¡Rescatemos nuestra memoria como país!
Cada vez que visitaba la casa de mis padres me sumergía en un viaje en el tiempo, los espacios y objetos que ahí se conservan son capaces de generar conexiones inmediatas con épocas pasadas, con acontecimientos relevantes de la historia personal y familiar; pero también del entorno y de la ciudad en plena ebullición y transformación constante, como fue la Caracas del siglo XX.
No había dimensionado la importancia que pueden llegar a tener algunos objetos, no por su valor monetario, que podría incluso no tenerlo, o ser insignificante, sino como piezas generadoras de memoria individual y colectiva. La conservación o reproducción de entornos del pasado, es en gran medida el fundamento de algunos museos, sitios históricos o lugares temáticos, en los que el ambiente es capaz de contribuir a explicar o reproducir un momento del pasado. A partir de los objetos entendemos algunas costumbres, la evolución de oficios y labores diversas, pero también del ambiente político y social, sin éstos como referencias la tarea de reconstruir la historia se queda corta.
En los distintos museos sobre el “Holocausto”, las fotografías, cartas, notas, ropa y toda clase de objetos, dan testimonio de la persecución, la muerte y la pretensión de eliminar a un grupo humano de la faz de la tierra. En muchos lugares los museos dedicados a la verdad y a la memoria de dolorosos periodos históricos tienen en la exhibición objetos, aliados fundamentales para tan loables propósitos.
Pero la debacle de una población puede ser una oportunidad para algunos, aunque las consecuencias en términos de pérdida de la memoria histórica podrían ser inconmensurables. Hace algún tiempo coincidí con una señora dedicada a comprar, desde el exterior, antigüedades, obras de arte y distintos objetos de la empobrecida sociedad venezolana. Podía escucharla narrar con emoción cómo hallaba en muchas casas de la clase media del país, venida a menos, verdaderos tesoros. Platería, antigüedades, vajillas, copas, cuadros, esculturas, adornos, muebles, en fin, diversidad de objetos que ella estimaba de alta calidad, a los que no había acceso en su país de origen en aquel momento, los cuales podía comprar a precios ridículos en Venezuela y revenderlos en el exterior, lo que le procuraba grandes ganancias. El éxodo forzado, la pobreza inducida, y un país en caos generaron un mercado respecto del que poco sabemos.
Todos conocemos historias de gente que se fue, y que vendió o regaló objetos que podían ser verdaderos tesoros familiares, cosas que habían traspasado generaciones y que ahora forzados por la realidad, fueron a parar a otras manos para quienes la historia que está detrás no tiene importancia alguna. He escuchado gente narrar cómo sus casas fueron desmanteladas por invasores o por funcionarios de la dictadura, arrasando con todo a su paso. Fotografías, cartas, documentos, piezas de ropa, dibujos, títulos académicos, en fin, todo aquello que formaba parte de la historia familiar de varias generaciones simplemente se perdió. Otros ya no tienen a quien legar los objetos, hijos y nietos se fueron del país para no regresar. Conocí del caso de una biblioteca de miles de tomos que fue vendida por kilos para utilizar el papel como reciclaje, pues no había quien la recibiera. Un conocido me narraba que no sabía qué hacer con decenas de condecoraciones y reconocimientos de su padre, un prominente venezolano que contribuyó a la construcción institucional del país, pues no hay museos ni instituciones que se ocupen de ello, y las nuevas generaciones familiares tampoco los estiman.
Se están perdiendo las cosas, y con ello, lo que estimo son valiosas herramientas para documentar nuestra identidad. Algunas viviendas se han quedado cerradas, en silencio, sin almas, con las cosas dentro a la espera de mejores tiempos: en los que las familias se reunían a hacer una parrilla, a tomarse una cerveza, a hacer hallacas o simplemente a conversar. Para muchos esos momentos lamentablemente no llegarán, otras están ocupadas por nuevos inquilinos o propietarios que apenas empiezan a construir sus historias. De a poco algunas urbanizaciones de nuestro país se van deteriorando, se envejecen sin mantenimiento, como en La Habana.
En fin, la crisis de nuestro país se está llevando consigo los objetos familiares, cuya conservación para nada es una banalidad, por el contrario, son testigos fieles de un país que ya no existe, y que está siendo sustituido a la fuerza por otro. Con esos objetos también se van evocaciones de la memoria, como si fuera parte de un plan para que no se comprenda el pasado. ¡Antes de mi la nada! suelen sostener algunos “revolucionarios” convencidos de ser ungidos para la creación del futuro a partir de la destrucción de todo lo ya hecho. Tal vez por ello el chavismo siempre cabalgó sobre la entelequia de la refundación de la patria, a tal punto que hasta en el preámbulo de la Constitución lo colocaron. Es pertinente la generación de alguna consciencia en torno a la conservación de aquellas cosas que aportan datos de lo que fuimos como sociedad, y que eventualmente pueden contribuir a trazar esa aspiración de lo que podemos llegar a ser cuando cese esta oscuridad.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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