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El Dr. Jekyll y Mr. Juan Barreto

El Dr. Jekyll y Mr. Juan Barreto

Andrés Izarra, Vladimir Villegas, Maripili Hernández y Juan Barreto ―debe haber otros, como Héctor Navarro o Vanessa Davies― marcan distancia con Nicolás Maduro y todo lo que representa hoy en día, pero todos, de viva voz o por omisión, salvan el chavismo. «Ojo, el chavismo era otra cosa» parece ser el corolario del contenido de sus discursos, con los matices de cada cual. 

Hay algo que uno ha aprendido en los últimos años, por haber asimilado la experiencia de dos idiosincrasias separadas por un océano: en España, solo los catalanes independentistas piensan que los demás españoles son estúpidos. En Venezuela no. En Venezuela, cualquier venezolano piensa que los demás venezolanos, o una considerable parte de ellos, son estúpidos. A estos amigos que he mencionado ―algunos de verdad han sido amigos, sin sarcasmo alguno― uno está en el deber de narrarles algo de antemano: en el futuro, cuando los diccionarios virtuales registren la voz «Hugo Chávez», dicha voz la encontraremos en el depósito de los liderazgos miserables que han castigado a la Humanidad. No hay modo de que escape a eso pues la distancia temporal impone objetividad sin melindres ni medias tintas. Maduro no es sino una secreción de Chávez, la deriva del chavismo por vías más burdas (si ello era posible), ya sin carisma ni labia ni mapita del eje Orinoco-Apure frente a las cámaras. Maduro es el mismísimo Chávez once años después de muerto. Eso es lo que hay, como diría Izarra.

Así que no vengan con cuentos ahora, ustedes medraron del deslave.

Ese rincón del diccionario crece día a día, ahí sí es verdad que Hugo no va a estar solo, así que no se preocupen de su soledad.

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Hacia noviembre de 2009, hará quince años pronto, hubo en el Centro Gumilla, en la esquina de Luneta de Caracas, un seminario al que llamaron «Valoración de las salidas políticas a la crisis política venezolana». Participaron, entre otros, Asdrúbal Aguiar, Teodoro Petkoff y Alejandro Armas, acaso el chavista más moderado que hubo jamás. Eran tiempos de la Coordinadora Democrática.  A despecho de la visión de alguno de los presentes en aquella lejana reunión, Petkoff opinaba que era preferible correr el riesgo de la salida del poder de Chávez aunque en la oposición, incluso dentro de la Coordinadora Democrática, hubiera dos tendencias incompatibles. O sea, que ya la cosa era tan acuciante que no importaba que la CD fuese un saco de gatos.

Esa realidad, por ejemplo, hoy, 2024, está definitivamente superada. 

Petkoff veía en el poder de Chávez y su relación con el pueblo tres componentes de un cóctel explosivo:

Chávez en su papel de Páez o Guzmán Blanco, producto de una relación paterno-filial: «Como los taitas de los que la gente espera una solución».Su veta militar, que hace del yo ordeno algo consustancial en el comandante ante su tropa, desde Diosdado Cabello en adelante.Un izquierdismo trasnochado que en realidad hace poco peso, pero que tiene el subcomponente fidelista. «Y el fidelismo es caudillesco, con todo y su parafernalia de servicio secreto».

Maduro es una secreción de Chávez desde aquella perorata dramática de este último, cuando se despidió en cadena televisada y aseguró estar tan convencido de que la luna es redonda como de que todo el mundo en Venezuela debía volcarse sin remilgos a votar por el hombre que tenía a su lado, un individuo con cara compungida bastante parecido al Manolito de Mafalda. En efecto, una mínima mayoría (por mucho que hablen todavía, en 2013 no hubo trampa) puso en el coroto a Manolito. Así era todavía el país. 

Ahí lo tienen, boqueando.

Maduro es secreción de Chávez pero ya esos tres componentes a los que aludía Petkoff se han evaporado. Maduro no puede remedar a ningún taita, tampoco tiene ascendencia militar. Lo que tiene Maduro son compromisos, pactos, tratos no documentados, etcétera. ¿Con quién ha pactado? Con Alex Saab, con la cuñada de Padrino López, con los castristas que lo controlan casi todo, con los boligurgueses acomodados en el exterior, con los sobrinos de Cilia, con un primo que tiene un pana en el Tren de Aragua, con cierta rama del narcotráfico internacional, con el ELN, con una parienta que es novia de un malandrín que trabaja para Diosdado, con Hezbolá tal vez o con el mismo Tareck El-Aissami (que, total, anda por aquí mismito). 

