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Desafiliación de Marcela Aguiñaga: ¿Un Caso de «Opoficción» en el Contexto Político Ecuatoriano?

Desafiliación de Marcela Aguiñaga: ¿Un Caso de «Opoficción» en el Contexto Político Ecuatoriano?

La desafiliación de Marcela Aguiñaga de la Revolución Ciudadana —episodio adornado con sabrosos destellos de comicidad involuntaria: sus empleados recibiéndola en la Prefectura del Guayas con lluvia de flores y salvas de aplausos, en una teatralidad absolutamente espontánea que ella, naturalmente, en modo alguno habría coordinado con los camarógrafos ubicados, por pura coincidencia, en los ángulos exactos para producir el vídeo que luego subió a sus redes sociales— ha suscitado suspicacias entre quienes observan el tablero político ecuatoriano.

Roberto Aguilar, en su columna del 05 de diciembre de 2025 en diario Expreso, advierte que «[no se puede] descartar la posibilidad de que todo esto no sea sino un montaje y Aguiñaga sea llamada a último momento para hacerse cargo del chiringuito».

Utilizando un término acuñado para describir tácticas chavistas en Venezuela: bien podría tratarse de «opoficción», ese curioso hibridaje de oposición y ficción, mediante el cual una estructura político-criminal cuenta con los incentivos suficientes como para fabricar sus propios antagonismos internos y, así, simular el surgimiento orgánico de alternativas políticas renovadas (que, por supuesto, no son sino refritos cosméticos de lo mismo).

Existen, al menos, tres motivos que podrían otorgar a esta hipótesis una solidez inquietante, y que configuran una secuencia lógica donde cada elemento ilumina y explica al siguiente. Este texto es, pues, un ejercicio de taxonomía: mostrar cómo el término «opoficción» puede describir este episodio con mayor fidelidad analítica que esa categoría tan heroica que Aguiñaga preferiría adjudicarse para sí misma: la «disidencia».

Conviene comenzar por el principio, que en este caso significa comenzar por el final: por aquello que Aguiñaga calla con tanta elocuencia como habla de otras cosas. Porque existe un elefante en la habitación, y ese elefante tiene forma de red criminal procesada por el magnicidio de Fernando Villavicencio. Y Marcela Aguiñaga no es que haya visitado ocasionalmente esa habitación: más bien parece haber amoblado una de sus alas.

Tenemos al Latin King Ronny Aleaga —hoy disfrutando casualmente (porque en el correísmo todo es mera casualidad) de la hospitalidad venezolana bajo protección del narcodictador Nicolás Maduro—, a quien Aguiñaga llamaba «hermano». No un «hermano» metafórico, sino en ese sentido cálido que incluye compartir excursiones a la Plaza Roja de la Moscú de Vladimir Putin, peregrinaciones normalísimas para políticos ecuatorianos que la fotografía preservó para la posteridad.

Pero el caso de Aleaga, por pintoresco que resulte, es apenas el aperitivo. El plato fuerte llega con Xavier Jordán, otro procesado por el magnicidio de Villavicencio, con quien Aguiñaga mantiene al menos tres puntos de contacto.

Primera conexión: aparecer juntos en fotografías: esas molestas evidencias visuales que atiborran las redes sociales.

Segunda conexión, más sustanciosa: Aguiñaga habitó con su entonces pareja, Aldo De Genna, en la suite 1008 de un exclusivo edificio guayaquileño. Una dirección que adquiere tonalidades oscuras cuando periodistas (entre ellos, el propio Villavicencio en junio de 2022) sostuvieron que la propiedad podía ser vinculada a Xavier Jordán. Algo que ella ha dicho que es falso.

Tercera conexión, la más reveladora: ese mismo Aldo De Genna era socio empresarial de Xavier Jordán. No un conocido lejano: socio. Como el propio Jordán revela —involuntariamente— en sus conversaciones con el narcotraficante Leandro Norero, documentadas en los chats periciados judicialmente dentro del caso Metástasis.

Particularmente ilustrativo resulta el intercambio del 20 de septiembre de 2022, donde Jordán y Norero conversan sobre Lucía Fernández de De Genna y su hijo Aldo. Allí, con esa franqueza que solo florece entre colegas del ramo, Jordán explicaba haber terminado su relación con De Genna tras descubrir el desvío de $400.000 de una empresa.

