La ruta del terror para los migrantes no termina cuando llegan a EEUU
Al pisar territorio estadounidense, miles de migrantes de Venezuela, Ecuador, Brasil y otros países latinoamericanos se entregan en la Puerta 36, en El Paso. Es uno de los atajos más comunes para entrar desde Ciudad Juárez, en México. Otros son perseguidos y capturados en el desierto. Esta crónica es la primera pieza de la serie El incierto camino al sueño americano, una mirada en blanco y negro, resultado de un trabajo periodístico realizado en Texas, Washington DC y Florida en mayo de 2024 por Runrun.es, TalCual y El Pitazo, medios venezolanos que integran la Alianza Rebelde Investiga (ARI)
Fotos: María de los Ángeles Graterol
—¿Quiénes son venezolanos?, preguntó un uniformado con voz ronca.
Rompió el silencio en el desierto, donde más de 30 de migrantes sentados en el piso recibían indicaciones de parte de funcionarios de la Patrulla Fronteriza. Acababan de cruzar desde Ciudad Juárez y se entregaron en un sector conocido como la Puerta 36, en El Paso, Texas. El lugar donde frecuentemente se ponen a disposición de las autoridades en un intento por legitimar su ingreso a territorio de Estados Unidos.
Una docena de hombres y mujeres respondieron a la pregunta levantando la mano. También alzaron sus rostros, que hasta entonces mantenían casi enterrados entre sus piernas. Pero no fueron capaces de pararse de la arena en la que estaban uno al lado del otro hasta que un oficial los autorizó.
—Son periodistas. ¿Quién quiere contar su historia?, soltó el uniformado de verde, portando chaleco negro antibalas. En la espalda resaltaba en bordado amarillo «Patrulla Fronteriza».
Juan Carlos, Fernando, Manuel, Alejandra y Yésica* se pusieron de pie y conversaron por separado con el equipo de ARI. Además de ser venezolanos, los testimonios de los cinco tenían otra cosa en común: las lágrimas. Contener el llanto mientras narraban su odisea fue casi imposible.
Alejandra*, con rostro delgado y una piel curtida por el sol, se acercó cuando le hicieron una seña con la cabeza. Dio unos pasos tambaleantes.
—Sí, soy venezolana, respondió de manera casi inaudible.
Dos meses antes, Alejandra vivió en un gallinero por tres días. Fue a parar ahí cuando hombres vinculados al crimen organizado la secuestraron al norte de México, ese «infierno» y país de tránsito en el que la Agencia de las Naciones Unidas para Refugiados dice que los migrantes venezolanos son —entre todos— quienes más abusos sufren.
«México es lo más difícil porque uno es maltratado, golpeado, ultrajado, muchas son violadas (…) A mí, por ejemplo, me metieron en un gallinero. No sé el nombre del cártel, solo sé que me pidieron 75 dólares y al tercer día me soltaron, me dejaron en una gasolinera. Siempre te dejan donde hay más migrantes”, narró con un rostro que, aunque iluminado por el sol texano incandescente de una mañana de mayo, se ensombreció con la tristeza del recuerdo de sus dos hijas pequeñas dejadas en Venezuela.
Fue el peor episodio que vivió en su tránsito por cinco países: Colombia, Panamá, Costa Rica, Guatemala y México.
A Colombia llegó en bus, pero el resto de su camino lo hizo a pie hasta llegar al límite sur de Estados Unidos. El único calzado que le quedó fue unas cholas grises que usaba con medias. Sus tenis los perdió en el Darién.
A 10 días de haber salido de Venezuela, a finales de enero de 2024, ya estaba en Tecún Umán, la ciudad guatemalteca que bordea el río Suchiate y marca la frontera con México. A tierras aztecas entró por Ciudad Hidalgo, en Chiapas. Ese es el estado mexicano con mayores denuncias por delitos contra migrantes indocumentados. Secuestro, extorsión, violencia sexual y trata de personas son los principales delitos según los 5.378 reportes recibidos por la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación Mexicana entre 2016 y 2022.
En la vida que dejó en el estado Aragua (Venezuela), a 4.690 kilómetros de El Paso, Alejandra era cajera de un modesto abasto. De esa vida que no olvida —ni lo hará hasta no llevar con ella a sus hijas y su mamá— no le quedó más que la ropa que llevaba puesta. El resto lo tiró en un vertedero de la Puerta 36, donde se entregó.
Yésica, de 28 años, también era parte del grupo que acababa de entregarse. Hizo el viaje con su esposo desde Coro, en el estado Falcón, al norte de Venezuela. “Nos vinimos porque nos amenazaron los colectivos (grupos de civiles armados que defienden la revolución bolivariana). Mi esposo trabajaba con el equipo de María Corina Machado (lideresa de la oposición venezolana) y comenzamos a recibir amenazas de estos hombres. Iban a nuestra casa con sus armas”, contó la joven. Para ella también la peor parte de la travesía fue el paso por México, aunque dijo que no les pasó nada grave.
