Mis días con Margot – La Gran Aldea
No voy a hablar de la película Araya, ese largo poema visual, como la llamaba ella misma. Tampoco de la genialidad de las luces y sombras y contrastes de Reverón y sus muñecas. Ni de cuando fundó la cinemateca, ni de todo lo que hizo, propició, creó, fomentó y mimó para y por el cine venezolano. Para eso hay expertos, biógrafos, historiadores y estudiosos de toda su obra.
Yo voy a contarles de su autito, de sus ganas de vivir y hacer, de su juventud, de su dientecitos, de sus sortijas, y de su inmortalidad.
Margot era muy Margot desde siempre. Me contaba mi abuela que su padrino -un reputado médico, investigador y descubridor-, solo encontraba oídos a su sabiduría en la Margot adolescente, aficionada como él a la ópera y muy culta, casi tanto como él.
Se conocían casi todos los sefarditas de la Caracas provinciana de los años 20 y 30, cuando la comunidad judía de la época era aún incipiente.
Esa fue la primera noticia que tuve de ella, una anécdota de mi abuela materna.
Por supuesto me hice estudiante de comunicación social y entonces ya sabía perfectamente de la importancia de Margot Benacerraf, de sus películas, del Inciba, de la cinemateca, y todo lo demás. Pero no la había visto nunca excepto en periódicos, libros y revistas culturales.
Ya graduada y en los tardíos años ochenta cuando me fui a vivir a México, García Márquez me encargó llevarle a Caracas, a Margot, algunos recaudos. Ella volvía a ser su amiga después de años de silencio y distancia, a raíz de un impase con el guion/cuento de “La Cándida Eréndira” que habían planeado filmar juntos.
Así que puede decirse que fue a través de García que llegué a Margot, o Margot llegó a mi vida.
Llevé el mensaje y los recaudos y nos conocimos en persona a mi vuelta de México.
Congeniamos desde el principio, esta señorita -así prefería ser llamada, señorita Margot, y yo.
Margot nunca se casó y se sentía muy cómoda con el tratamiento de señorita.
Pero, ¿por qué congeniamos inmediatamente? Ella era ya grande, yo una joven admiradora, pero de alguna forma había sido candando en la reconciliación de ella y Gabo. Y ambas éramos de origen sefardita y teníamos además antepasados e historias comunes.
Así que la amistad fue inmediata, y fue coser y cantar.
Entonces de su mano supe de amigos suyos que luego fueron los míos.
Margarita Márquez, que en paz descanse, exdirectora de la cinemateca nacional, esposa del filósofo y escritor Fernando Rodríguez, ambos amigos de Margot, la llamaba Margarita. Para otros era solo Margot. Como para los Molina Rauseo, Rodolfo Izaguirre, Franca Donda, Romelia Arias, las Ramia, y una larga, larguísima lista de personas y personajes que quisieron a Margot.
Conversábamos por teléfono, o nos reuníamos en su departamento, muy cerquita de la mi casa, en su magnífica biblioteca llena de libros, papeles, carpetas, archivos, grabados, reproductores, música y fotos. O en su cocina. O en mi casa, o en su corolita fiel.
La primera asignatura que me encomendó fue participar como jurado en el recién creado premio de guion cinematográfico Margot Benacerraf en el festival del cine venezolano. Y así lo hice, en la Mérida de finales de los años 80, acompañada por Luis Britto García, en aquel momento sin revolución, y el magnífico y discreto escritor Ednodio Quintero.
Después de aquello ya fuimos consuetudinarias. Hablábamos por teléfono casi a diario.
Íbamos a eventos, presentaciones, inauguraciones, obras de teatro, y al cine sobre todo, juntas. Venía a casa invitada a celebrar algunas fiestas hebreas de guardar. Y en otras ocasiones íbamos a saraos y embajadas acompañadas de otra inseparable suya de aquel tiempo, la cálida Romelia Arias.