Aguiñaga convivía con De Genna, quien era socio de Jordán, quien, a su vez, está vinculado al narcotraficante Norero. ¿Desconocía ella la naturaleza de ese entramado? La pregunta es retórica hasta rozar lo insultante. Porque cuando uno comparte techo con alguien involucrado en operaciones que mueven cientos de miles de dólares junto a personajes procesados por delincuencia organizada, asociación ilícita y magnicidio que se chatean con narcotraficantes, la defensa de la ignorancia requiere una ingenuidad de proporciones cósmicas—como el zapallo de Macedonio Fernández, ese que creció hasta hacerse Cosmos.

Y por si todo esto fuera poco —porque en este relato hay más, siempre hay más—, resulta que cuando Aguiñaga residía en aquella suite 1008 junto a De Genna (socio de Xavier Jordán), uno de sus vecinos de rellano era nada menos que Daniel Salcedo, también procesado por el magnicidio de Villavicencio. Salcedo ocupaba la suite 1010. Y en la suite 1012, completando esta geografía del infortunio con una bárbara elegancia, habitaba el exgobernador correísta Julio César Quiñónez.

Detengámonos en la arquitectura de esta mansión de la casualidad. No hablamos de un edificio cualquiera, sino de suites exclusivas consecutivas donde convivían: la ahora prefecta con su pareja (socio de Jordán, hoy procesado por magnicidio), otro procesado por el mismo magnicidio, y un exgobernador correísta. Una constelación de casualidades que desafía las leyes de la probabilidad con sublime desparpajo.

Uno podría conceder el beneficio de la duda ante una conexión aislada. Pero cuando son dos, tres, cuatro… la hipótesis de la casualidad se vuelve inverosímil. Emerge algo más denso: no es alguien que ocasionalmente se cruzó con criminales, sino alguien que habitó —literal y metafóricamente— su mismo ecosistema.

Este punto es crucial. No hablamos de una política con vínculos desafortunados, sino de alguien que formó parte del tejido conectivo de esa red. Que vivió en sus espacios, se fotografió con ellos, los llamaba «hermanos». Alguien que no puede alegar ignorancia porque esa naturaleza no era externa: era el medio donde respiraba.

Esta inmersión en una estructura criminal procesada por el magnicidio de un periodista que los denunció durante más de una década no es un dato periférico: es probablemente un dato central. Y su comportamiento tras el asesinato lo sugirió con una claridad que ninguna retórica puede oscurecer.

Tras el magnicidio, el correísmo —que había perseguido a Villavicencio durante años, obligándolo a refugiarse en la selva— se presentó como víctima (sí, como víctima). Y Aguiñaga, entonces presidenta del movimiento, jugó un rol particularmente revelador: cerca de la medianoche del 15 de agosto de 2023, ella presentó una impugnación formal contra el candidato que reemplazó a Villavicencio, utilizando un registro de supuesta doble militancia que este denunció como «totalmente falso». ¿El objetivo? Inhabilitar la candidatura que representaba a Villavicencio. Al día siguiente, el 16 de agosto, el CNE desestimó la impugnación: la documentación que presentó Aguiñaga carecía de validez; era una artimaña. Pero el episodio reveló ya la profundidad de una paradoja: proclamarse mártir de un crimen mientras se intenta eliminar, con métodos deshonestos, a quien asumió la candidatura de la víctima.

Este acto —ejecutado apenas días después del asesinato— no fue un exceso aislado ni un error de cálculo. Fue acaso la manifestación natural de alguien que no observaba la estructura criminal desde fuera, sino que era parte orgánica de su arquitectura. La clave que explica todo lo demás. Porque una vez comprendido esto, su posterior «ruptura» y su ausencia de escrúpulos dejan de sorprender y se vuelven completamente predecibles.

No es que Aguiñaga haya tenido un despertar moral insuficiente. Es que ese despertar quizá no podría ocurrir, porque uno no despierta éticamente de un sistema del que forma parte estructuralmente. Uno puede abandonarlo por razones estratégicas, por cálculos de poder, por ambiciones contrariadas. Pero la ruptura ética presupone una exterioridad que aquí nunca existió.

Y esa comprensión nos lleva naturalmente al siguiente punto: la naturaleza de su defección.

