El impacto del 11 de septiembre: Cómo Alejandro Eder escapó al ataque a las Torres Gemelas y transformó su vida
El 11 de septiembre del 2001, Alejandro Eder era un joven empleado bancario de Wall Street cuando presenció el derrumbe de las Torres Gemelas. Se unió al llanto y la angustia de miles de personas que miraban aterrorizadas lo que estaba ocurriendo.
Era una mañana soleada de inicio de otoño y él se dirigía con un retraso inusual a las oficinas del Deutsche Bank en el 130 de Liberty Street, en el sur de Manhattan, donde a la hora en que ocurrió el atentado debería estar presentando un memorando para estructurar la asesoría a un importante cliente español.
El despacho que tenía asignado como analista financiero del grupo de banca de inversión se encontraba en el 34, el penúltimo piso, del edificio del Bankerst Trust Building, el vecino más cercano a la Torre Sur del World Trade Center, aunque su tamaño apenas alcanzaba la mitad de esta. No era difícil imaginar que el primer avión que impactó la icónica construcción a la altura del piso 77 había volado por encima de sus oficinas y que, cuando el colapso fuera total, gran parte de la mole de cien pisos caería sobre ellas.
Más tarde, tendría tiempo para pensar que los cinco minutos de retraso le habían salvado la vida. En ese momento, solo podía imaginar la suerte de sus compañeros y la angustia que debía estar sintiendo su familia en Colombia.
Había salido temprano del lugar donde vivía en la calle 60 para tomar el metro hacia la Estación Torres Gemelas. Sin embargo, el tren se detuvo súbitamente en la calle 14 y los pasajeros oyeron un anuncio de que, de ahí en adelante, no se detendrían hasta llegar a la última estación.
Eran las 8:45 de la mañana y solo le quedaban quince minutos para llegar a la reunión. Se bajó esperando poder tomar otra línea, convencido de que era un problema de congestión en el tráfico. Caminando hacia Union Square para tomar otro tren, un taxi pasó y lo abordó apresuradamente. Cuando le pidió al conductor que lo llevara al downtown, este lo miró sorprendido y le preguntó si estaba loco.
Comprendió lo que ocurría al correr hacia la Quinta Avenida. La atmósfera de desastre crecía en las calles, en medio del sonido de sirenas de policías. Una transeúnte lo aclaró al explicarle que dos aviones se habían estrellado contra las torres con breves intervalos de tiempo.
El 11 de septiembre de 2001, el mundo presenció el atentado contra las Torres Gemelas orquestado por el grupo terrorista Al Qaeda, liderado entonces por Osama Bin Laden.
Quiso saber qué tipo de aviones eran, si eran avionetas que participaban en algún ejercicio acrobático fallido. “¡No, aviones de American Airlines!”, le respondió la mujer. Eder llegó a pensar que esta estaba desquiciada y siguió ansioso hacia su oficina.
Sin embargo, al ver que de las torres salía humo negro y espeso, sintió la necesidad de entrar a una farmacia para comprar una cámara fotográfica desechable. No era algo cotidiano ver las dos Torres Gemelas ardiendo al mismo tiempo. A juzgar por lo que observó, no era la primera persona que había tenido esa idea. Los dependientes habían colocado sobre los mostradores cajas llenas de cámaras que se estaban vendiendo rápidamente.
Vio personas saliendo apresuradas de los edificios residenciales. “Hay ataques en Nueva York y también en el Congreso de Washington”, dijo un hombre cerca de él. Decidió llamar a su madre, que ya debería estar desesperada, pero la red celular estaba caída.
Junto al arco del triunfo en Washington Square Park, encontró un teléfono monedero. Hizo una larga fila, pero cuando le tocó el turno, ya no funcionaba.
Pensaba con mayor ansiedad en sus compañeros que debían estar atrapados allí.
Finalmente, entró la llamada.
¡Mijito! ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Ese no es tu edificio?”- le preguntaba su madre emocionada y sollozante.
Mamá, tranquila, estoy bien… ¡oh, se está cayendo la torre!
Y justo en ese momento, mientras testificaba una hecatombe, cuando la torre vecina a su oficina comenzaba a desplomarse, se cortó la llamada. Estaba a cuatro kilómetros del lugar de la tragedia, pero pudo oír una explosión seguida de un sonido profundo y retumbante. El crujido de las ventanas se hacía presente entre el estruendo que duró diez eternos segundos mientras la construcción quedaba reducida a escombros.
