Los peligros de esta nueva etapa
Debo comenzar este artículo con referencias a sus dos predecesores inmediatos. En primer lugar, que luego del 28 de julio entramos a una etapa nueva en la hegemonía del chavismo-madurismo, más peligrosa que las anteriores. En segundo lugar, que la elite gobernante desarrollará mecanismos de prevención de las secuelas de esos comicios en términos de movilización opositora. Su objetivo es evitar que el descontento masivo por el anuncio del Consejo Nacional Electoral vuelva a manifestarse. Que nadie se atreva a hacerlo.
Miraflores necesita entonces agudizar su control sobre la sociedad. Una sociedad más controlada, que no es lo mismo que una “sociedad de control”, como la describe Gilles Deleuze en su colofón a la “sociedad disciplinada” de Michel Foucault. Estos franceses tenían en mente su propio entorno. El de las democracias desarrolladas de la segunda mitad del siglo XX, en las cuales veían un poder disgregado y sutil. Una sociedad así es en su entereza sujeto y objeto del poder, al ejercerlo sobre sí misma. En países que pierden su democracia, ocurre una regresión hacia la concentración del poder en el Estado y la expresión del mismo en formas para nada sutiles. Un regreso al antiguo régimen, aunque sea bajo una fachada de revolución que se identifique como heredera del jacobinismo.
Naturalmente, el resultado es que se reduce considerablemente la autonomía de la sociedad civil. Eso es a lo que el chavismo ha estado apuntando en las últimas tres semanas. La Asamblea Nacional es el epicentro de un sismo que puede sacudir al país entero de forma, como ya dije, muy peligrosa. Sus integrantes sacaron de la gaveta proyectos de ley que, como planteé en una emisión pasada de esta columna, no parecían ser prioridad para la elite gobernante, a pesar del tono altisonante con el que fueron introducidos. En aquel entonces, señalé que la prioridad del gobierno parecía seguir en la consolidación de nuevos mecanismos de captación de ingresos, ilustrada en la celeridad con que se hizo realidad la “ley de protección de pensiones”.
Las circunstancias cambiaron. El gobierno, insisto, tiene una nueva necesidad de control social, hacia el que van dirigidos aquellos proyectos. Uno ya fue aprobado en segunda discusión: el que tiene como propósito fiscalizar las organizaciones no gubernamentales, no en balde llamado “ley antisociedad” por sus detractores. De esa manera, cientos de ONG que incomodan a la elite gobernante, por su defensa de los Derechos Humanos y otras actividades políticamente sensibles, pudieran desaparecer como personas jurídicas o ver sus activos confiscados. Eso no quiere decir que vayan a dejar de operar del todo, pues el compromiso de sus integrantes con los valores que defienden es titánico. Pero sin duda su efectividad podría reducirse bastante.
Mientras tanto, la “ley antifascista” anunciada a principios del año pasó a “consulta pública”. Es difícil prever cuánto tiempo permanecerá en esa etapa. De hecho, no descarto que sea otro engavetamiento. Sobre todo si la élite gobernante siente que la presión sobre ella desde la sociedad disminuye. Si, por ejemplo, el llamado a movilización masiva desde la dirigencia opositora pierde fuelle rápido. Pero también es posible que pronto aparezca en Gaceta Oficial independientemente de lo que pase con la oposición. A eso me refiero cuando digo que estamos en una nueva etapa y que la experiencia pasada tal vez no sea un indicador confiable.
Por último, tenemos el asunto de las redes sociales, sobre el que Nicolás Maduro y compañía ha demostrado un especial interés. Buena parte de su discurso iracundo de los últimos días se ha enfocado en ellas. Expresiones como “golpe cibernético” y “fascismo digital” se han vuelto muy recurrentes. Jorge Rodríguez hasta describió las redes sociales como “el mayor peligro que existe contra la libertad del planeta y contra la paz”. Sus propietarios son acusados de participar en supuestas confabulaciones malignas contra el país y señalados, bien sea con nombre y apellido como en el caso de Elon Musk, o muy vagamente y como si su identidad fuera un misterio, como en en el caso de los dueños de TikTok (lo cual no creo que sea casual, por tratarse de una empresa radicada en China, uno de los aliados internacionales más poderosos del chavismo).