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La mujer se aventuró a cruzar por pasos irregulares “por miedo de que nos deportaran en México, miedo de nos agarraran los colectivos, porque esa gente está en todas partes. Aquí ya no tenemos miedo”, relató. Lágrimas brotaron al mencionar a sus familiares dejados atrás.
Al llamado de un oficial, las dos mujeres se enfilaron junto a otros migrantes. Había pieles oscuras, blancas; lisas y otras envejecidas; cabellos rizados rubios y también lacios castaños. Las nacionalidades eran muchas: brasileños, haitianos, ecuatorianos, venezolanos. Siempre hay venezolanos. Más de 7,7 millones han salido del país.
Caminó con las manos cruzadas atrás hacia el imponente portón marrón que conecta con un puente sobre el río. Detrás de ella quedó la cerca de alambre a orillas de un sector de Río Bravo. Al frente, el bus que la llevó directo a un centro migratorio en donde le asignarían su caso a una corte que decidirá si su sueño americano se muere ahí o tiene salvación.
Migrantes que no se entregan
Más allá de la Puerta 36, en otra área del amplio desierto, el tacómetro marca 80 kilómetros por hora. La aguja sigue subiendo. El viento silba alrededor de la camioneta y todo pasa rápidamente por la ventana. Arriba un helicóptero. Es la guía que sigue el hombre al volante.
La carretera es amplia. Hay cuatro canales, pero el conductor toma una salida a la derecha. Ahora ruge por una sola vía estrecha, muy estrecha. Unas letras blancas sobre una señalética verde anuncian la entrada a Sunland Park, una ciudad de Nuevo México, en el suroeste de Estados Unidos.
En los asientos de atrás hay dos agentes de frontera. Salieron a trabajar temprano. En el radio transmisor del conductor unas voces hablaban en código.
—Hay dos migrantes. Vamos a detenerlos. Es lo que nos está informando quienes están ahí, dice el hombre mientras señala una aeronave negra con dorado de la agencia federal de la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza que sobrevuela el desierto.
Aunque parece escena de película de Hollywood, para ellos no es una novedad. Al contrario, es parte de su cotidianidad.
—No hay día en el que no hagamos esto, suelta una agente de la Patrulla Fronteriza. Ella, por cierto, es inmigrante de segunda generación. Sus padres son mexicanos y en su casa también se habla español. Ahora su trabajo es custodiar la frontera.
Además del chaleco antibala que los protege, en un arnés negro amarrado a la cintura guardan una pistola, un rolo y un «taser». Si lo accionan descarga corriente. Son las armas del por si acaso: por si acaso el migrante reacciona agresivamente, por si acaso el migrante trata de huir, por si acaso, porsiacaso…
También todos ellos tienen un segundo par de ojos, pero en el pecho. Ese pequeñito cuadrado negro sujeto al chaleco lo graba todo, a todo momento. Nunca para. Es una cámara corporal; la única testigo que los defiende ante «alegaciones falsas».
Las llantas chirriaron después de una pisada brusca en el freno. Los agentes se bajaron de la camioneta y corrieron sobre la arena. De una segunda unidad de la Patrulla Fronteriza que a toda velocidad trataba de seguirles el paso, se bajaron tres agentes más.
El estruendoso rotor del helicóptero era ensordecedor. Al fondo, el muro fronterizo que divide Sunland Park del puerto de Anapra, una de las colonias más pobres de Ciudad Juárez, en México.
Ahí comenzó otra escena de acción.
Los matorrales en el desierto sirvieron de escondite para dos migrantes, pero no por mucho tiempo. Los seis agentes llegaron hasta ellos y los encontraron boca abajo en el suelo. Uno era de México y el otro de Ecuador.
—Do you speak English (Hablas inglés)?, -preguntó el oficial.
No hubo respuesta.
En español, les pidieron quitarse los cordones de los zapatos. Lo hicieron. Seguían en la arena ardiente.
Uno de los funcionarios agarró al ecuatoriano por el brazo y lo levantó. De inmediato, como por reflejo, el que hizo la ruta con él se levantó del piso.
No era difícil para el fornido funcionario levantar a Diego* de un solo tirón. Era joven, delgado, de 18 años de edad, y emprendió solo el viaje desde el país suramericano que hoy está azotado por las pandillas y el crimen organizado. De eso intentaba huir, según contó también entre lágrimas. Vestido con ropa juvenil y tenis blancos, no dejaba de llorar mientras relataba sus razones para emigrar, cuando tomó un vuelo de Quito hasta San Salvador, y luego abordó buses hasta México.