Se levantaba una nube de polvo dantesca. Recuerda haber visto la orfandad de la Torre Norte en el horizonte neoyorquino, antes de que su estructura sucumbiera a los efectos del fuego.
Desfilaron por su mente los muertos, los bomberos, los jóvenes de su edad, sus compañeros de trabajo. Sintió odio y dolor. Se acordó de su mamá y de la imperante necesidad de volver a llamarla.
Recordó que, a pocas cuadras al sur, vivía su primo Daniel y corrió a buscarlo. En su apartamento encontró a Mateo, un amigo paisa de ambos. “¡Parce, estás vivo!”, celebró. Le prestó el teléfono y Eder logró comunicarse de nuevo con su mamá para tranquilizarla.
¡El Divino Niño Jesús de Praga me hizo el milagro! ¡Estás vivo!”.
Sí mamá, tranquila… –
En ese momento veían por la televisión, una y otra vez, las imágenes de la caída de la torre. Cuando colgó con su mamá, le dijo a Mateo que salieran a la calle a ver la otra torre. Esta vez fue él quien cuestionó su sensatez.
¡Cómo se te ocurre! Acordáte que yo crecí en Medellín y sé lo que es sufrir el terrorismo: eso es una bomba tras otra.
Lo que estamos viviendo es histórico y no podemos estar ausentes-, le dijo Eder hasta convencerlo.
Salieron y se acercaron aún más a las torres, a la altura del Tribeca Grand Hotel.
Cuando la Torre Norte también colapsó, se encontraron cerca de una gigantesca cortina de humo. Todos los presentes lloraron y gritaron un ¡Nooo! infinito.
Repuestos hasta donde fue posible, fueron a una tienda donde había un cajero automático. Retiró el dinero que tenía en el banco, hasta donde la tarjeta se lo permitiera, porque pensó que era posible que los sistemas del sistema financiero también colapsaran.
Deambuló todo el día por Nueva York. La confusión reinaba. Desde todos los puntos de la ciudad se podían ver las densas columnas de humo que surgían del despojo de hierro y cemento de las Torres Gemelas. Todos miraban hacia el cielo de la ciudad, que con esa imagen, reflejaba la magnitud de la tragedia. Por la noche, al regresar a casa, el contestador estaba lleno de las voces angustiadas de amigos que pronto tendría que volver a ver. Muchos, entre lágrimas, creían que había muerto.

Alejandro Eder en las calles de Nueva York, durante el exilio por la violencia que vivía el país.
Comenzó a madurar una decisión: después de 18 años de exilio, debía regresar a Colombia. Tanto tiempo escondido del terrorismo y casi le cae una Torre gemela encima. “Si iba a morir a manos de terroristas, que fueran terroristas colombianos”, pensó en medio de su desesperanza.
En medio del desvelo, esperó hasta el día siguiente para buscar a sus amigos, a quienes imaginaba muertos.
A tono con la cultura de Wall Street, la firma donde trabajaba priorizaba el éxito de los negocios sobre cualquier otra consideración. Lo comprobó al día siguiente de la tragedia de las Torres Gemelas, cuando el director de su sección en el banco convocó a una conferencia telefónica a los 40 miembros de su equipo. No hubo una comprobación previa de cuántos habían muerto o seguían vivos.
Durante la reunión a distancia, el director les pedía que no se desanimaran, porque después de aquel golpe al corazón de Wall Street, varios proyectos importantes habían quedado vacantes y los clientes debían estar buscando nuevas opciones. Eder se dio cuenta de que esa no era la vida que él quería.
El 13 de septiembre ya estaba decidido: renunciaría a su cargo en el Deutsche Bank. Antes de anunciarlo formalmente, habló con Jorge Arce, un mexicano muy afable, que en ese momento era su superior inmediato.
-Eder, necesito el memo para los españoles-, le dijo Arce antes de que él pudiera mencionar algo.
– Jorge, ¿estás loco? ¿Cómo me preguntas por el memorando en este momento? Acaban de morir miles de personas y mi computador estaba en el edificio al que le cayó la torre”- le respondió.



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