¿Por qué tanta inquina con las redes sociales? Pues porque a la oposición, tanto de élite como de base, las necesita más que nunca. Las necesita para informarse sobre lo que acontece en el país, en medio de un clima de mucha incertidumbre y mucho descontento. La censura y autocensura inmensas en la prensa escrita física, la radio y la televisión obligan a los ciudadanos a recurrir a las alternativas virtuales. La oposición necesita además las redes sociales para articularse con miras a la movilización. Las convocatorias de la dirigencia se hacen por esa vía. Incluso pudiera hablarse de las redes como un refugio psicológico y emocional al congregar a cientos de miles de personas interesadas en un cambio político y que en las últimas semanas han sufrido terribles represalias por tales aspiraciones. Un espacio en el que se pueden brindar mutuamente apoyo y solidaridad. Puede sonar baladí, pero no lo es. No subestimen esa necesidad de comunión cuando los ciudadanos cargan una mezcla tremenda de emociones como miedo, tristeza y ansiedad. Entre más aislado y desamparado se sienta cada individuo, los incentivos para la movilización son menores. No tengo que decirles a quién le conviene eso.
Agréguese que el chavismo comenzó a experimentar obstáculos en su propio empleo de redes sociales. De Maduro para abajo, varios capitostes se han quejado de restricciones y hasta cierre de cuentas ordenados por los administradores de las redes, por denuncias de abuso que formularon otros usuarios. La memoria colectiva puede ser corta, pero no tan corta. Creo que todo el mundo recuerda el disfrute con el que estos señores acudían a las redes sociales para sus propios fines, y el alarde que hacían de su supuesto desempeño en las mismas como muestra inequívoca de apoyo mayoritario entre la población. Pero si empiezan a verse impedidos de emplearlas a su antojo o si creen que los costos para sí mismos son mayores que los beneficios, no sería extraño que se les vuelvan en contra. Radicalmente en contra.
Se entiende entonces que ahora la élite gobernante tenga una necesidad imperiosa de regular más el uso de redes sociales en Venezuela, como ya adelantó que hará. Digo “más”, porque en realidad llevan años haciéndolo. Desde 2017 cuentan con la “ley contra el odio”, mediante la cual se ha castigado con dureza expresiones en redes sociales que el gobierno halla molestas. No sé cuál será su logística a partir de ahora. Pudieran expandir la “ley contra el odio”, encargarle a la “ley contra el fascismo” las nuevas medidas, redactar otra ley dedicada solo a las redes sociales o todas las anteriores. En fin, el punto es que cabe esperar que el ámbito de aplicación sancionatoria aumente y que los castigos sean más draconianos.
También es perfectamente posible que los bloqueos de redes sociales se extiendan. El de Twitter (ahora llamado oficialmente X) ha durado más de los diez días contemplados en el anuncio de Maduro al respecto. A juzgar por la furia de la élite gobernante hacia otras, como Instagram y TikTok, las mismas pudieran correr con igual suerte. Volviendo a Twitter, cabe mencionar que el periodista especializado en tecnología Fran Monroy el lunes pasado tildó de fracaso el bloqueo, aduciendo que, “la merma en el tráfico luce muy pequeña” (lo hizo, por cierto, en Twitter). Por eso, no descarto un escenario más drástico aun: la eventual prohibición de usar esta y otras redes sociales, con el mero posteo, sobre lo que sea, tratado como delito.
Una consideración final: todas estas medidas que el gobierno está tomando no son una muy buena señal que digamos sobre la marcha de las gestiones diplomáticas de Colombia y Brasil. Uno pensaría que si estas tuvieran algún avance significativo, veríamos indicios de preámbulo para una transición negociada. Todo lo contrario a lo que está ocurriendo.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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