Veinticinco velitas
Dos referencias importantes, en medio de muchos comentarios más o menos banales, han marcado el aniversario de los veinticinco años de la toma de posesión de la primera presidencia de Hugo Chávez, que tuvo lugar el 2 de febrero de 1999. Una es la generada por esta casa, La Gran Aldea, 25 años de chavismo en 25 frases, publicada el pasado viernes 2, que sumó veinticinco frases célebres de varios protagonistas del chavismo, comentadas por politólogos y periodistas. Cada una más sorprendente que la otra, leídas en conjunto conforman un mensaje aterrador porque describen la trayectoria de un régimen que, como me comentaba una amiga, cada vez es más cínico y desfachatado. La otra referencia, 1999-2024: Cómo han cambiado nuestras vidas, es la publicada en el semanario Papel Literario en dos entregas, la primera del sábado 3 de febrero y la segunda la semana siguiente. En este caso, los textos y las imágenes corresponden a la autoría de distintas personas, que en conjunto componen un cuadro de lo que se ha pensado, sentido, registrado, sufrido, sabido y compartido entre 1999 y 2024. La conclusión es que aquí hay una sociedad, un país, una gente, que se reúne (nos reunimos) alrededor de una experiencia común y ambas referencias son muestras de ello. Seguro que hay unas cuantas más que en este momento se me escapan, pero por ahora estas dos son suficientes para reproducir el testimonio de lo que somos los que por ahora quedamos, porque también es una deuda dolorosa la pérdida de los que se fueron sin conocer el desenlace de la tragedia.
Las frases y actos que encontramos en la primera referencia mencionada son parte de nuestro imaginario porque ese desprecio y cinismo que se desprende del discurso de algunos protagonistas del chavismo representan la manera vil en que nos concibió un régimen que ha cumplido veinticinco años en el poder y que ha desencadenado la mayor destrucción material, institucional y humana que el país ha vivido en toda su historia. Aunque no contamos todavía con un compendio suficientemente amplio y riguroso de lo ocurrido en este cuarto de siglo, las indicaciones que recibimos de los economistas, politólogos, historiadores, profesionales de distintas disciplinas, y sobre todo de la gente común, apuntan a que el alcance de esa destrucción es comprobable y cuantificable, y debería ser divulgado y compartido por las víctimas así como por los victimarios, de modo que no pudieran negar impunemente el alcance de sus fechorías. Por otra parte, y hay que subrayarlo, recibimos también datos y consideraciones muy alentadoras acerca de las posibilidades de recuperación del país, siempre y cuando se produzca una transición política.
En la segunda referencia mencionada, aproximadamente la mitad de los participantes vive en otro país, y casi todos comentan esa circunstancia. La diáspora (y la emigración venezolana lo es tanto por la cantidad poblacional que se ha desplazado como por la heterogeneidad de lugares en los que se ha trasplantado) es una herida de doble faz, para quienes se van y para quienes se quedan. No hay otra manera de verlo porque es la ruptura de un cuerpo imaginario y simbólico que comparte una pertenencia perdida; y digo perdida, porque la identidad. tanto para los de afuera como para los de adentro, pierde densidad al sustraerse una parte importante de ese cuerpo. Como es bien sabido gracias a Benedict Anderson (Comunidades imaginadas, 1983), la nación es una comunidad construida socialmente, es decir, imaginada por las personas que se perciben a sí mismas como parte de ese todo. Y esa percepción dividida se refleja en el espejo de una comunidad herida pero viva que seguimos siendo.
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