Así que usualmente conducía Margot, en su autito Toyota corolla de otros tiempos, y nos aventábamos por la autopista Francisco Fajardo hacia el Ateneo de Caracas, a la sala que llevaba su nombre a ver alguna película, o a visitar a María Teresa Castillo, alguna exposición, a una junta.
Margot conducía aquel autito oscuro y antiguo con tal arrojo y tal despiste, que mi divertimento era pensar en los titulares al día siguiente de un accidente imaginado. Dos personalidades septuagenarias de la cultura y una joven escritora anónima perecen en letal accidente de tránsito.
No fue así, por fortuna. Sobrevivimos todas.
Cuando íbamos al cine, Margot y solo Margot sabía desde cuál butaca se veía la proyección de un film al 100% de foco y nitidez. Y entonces, nomás entrar a la sala, -cualquiera de los cines caraqueños-, era ir directo a las dos butacas ideales y sentarnos. Y si estaban ocupadas, rogar que nos las dejaran mostrando su inseparable bastón (creo que consecuencia, por aquellos meses, de una caída que había tenido en Paris).
Margot no veía una película. Se metía adentro. En las actuaciones, en la dirección, en los ángulos de la cámara, en la historia y los motivos de sus personajes.
Y conversar con ella era lo mismo: terminaba uno imbuido de lleno en sus anécdotas, siempre increíbles, vitales, importantes, únicas. Todas como una ficción imposible pero verdadera.
Puedo decir que de su voz conocí a Picasso, a Reverón, a Buñuel. A Resnais, a Godard…
Tenía unos archivos muy valiosos y en esos años justo había en su casa una persona que venía a diario para organizar y catalogarlo todo.
Ya por los años 90 llegó a Venezuela una investigadora/escritora/curadora norteamericana llamada Karen Shwartzman, hoy en día directora Senior del American Film Institute, para instalarse unos meses cerca de Margot.
Venía a entrevistarla para un trabajo exhaustivo sobre su cinematografía y una retrospectiva del cine latinoamericano en el MOMA (Museo de Arte Moderno de NY) a través de cuatro grandes mujeres, por supuesto una de ellas, Margot.
Así que seguí de cerca la entrevista -que duró meses- y el recuento de los impresionantes archivos de Margot. Detallista y perfeccionista hasta el clímax.
En aquel tránsito suyo ya de nuevo cerca de Gabo, Margot creó una fundación que saludaría desde Venezuela a la Fundación para el Nuevo Cine Latinoamericano de Gabo. La suya se llamó “Fundavisual Latina”. La dirigiría inicialmente la cineasta Solveig Hoogestein, luego otro personajillo oscuro y pisapasito de cuyo nombre prefiero no acordarme.
Desde allí, Margot creó el primer Encuentro Internacional de Telenovela. Unas jornadas memorables, inmensas, en las que todos los grandes de la televisión hispanoparlante acudieron y completaron un temario que dudo que haya tenido similar lugar y envergadura en algún otro país del mundo.
Desde TV Globo hasta Caracol. Desde Café con Aroma de Mujer hasta el productor de la brasileña Vale todo. Actores, autores, directores, productores. Una fiesta inolvidable.
Tenía muchos otros talentos, Margot. Yo particularmente admiraba su experticia maquillándose (pido perdón por mi liviandad). Era para ella un arte natural. Impecable. Era coqueta, Margot. Coqueta púdica.
Le gustaba el buen comer, era austera y sencilla, y nunca se quitaba un modesto anillo de marfil , muy antiguo, que había pertenecido a su madre, gran experta en los manjares de la tradición sefardí.
La Margot que yo recuerdo, a la que tuve que dejar después cuando nació mi hija y no me quedaban horas libres para volver a ser su compinche, tenía el gesto invariable de una niña que descubre: penetrante, llena de brillo y curiosidad. Miraba con unos ojos exultantes. Sus dientecitos -mínimos-, su pequeña estatura y su sonrisa frecuente terminaban por completar su estampa de niña inmortal.
Eso pensé siempre, que era una niña inmortal.
Como en efecto lo es y lo será.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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