La exquisita transparencia de sus motivos

Habiendo establecido —con tan solo conectar una cosa con otra: hazaña casi imposible en países como el nuestro, como ya advirtió Edmundo Desnoes en su novela “Memorias del subdesarrollo”— que Aguiñaga no era una simple observadora externa de un ecosistema criminal procesado por el asesinato de un periodista, las características de su «ruptura» adquieren una lógica perfectamente consistente. La pregunta ya no es «¿por qué no tuvo un despertar ético?» sino «¿qué otra cosa esperar de alguien situado donde ella estaba?».

La justificación oficial de su partida exhibe una transparencia involuntaria que colinda con lo conmovedor. Aguiñaga no dice que se va porque descubrió la corrupción del partido—risible tras haberlo habitado durante más de quince años. No dice que se va porque ya no tolera los vínculos de la Revolución Ciudadana con el crimen organizado—aún más risible dada la naturaleza de sus propios vínculos directos e indirectos. No: Aguiñaga dice que se va porque fue «despojada de su espacio», apartada de las decisiones internas.

Es decir: el agravio parecería ser territorial, no moral. No es que el correísmo haya traicionado algún principio que ella valorara; es que el correísmo la traicionó personalmente, desplazándola de posiciones que consideraba suyas por derecho. La gramática de su queja no es la del disidente que descubre la verdad: se asemeja más a la del socio desplazado que reclama su participación en la distribución de prerrogativas.

Porque nótese la estruendosa ausencia de cualquier atisbo de epifanía ética. En su anuncio de desafiliación no hay mención alguna al caso Sobornos o al caso Metástasis, esos monumentos a la delincuencia organizada y a la corrupción sistémica. No hay palabra alguna sobre la persecución judicial a opositores, sobre crímenes de Estado como el del General Jorge Gabela o desapariciones forzadas como el caso de David Romo. No hay, por supuesto, la más mínima mención al magnicidio de Fernando Villavicencio.

Es todo lo contrario: Aguiñaga califica ese amplio historial delictivo del correísmo como «lawfare», como si ese término-muletilla convirtiera la evidencia criminal existente en mera persecución política con el simple acto de invocarlo. Y prodiga al expresidente prófugo Rafael Correa un río de alabanzas donde celebra la «mística de su trabajo» y su «amor por el servicio público».

A la luz de ese minimizado prontuario criminal y de la cercanía con la red del magnicidio, uno podría razonablemente concluir que a Marcela Aguiñaga no le perturba demasiado que la Revolución Ciudadana sea analíticamente indistinguible de una estructura criminal. Y es que cómo podría perturbarle, si ella misma formaba parte de su infraestructura operativa. Lo que parece perturbarle —lo único que parece perturbarle— es no controlar suficiente territorio dentro de ella: es eso lo que parece molestarle.

Esta lógica se asemeja más a la del pequeño capo desplazado que a la del disidente. Y esa lógica, precisamente, es la que mejor se acomoda a la hipótesis de la «opoficción»: no se trata de abandonar el proyecto en sí, sino de colonizar nuevos espacios políticos manteniendo intacta la arquitectura de fondo.

Porque si Aguiñaga realmente hubiera experimentado alguna conversión democrática, su primer gesto —el gesto mínimo e ineludible— habría sido distanciarse explícitamente de aquellos procesados por el asesinato de Villavicencio con quienes mantuvo vínculos tan estrechos. Habría ofrecido explicaciones sobre esas conexiones. Se habría solidarizado con las hijas de Villavicencio, quienes son hostigadas vilmente y casi a diario por alguien que merodeó en su círculo cercano y con quien incluso tiene fotos: Xavier Jordán. Habría expresado alguna forma de arrepentimiento, no por sus vínculos en sí, sino al menos por haber estado tan próxima a una red que está siendo procesada por un asesinato que conmocionó al país entero.

Pero ese gesto no ha llegado. Ese silencio persiste. Y ese silencio es más elocuente que cualquier declaración pública en la medida en que revela que Aguiñaga no puede permitirse quemar esos puentes. Presuntamente, no por sentimentalismo sobre viejas amistades, sino quizá porque esos puentes parecen ser una infraestructura operativa funcional.

Una disidente ética tendría que romper esos vínculos públicamente, aunque solo fuera para establecer credibilidad. Una operadora de «opoficción», en cambio, necesitaría mantenerlos abiertos precisamente porque su función es seguir operando dentro del mismo sistema pero bajo etiqueta renovada: en esencia, se trata de expandirse hacia espacios electorales que el correísmo ya no puede conquistar con su marca original.