Esos son los lazos que, en lo posible, deben dinamitarse. Algo debe aprenderse del pasado. En el pasado, en 2009, había polarización, una mala palabra que desdibujaba la realidad. Lo que hubo todo el tiempo fue un pueblo sojuzgado y manipulado por una cúpula decidida a enquistarse en el poder. Eso no lo tienen claro ni siquiera hoy en día los periodistas españoles. Los periodistas españoles no pueden aprender del pasado de los venezolanos puesto que ellos no lo vivieron, por eso uno de ellos dice en los noticiarios de Televisión Española que «gobierno y oposición se atribuyen la victoria en las urnas y se acusan mutuamente de  fabricar datos falsos». La objetividad en periodismo puede centrarse en una obviedad que despista, una pretendida verdad absoluta que deja a buen resguardo al reportero timorato. No sirve para nada una objetividad forzada, puede contribuir a una opinión pública desasida, que ni se inmute ni se haga preguntas. Lo que sirve en periodismo es la honestidad y el dato revelador. Aquí el dato revelador está a la vista: la oposición consignó las pruebas urbi et orbi de la mayoría que votó por González Urrutia. El régimen no mostró pruebas de nada: ¿es tan difícil reflejar la noticia, o los acontecimientos que han seguido al hecho desencadenante? Pero, ¿cuál es ese hecho, la noticia primigenia? Pues que Maduro ni siquiera fue capaz de llegar a 31% de los votos escrutados. 

A casi dos semanas del suceso, ¿vas a salir tú dirigiéndote a tres millones de espectadores diciendo que «gobierno y oposición se atribuyen la victoria en las urnas»? Hace falta ser imbécil o inútil en tu trabajo. ¡Ay, la equidistancia!

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Antes se hablaba de polarización y de los ni-ni. El presidente Chávez no era un punto de equilibrio de nada, ni dentro del Movimiento Quinta República ni en el país. Nunca se propuso serlo porque, en el equilibrio, perdía. Su popularidad emanaba de la crispación, de la desigualdad, del resentimiento y del revanchismo. La situación actual de Nicolás Maduro, al cruzar la última frontera, es otra. No hay polarización ni verdadera ni inventada sino un pueblo (casi un pueblo completo) contra una minoría armada. 

«Probablemente Betancourt tenía un temperamento caudillesco», dijo Petkoff en el Gumilla aquella vez, «y quizás Caldera también, a su manera. Pero ellos estaban controlados por los partidos políticos a los que pertenecían, que los obligaban al debate. Betancourt podía partir la pipa en un momento de rabia, pero finalmente había un CEN con el cual tenía que discutir. Caldera podría ser que dijera la última palabra en una reunión de Comité Nacional, pero finalmente había un debate que matizaba (…) En Chávez no hay el elemento que pueda introducir las restricciones en su temperamento caudillista.»

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Uno de los personajes de trato más afable y de cerebro más inquieto que he conocido es el gordo Juan Barreto. Pero hay un común denominador en los chavistas talentosos y, a la vez, conscientes del hecho mediático. Robert Serra (1987-2014) estudió  Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello. Luego fue concejal y presidió un Movimiento de Avanzada Revolucionaria. Murió de forma asaz escabrosa. Un profesor que le conoció me contó que era un tipo aparentemente normal, simpático, entrador. Pero un día lo vio transformarse ante una cámara de TV que lo enfocaba. Le cambió el rostro, el talante, la compostura. El profesor se horrorizó, asistió a una metamorfosis. No era el mismo Serra de la Universidad. Era Dr. Jekyll transformándose en Mr. Hyde o el desdichado aquel que a la luz de cierta luna se convierte en lobo. 

No sé si fue cierto el episodio que contó una redactora en la revista Exceso, donde relata un acto sumamente violento por parte de Juan Barreto durante una fiesta de colegas, o al salir de ella. Para mí quedó grabado un episodio en televisión: un grupo de periodistas lo interpela en el centro de Caracas. De repente, Barreto increpa a una reportera de televisión que insiste en preguntarle algo, no recuerdo qué. Lo que recuerdo es la violencia en las palabras del gobernador de entonces. Recuerdo también haber pensado que no había cosa más sencilla, siendo funcionario gubernamental en plena época del chavismo solvente y soberbio, que acorralar y ningunear a una chica por preguntas que seguramente, según era uso y costumbre argumentar por los capitostes del régimen, le soplaban sus jefes a los dóciles reporteros de los medios privados. 

Juan Barreto, pues, optó por lo facilito. Imitar al jefe.

Ahora le ha tocado hablar de la manera más estructurada y didáctica que cabe imaginar sobre el posible fraude gubernamental y todo eso. Quien canta ¡bingo! debe mostrar su cartón, claro. Pero, ¿dónde está el otro Juan Barreto? Y detrás del otro Juan Barreto, ¿dónde está el que yo quise entrevistar para la revista Estampas más o menos en el Mesozoico, cosa que hice porque me parecía un activista social de lo más inteligente y emprendedor allá en la UCV? La penúltima vez lo vi en Twitter promoviendo la candidatura del Conde del Guácharo. Ahora como que está con Enrique Márquez.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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