde el gobierno central? ¿Por qué los poderes viven una comedia de autonomía que se oscurece cuando el gobierno central lo decide?

En conclusión, de estas afiebradas disquisiciones, me vuelvo a preguntar si en verdad estas propuestas son la base para un proyecto de país que garantice entre otras cosas la autonomía de los poderes, su dignidad y representatividad, el respeto sin objeciones a la voluntad electoral de los ciudadanos y el enrutamiento definitivo hacia las posibilidades de crecimiento económico e inclusión social. No puede omitir en el corazón de su propuesta la valoración particular de la cuota de poder que goza y ejerce cada institución y la relación entre ellas, cuáles se subordinan y no ejercen su autonomía y por qué.

Es ineludible indagar, de igual manera, si pudieran alcanzarse estas metas sin verdaderas reformas estructurales del tejido institucional, sin modificar el poder relativo de cada uno derivado del modelo de propiedad como fuente de poder. Hay que acordarse que en los inicios de la revolución en China, el partido comunista se llamaba partido de la propiedad pública. Los comunistas chinos sabían claramente y sin ambigüedades qué tenían que hacer para implantar su ideología en ese país: destruir la propiedad privada.

Tenemos que cuestionar el dogma de que la solución está en la Constitución vigente y profundizar con valentía en las contradicciones que ésta alberga, verdadera fuente del fracaso como sociedad que hoy estamos sufriendo. Esas trabas amparan los desafueros, las violaciones, la corrupción, la tiranía y el militarismo como plataforma de la imposición a la fuerza de regímenes violatorios de los derechos civiles, políticos, y humanos de los venezolanos. Mientras el modelo de propiedad que funda el Estado patrimonialista no sea derribado, limitado, todas las propuestas de cambio estarán en peligro de retorno a la autocracia cerrada que es hoy Venezuela.

Hemos tenido la imponderable oportunidad, como ciudadanos, en estas dos últimas décadas de experimentar lo que significa el poder político sin frenos, una amarga experiencia que valora la búsqueda de la raíz de los males. Ahora se trata de encontrar el camino para enderezar lo torcido, es el gran desafío.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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