Y esta comprensión —que Aguiñaga no sería disidente sino operadora, que su ruptura no sería ética sino estratégica, que su función no sería destruir el sistema sino replicarlo bajo nuevos nombres— se confirma cuando examinamos su trayectoria histórica.

“Seré sumisa una y mil veces”: El curriculum vitae

La tercera razón para la suspicacia reside en el propio historial de Aguiñaga: una biografía de lealtad inquebrantable al correísmo que atraviesa, sin fisuras visibles, cada uno de los momentos más sórdidos del movimiento. Aquí es donde la imagen completa se cristaliza, donde los elementos anteriores pueden ser leídos no como anomalías sino como corolarios de un rol que ha desempeñado consistentemente durante casi dos décadas.

Aguiñaga no es recién llegada, ni figura periférica. Ocupó la cartera de Ambiente (2007-2012), para luego ascender a asambleísta por el correísmo durante ocho años (2013-2021). Estuvo presente —votando, defendiendo, legitimando— mientras se desarrollaban paralelamente los acontecimientos que quedarían documentados en el caso Sobornos y Metástasis, la persecución judicial contra opositores y otros episodios que han enriquecido los anales de la historia reciente. Atravesó ese vía crucis ético sin manifestar el menor atisbo de disidencia. Votó a favor de todas las iniciativas. Defendió cada escándalo con disciplina de soldado de línea. Nunca cuestionó, nunca dudó, nunca titubeó. En sus ahora célebres palabras, pronunciadas en el hemiciclo de la Asamblea Nacional, declaró: «Seré sumisa una y mil veces». Para sorpresa de nadie, luego ascendió al rol máximo: presidenta nacional del movimiento (2021-2023).

Y ahora, súbitamente, en diciembre de 2025, cuando se aproximan las elecciones seccionales de 2027, cuando el correísmo ha perdido ya tres elecciones presidenciales consecutivas, cuando el movimiento está atrapado en una vorágine de escándalos, cuando sus vínculos con el narcotráfico se han vuelto innegables (con Correa defendiendo con rabioso fervor a Maduro, ese narcodictador sobre cuya cabeza pesa una recompensa de 50 millones de dólares de la DEA), cuando hasta el magnicidio de un candidato ha sido vinculado a su red, ahora, en este momento de máximo desgaste, decide Aguiñaga tan convenientemente que ha llegado el momento de su despertar democrático.

El montaje y sus beneficiarios

La pregunta cardinal persiste: ¿qué motivó verdaderamente la supuesta ruptura de Marcela Aguiñaga con el correísmo? Resulta poco convincente invocar una epifanía ética súbita respecto al movimiento que —por alguna razón— ella ha decidido mantener en privado, o el descubrimiento tardío e inconfesable de evidencias comprometedoras.

La explicación más plausible no señala a un cambio de principios, sino de cálculo político. Tras tres derrotas electorales consecutivas y una marca irremediablemente erosionada, la estructura correísta requiere ensayar nuevas plataformas que, bajo el velo de la renovación, capturen el voto de los desencantados. En este contexto, la operación Aguiñaga encaja con precisión casi quirúrgica en una estrategia de «opoficción»: se mantiene suficientemente correísta para preservar la lealtad de base, mientras se comercializa ante el público como una opción «renovada» o, incluso, como una “tercera vía”.

Esta posibilidad se refuerza al indagar quién se beneficia realmente de la maniobra. El beneficiario primordial no es Aguiñaga como figura individual, sino precisamente la red política acorralada que, tras sus reveses, descubre en esta operación un mecanismo de supervivencia y continuismo disfrazado de metamorfosis.

Visto así, Marcela Aguiñaga no emerge como disidente genuina, sino como el producto más refinado del correísmo en su fase de descomposición avanzada: un instrumento que, mediante un teatro deliberado—gestos calculados de independencia, silencios elocuentes, alabanzas sostenidas a Rafael Correa—, fabrica la ilusión de cambio necesaria para perpetuar el núcleo de poder. Su postura no constituye una ruptura, sino la confesión tácita de que el correísmo ha ingresado en esa fase terminal donde la supervivencia exige el disfraz, y donde la renovación proclamada no es sino la última astucia de lo que se niega a morir.

Así nace —con razonable sospecha— la primera gran puesta en escena de “opoficción” por parte de esa estructura criminal llamada correísmo.

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