La única funcionaria del escuadrón le ordenó sacar todas sus pertenencias.
—No, usted no, siéntese, siéntese, le indicó otro agente con palabra apurada al migrante mexicano que lo acompañaba.
Mientras los revisaban, ambos tenían la mirada clavada en el suelo, con sus manos detrás de la cabeza, brazos flexionados y las piernas abiertas. Unas manos grandes tocaban por encima de los jeans, sacaban cables de teléfono de los bolsillos traseros, quitaban correas y pedían lanzar al piso billeteras y teléfonos.
Cinco minutos después de una llamada, una van blanca se estacionó en la carretera. Se bajó un hombre alto, grueso, vistiendo una chemisse azul y pantalón negro. Llegó por ellos, por los migrantes.
Intentaron pedir ayuda a quienes nada podían hacer por asistirlos, a los periodistas. No querían terminar en una cárcel. Solo necesitaban trabajar en Estados Unidos para ayudar a sus familias.
A las 9:51 am se quedó frío su sueño americano. A esa hora echaron sus esperanzas en la misma bolsa plástica en la que metieron sus identificaciones para ir directo a un centro de procesamiento. De ellos no se supo más.
Frontera al alcance de la mano
Límite de los Estados Unidos, Tratado de 1848, restablecido por Tratado de 1884-1989 se lee en una placa clavada entre unas rocas. En la otra cara un texto reza (casi) las mismas palabras. Allí, en vez de «Estados Unidos», se lee «República Mexicana».
Se trata de otro punto de la frontera donde los migrantes esperan ocultos en una montaña un descuido de la Patrulla Fronteriza para cruzar. Allí con solo estirar la mano ya estás del otro lado de la frontera, no hay muro, ni cerca.
A lo lejos, usando binoculares, se alcanzan a ver unas siluetas. Se recortan a contraluz del sol que se esconde detrás de la montaña. Un halo de incertidumbre está alrededor de ellas. Podrían mimetizarse entre las rocas, pero no lo logran. Son migrantes en lo más alto de una colina de Anapra, en México. Están apenas a unos pasos de Estados Unidos, aunque no lo puedan pisar. La Patrulla Fronteriza está a solo 100 metros, vigilando cada movimiento.
Pero deben esperar a que lo intenten. Agarrarlos no es una opción. El principio de inviolabilidad del territorio se los impide.
A los agentes no les queda más que seguir con su recorrido cotidiano. Y vaya que les cuesta llegar hasta ese punto. Los migrantes trancan las vías con piedras meteóricas. Así hacen tiempo para correr cuando el helicóptero de patrullaje aéreo los delata y lanza una alerta a los de la Patrulla Fronteriza.
Los oficiales suben con sus camionetas por esas montañas escarpadas que desafían la gravedad. Cuando no pueden avanzar más, cuando sí o sí tienen que parar, se bajan de sus autos y, con determinación en sus rostros, se reúnen alrededor de las rocas para, al compás de gruñidos y el sonido de las piedras raspando contra el suelo, levantarlas con todas sus fuerzas.
Desde arriba, el muro es solo una línea negra muy fina. Pero sus dimensiones parecen ensancharse al bajar de la cima. El gran muro de nueve metros de alto que se extiende por más de 1.000 kilómetros se magnifica con cada metro avanzado. Se ve el detalle de la pintura oxidada marrón que cubre la rejas, las huellas de quienes, sin éxito, intentaron cortar los barrotes. Detrás de las rejas se ven los caseríos de la colonia de Anapra.
—¿Ven esa casa verde? Allí se esconden los polleros (coyotes). Cuando no está la Patrulla, mandan señal para que los migrantes avancen hasta el muro, relató un oficial.
La casa es apenas dos grandes paredes de cemento, sin techo. Allí se atrincheran los eslabones más bajos de la cadena del tráfico de migrantes. En la zona opera el cártel La Línea. La Administración para el Control de Drogas (DEA) lo considera el brazo armado del cártel de Juárez. Muchos les dicen los “narcocoyotes”.
De ese lado mexicano las calles son de tierra. Los ranchos están en obra gris, con bloques de cemento que no terminan de cubrir las cabillas. Una escalera de hierro alta y delgada está tirada a las faldas del muro. Delatora.
Apenas se para la camioneta de la Patrulla Fronteriza un silencio intrigante envuelve el lugar.
—¿De quién es esta escalera?, pregunta un agente.
Nadie responde.
Cuando la levantan del piso, un hombre llega hasta el muro corriendo y dice que es de su construcción. Los agentes no le creen, pero no pueden hacer más que dejarlo ir con ella bajo el brazo. Al otro lado del muro, en México, los oficiales no tienen autoridad. Así termina una jornada, que se repite día a día en la frontera entre El Paso, Texas, y Anapra, México.
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