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El asesinato de Mercedes Chaparro: el precio de la paz en la guerra de las esmeraldas de Boyacá

El asesinato de Mercedes Chaparro: el precio de la paz en la guerra de las esmeraldas de Boyacá

En la catedral del Sagrado Corazón de Chiquinquirá, ese martes de los primeros días de julio de 2012, el silencio pesaba más que los ladrillos. Víctor Carranza, el hombre que alguna vez fue sinónimo de poder y reciedumbre en las montañas de Boyacá, estaba sentado en la primera fila, frágil, con un tanque de oxígeno a su lado. Apenas respiraba. Tenía la mirada perdida y los ojos hinchados por el llanto. Frente a él, el ataúd de Mercedes Chaparro, su empleada más leal, la mujer que durante años le había cuidado y manejado la próspera mina Cunas y que, sin saberlo, había cargado con el peso de una guerra que no era suya.

La muerte de Mercedes había sacudido a la zona esmeraldera. No era una desconocida. Había sido concejal de Muzo, maestra en un colegio de San Marcos, integrante de una ONG que hablaba de paz en un territorio donde la paz siempre fue una palabra incómoda. Pero, sobre todo, era la mujer de confianza de Carranza. Administraba la mina Santa Rosa, en el socavón de Cunas, un terreno minado de tensiones donde los límites entre la riqueza y la tragedia eran tan difusos como el polvo verde que salía de las piedras.

Aquel sábado 30 de junio, Mercedes había salido de la mina hacia las cinco de la tarde. Cumplía 46 años al día siguiente. Viajaba en su camioneta con su hijo de 13 años, su conductor y dos acompañantes. La carretera entre Maripí y Muzo se abría paso entre montañas húmedas y árboles espesos, cuando, a la altura del puente sobre el río Guazo, la muerte los alcanzó.

De la nada, un grupo de hombres encapuchados detuvo el vehículo. No hubo palabras, ni advertencias. Solo ráfagas. Mercedes trató de correr, se lanzó por un barranco, pero dos hombres bajaron tras ella y le dispararon a quemarropa. Nueve balas la atravesaron. Tres le impactaron el cuello, el brazo y el oído. Su hijo sobrevivió. Los demás, fueron heridos. El eco de los disparos quedó flotando en el aire, mientras los asesinos gritaron que ya la habían matado y se fueron después de comprobar que el encargo estaba cumplido.

Esa tarde, en los socavones de Muzo, todos entendieron el mensaje. No era solo un crimen: era un golpe dirigido. Detrás del asesinato de Mercedes se asomaba la vieja guerra verde, el conflicto entre las minas de Cunas, de Carranza, y La Pita, que era controlada por los hermanos Rincón y sus aliados. Las fronteras entre ambas explotaciones eran motivo de disputa. Los hombres de La Pita habían comenzado a colarse en los túneles de Cunas, a robar piedras, a huaquear en zonas que no les pertenecían. Carranza había intentado resolver la tensión con un acuerdo, una franja compartida llamada El Consorcio, pero nada cambió. Cuando decidió cerrar la mina, la tregua se rompió.

La violencia regresó. Mercedes, que manejaba las cuentas y las operaciones de Cunas, sabía que el ambiente estaba enrarecido, pero no pensó que alguien se atreviera a tanto. Quizás creyó que su papel como mediadora, como mujer de paz, la blindaba de la barbarie que conocía tan bien. No fue así.

El día de su funeral, Chiquinquirá estaba de luto. La gente llegó desde Coper, Otanche, Pauna, Maripí y Muzo. Campesinos, mineros, exconcejales. Algunos lloraban, otros murmuraban nombres y sospechas. Todos sabían que Mercedes no había caído por azar.

Carranza, enfermo de cáncer y vencido por el tiempo, lo intuía mejor que nadie. Detrás del asesinato de su amiga veía la sombra de los Rincón, los mismos con los que había firmado la paz en los noventa, los mismos que ahora parecían dispuestos a todo para quedarse con el control del territorio. No era la primera advertencia. Meses antes habían matado a un viejo sicario, alias Chito, que había dicho tener pruebas de la implicación de los Rincón en los atentados contra Carranza. A Chito también lo silenciaron antes de que hablara.

Al final de la misa, el zar de las esmeraldas, con voz débil, pidió justicia ante las cámaras. Pero en su mirada ya no había furia, solo cansancio. Sabía que cada golpe contra su gente era, en el fondo, un golpe contra él. Y sabía también que la guerra verde se estaba reavivando, aunque él ya no tuviera fuerzas para librarla.

En los meses siguientes, los ataques se multiplicaron. En octubre, un grupo armado irrumpió en la mina Cunas, desconectó las cámaras de seguridad y se llevó un botín de esmeraldas cuyo valor nadie se atrevió a calcular. En enero de 2013, el abogado de los Rincón fue asesinado en Tunja. Días después, otro hombre cercano a Pedro Orejas cayó baleado en Otanche. Era un ajuste de cuentas que no terminaba nunca.

En medio de esa espiral, Carranza continuó asistiendo a reuniones de paz convocadas por la Iglesia y las autoridades. Lo hacía más por rutina que por esperanza. En cada encuentro, al final, preguntaba lo mismo: quién había matado a Mercedes. Lo hacía sin rabia, casi con resignación, como quien busca confirmar lo que ya sabe.

Nunca obtuvo una respuesta oficial. Pero todos entendían que, en la guerra de las esmeraldas, los asesinatos no eran casuales. Mercedes fue víctima de una batalla silenciosa, una disputa por el control de la tierra y de la piedra que movía millones.

Cuando Carranza murió en abril del año siguiente, muchos dijieron que se fue con ese nombre atravesado en la garganta. El de ella. Mercedes Chaparro. La mujer que lo acompañó cuando todos los demás se habían ido. La única que, sin ser esmeraldera de nacimiento, terminó pagando el precio más alto por haber creído que aún era posible hablar de paz en un territorio hecho de guerra.

* Esta historia la narra el historiador Petrit Baquero en su libro Las guerras esmeralderas en Colombia

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