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Los Discursos del Nobel en Oslo: Dignidad, Democracia y la Esperanza de Venezuela

Los Discursos del Nobel en Oslo: Dignidad, Democracia y la Esperanza de Venezuela

«Estamos aquí para defender la democracia, y sí, los cimientos de la paz duradera», fueron las palabras iniciales que pronunció Jørgen Watne Frydnes, de pie, para sintonizar con la solemnidad del momento, en la primera aparición formal de María Corina Machado en Oslo, luego de su llegada tardía, pero triunfal, a la ciudad que la esperó durante horas para abrazarla y para otorgarle el Premio Nobel de la Paz 2025. Mientras él, presidente del Comité Noruego del Nobel, pronunciaba esas palabras, ella, la laureada, escuchaba atenta, con un fondo de flores tropicales que, en su honor, fueron escogidas para homenajear su país de origen.

Durante su discurso en la ceremonia de premiación, el día anterior, este alto funcionario noruego, que habló ante las cámaras del mundo como si conociera la situación venezolana de primera mano, hizo varias afirmaciones con una escogencia precisa del lenguaje: «Cualquiera que aún crea en decir la verdad en voz alta puede desaparecer violentamente en un sistema creado específicamente para erradicar esa creencia»; «Venezuela no está sola en esta oscuridad. El mundo va por mal camino. Los regímenes autoritarios están ganando terreno»; «Tenemos que plantearnos la incómoda pregunta: ¿por qué nos resulta tan difícil preservar la democracia, una forma de gobierno concebida para proteger nuestra libertad y nuestra paz?»; «Y, sin embargo, en medio de esta oscuridad, hay venezolanos que se han negado a rendirse. Los que mantienen viva la llama de la democracia. Que nunca ceden, pese al enorme coste personal. Ellos nos recuerdan constantemente lo que está en juego»; «La democracia es más que una forma de gobierno. Es también la base para una paz duradera».

Y fueron enunciadas con tal contundencia, sin ambigüedades y con la urgencia de quien quiere despertar conciencias aún dormidas o distrídas, que los venezolanos, a lo largo y ancho del mundo, que no hemos cedido, sentíamos que sí, que el premio también era nuestro.

En la prestigiosa ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz, Frydnes pronunció palabras como Estado de derecho, dignidad humana, paz y democracia, elecciones libres y justas, derechos humanos, que para los venezolanos se habían ido vaciando de contenido a lo largo de décadas. Por su parte, Ana Corina Sosa, joven hija de María Corina Machado, quien tuvo la responsabilidad —y el honor— de recibir el premio y dar el mensaje que su madre había preparado, nombró otras palabras como amor, abrazo, regreso, reencuentro, que, en cambio, nos han sostenido a lo largo de estos oscuros años, pero que ahora, dichas con convicción incontestable, las percibimos expandidas, cargadas de verdad. Sentimos que, al pronunciarlas con tal firmeza, en ese contexto, se estaba dignificando la veracidad del lenguaje como elemento constitutivo de lo que nos hace humanos, y se estaba enviando, simultáneamente, un mensaje global: el trabajo imperioso es el rescate, la salvaguarda de la democracia, como única forma de vida que nos dignifica.

Y como si el rescate de la veracidad en la palabra no hubiera sido suficiente, la energía emocional que acompañó todo el evento ha sido la otra protagonista. Que Ana Corina Sosa haya sido la persona sobre cuyos hombros recayó esta responsabilidad histórica —la de representar a su madre y al pueblo venezolano— no deja de ser un símbolo de la realidad venezolana en más de un sentido. Familias fracturadas; incautación del derecho a la libertad de movimiento dentro y fuera del propio país (artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos); opositores —los verdaderos— en la clandestinidad, la cárcel, el destierro o desaparecidos.

Y, al mismo tiempo, ella simboliza la nueva generación de venezolanos forjados en el dolor de la separación, de la pérdida de libertades o del exilio, y por ello preparados para conquistar lo que fue una realidad para sus padres y abuelos, y que para ellos es una tarea pendiente. La encarnación de la emocionalidad que ha marcado este momento cumbre de nuestra historia contemporánea, con un sello tan venezolano, ha sido la omnipresencia del abrazo: el que se daban los venezolanos en Oslo; el que esperaban darle sus hijos a María Corina; los que anhelaba darles ella a ellos y a los cientos de compatriotas que se trasladaron desde diversas ciudades del mundo solo para verla, reiterarle su apoyo y agradecerle inmensamente. A todos ellos les prodigó abrazos —después de saltar la barrera que la separaba de esa gente que la esperó hasta la madrugada, a cuatro grados centígrados de temperatura, dejando perplejos a los rubios señores encargados del protocolo y de la seguridad—, pero también hubo abrazos cálidos, tropicales, que los sobrios funcionarios noruegos recibieron de parte de unos venezolanos eufóricos de anticipación y gratitud.

¡Cuántas lágrimas de alegría y orgullo hemos vertido en estos últimos días, cuánto galope en corazones que sienten que aquello tan anhelado ya se vuelve tangible! La paz, esencia del premio que se estaba otorgando a María Corina Machado, quedó hermanada a la democracia: no existe una sin la otra y, como fundamento previo, sin duda, la libertad.

Sin embargo, es la palabra Venezuela la que ha resonado alto y claro, con nuevos significados para el mundo: para quienes todavía no conocían nuestros padecimientos; para quienes seguían dudando de la verdad de lo que a este país le ha ocurrido y, con ello, a todo el mundo democrático; para países, organizaciones e individuos que ya no pueden seguir ignorando la afrenta y que, posiblemente, se planteen involucrarse en salvar vidas, restablecer dignidades y contribuir al retorno de la forma más elevada de fraternidad, como lo expresó el señor Watne Frydnes.

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