Las locuras de Simón Bolívar en el Diario de Bucaramanga
En la campaña destinada a la liberación de la Provincia de Guayana, en 1817, procedente de Barcelona, llegó a esa ciudad el general en jefe Simón Bolívar, a ponerse al frente de las operaciones para la reducción de Angostura.
Corrían los primeros días de abril, y estando el Libertador a orillas del río Orinoco junto a un grupo de generales de su Estado Mayor y la alta oficialidad de su séquito, escuchó al coronel Martell presumir de su habilidad como nadador y de la facilidad como alcanzaría a dos embarcaciones fondeadas a unos 150 metros de distancia.
Bolívar, animado por aquel comentario, se acercó al grupo de oficiales y espetó: “Yo atado de manos llegaría primero que Martell”.
Pero el interesante episodio lo anota, en su Diario de Bucaramanga, Luis Perú de Lacroix, un oficial francés que en 1825 se incorporó al servicio de Venezuela y Colombia en la Guerra de Independencia con el grado de coronel del Estado Mayor en el Ejército Libertador.
«Me acuerdo, -dijo (el Libertador)-, de una aventura singular, propia de un loco, aunque no pienso serlo, y es ésta: un día, bañándome en el Orinoco con todos los de mi Estado Mayor, con varios de mis generales y el actual coronel Martell, que era entonces escribiente en mi Secretaría General, este último hacía alarde de nadar más que los otros; yo le dije algo que le picó, y entonces me contestó que también nadaba mejor que yo. A cuadra y media de la playa, donde nos hallábamos, había dos cañoneras fondeadas, y yo, picado también, dije a Martell que, con las manos amarradas, llegaría primero que él a bordo de dichos buques. Nadie quería que se hiciese tal prueba, pero animado yo había vuelto a quitar mi camisa, y con los tirantes de mis calzones, que di al general Ibarra, le obligué a amarrarme las manos por detrás; me tiré al agua, y llegué a las cañoneras con bastante trabajo. Martell me siguió y, por supuesto, llegó primero. El general Ibarra, temiendo que me ahogase, había hecho colocar en el río dos buenos nadadores para auxiliarme, pero no fue necesario. Este rasgo prueba la tenacidad que tenía entonces, aquella voluntad fuerte que nada podía detener; siempre adelante, nunca atrás: tal era mi máxima, y quizá a ella debo mis triunfos y lo que he hecho de extraordinario”.
En 1828, de abril a junio, en Bucaramanga, Colombia, Lacroix vivió en el círculo íntimo de Simón Bolívar. De esta época datan los recuerdos, notas y conversaciones con el Libertador que dejó escritas en el importante y discutido manuscrito titulado Diario de Bucaramanga, publicado por primera vez, en parte y bajo el título Efemérides Colombianas en París, 1870, compilado por el sobrino del Libertador, Fernando Bolívar.
En su Diario de Bucaramanga, Lacroix describe otro interesante, y porque no, temerario episodio de Simón Bolívar durante aquella campaña de Angostura, cuando el Libertador da orden a Diego Ibarra, su edecán, que ensille su caballo y montara para que transmitiera algunas instrucciones de rigor a los oficiales destacados en la primera línea.
Ibarra, que conocía bien el caballo de Bolívar, antes de ensillarlo quiso presumir ante los oficiales su habilidad como hábil jinete. Se jactó de saltar sobre el animal desde la cola, pasar sobre su cabeza y caer de pie; retrocedió varias zancadas, se dio vueltas y con algo de impulso ejecutó la maniobra sin mayor esfuerzo.
Ibarra no advirtió que Bolívar presenció aquel desafío, quien luego de una pausa, aseveró que aquel reto no tenía nada de excepcional y que él podía hacerlo igual o mejor que Ibarra.
Procedió entonces a efectuar la maniobra y, en el primer salto, cayó sobre el cuello del animal recibiendo además un fuerte golpe que silenciosamente soportó. En el segundo intento, cayó sobre las orejas recibiendo un golpe mayor que el primero; finalmente, en el tercer impulso, logró su objetivo.
El episodio lo refiere Perú de Lacroix: “Me acuerdo todavía de que, en el año 17, cuando estábamos en el sitio de Angostura, di uno de mis caballos a mi primer edecán, el actual General Ibarra, para que fuera a llevar algunas órdenes a la línea y recorrerla toda. El caballo era grande y muy corredor, y antes de ensillarlo, Ibarra estaba apostando con varios jefes del ejército a que brincaría el caballo partiendo de la cola e iría a caer del otro lado de la cabeza: lo hizo, efectivamente, y en aquel mismo momento llegaba yo. Dije que aquello no era una gran gracia, y para probarlo a los que estaban presentes, tomé el espacio necesario, di el salto, pero caí sobre el pescuezo del animal, recibiendo un porrazo del cual no hablé. Picado mi amor propio, di un segundo brinco y caí sobre las orejas, recibiendo un golpe peor aún que el primero. Esto no me desanimó: por el contrario, tomé más ardor, y a la tercera vez pude saltar el caballo.
Confieso que hice una locura; pero en aquel tiempo no quería que nadie dijese que me sobrepasaba en agilidad, no quería que nadie dijese que hacía lo que no podía hacer. No crean ustedes que esto sea inútil para el hombre que manda a los demás: en todo, si es posible, debe mostrarse superior a los que deben obedecerle: es el modo de establecer un prestigio duradero e indispensable para el que ocupa el primer rango en una sociedad, y particularmente, para el que se halla a la cabeza de un ejército.”
En 1833 Perú de Lacroix estaba refugiado en Caracas, protegido por el general Diego Ibarra. Dos años más tarde, tomó parte activa en la Revolución de las Reformas. Fracasada esta asonada, fue apresado y expulsado de Venezuela con otros jefes «reformistas». Tomó rumbo a su natal Francia, en donde vivió en la miseria. Las crónicas registran que se suicidó en París a fines de enero o principios de febrero de 1837, legando al periódico El Siglo numerosos manuscritos cuyas huellas se perdieron en la capital francesa.
El biógrafo e historiador Paul Verna, revela que el periódico caraqueño El Liberal del 9 de mayo de 1837 reprodujo algunos de los escritos que Perú de Lacroix legó al diario francés.
Fuente: Perú de Lacroix, Luis. Diario de Bucaramanga. Caracas: Comité Ejecutivo del Bicentenario de Simón Bolívar, 1982.
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