Adolfo Reyes: El Magnate de la Muerte Tras el Accidente del Ferrari Amarillo en La Calera
Adolfo Reyes no nació millonario, pero alrededor de la muerte con su red de funerarias ha creado un imperio, tiene una colección de ferraris y motos en su mansión.
Adolfo Reyes se acostumbró desde joven a observar la muerte como un territorio donde otros ven límites y él veía posibilidades. Nunca lo dijo en voz alta, pero en su manera de moverse en los negocios quedaba claro que entendía ese mundo como un sistema donde cada detalle importaba y cada oportunidad tenía un valor. Durante décadas, construyó un imperio alrededor de ese oficio silencioso que acompaña a las familias en sus momentos más frágiles. Y mientras la ciudad despertaba esta semana con la noticia del accidente de un Ferrari amarillo en la vía a La Calera, su nombre volvió a aparecer, esta vez en medio del desconcierto por un choque que dejó heridos y, al parecer, la muerte de un motociclista.
En la escena aún no estaba claro si Reyes conducía o no el Ferrari 488 GTB modelo 2016, una de las joyas de su colección. Las primeras versiones solo hablaban de un auto que perdió el control, atropelló a un motociclista y alcanzó a golpear a varios ciclistas. Ese carro, el mismo que algunos conocían por aparecer de vez en cuando en eventos de motores, se convirtió de inmediato en el centro de la conversación sobre un hombre que para muchos ha sido una figura tan sólida como distante.
Reyes nunca se describió a sí mismo como un magnate, pero en el sector funerario lo veían como el dueño de un territorio que había logrado abarcar casi por completo. Dirigía Capillas de la Fe y una docena larga de empresas conectadas entre sí: funerarias, floristerías, fábricas de ataúdes, flotas de carrozas y servicios de traslado. Todo formaba parte de un engranaje que llevaba décadas funcionando con precisión. Desde hacía años, su nombre circulaba con la naturalidad de alguien que se volvió inevitable en cualquier conversación sobre el negocio funerario en Colombia.
No heredó tierras ni propiedades, pero sí cierta disciplina de familia trabajadora. Su abuelo llegó a Bogotá cuando la ciudad aún parecía detenerse en la calle 20. Montó un taller de mecánica y se convirtió en uno de los primeros vendedores de repuestos usados en La Estanzuela, un barrio que siempre olió a grasa y gasolina. Ese ambiente marcó al nieto, que aprendió pronto a reconocer el ruido de los motores y el valor del trabajo constante.
Más tarde, junto a su padre, empezó a vender lotes en cementerios para una funeraria del norte de Bogotá. Con una comisión por cada espacio vendido, descubrió que la muerte tenía un mercado propio, uno que exigía tacto, velocidad y olfato para los momentos en que una familia necesitaba ayuda. En esa época también abrió un pequeño local frente a Medicina Legal. El escritorio viejo, dos sillas y un cuadro en la pared eran suficientes para empezar a construir contactos. Llegaban familiares todos los días a reclamar cuerpos y él se acercaba para ofrecer soluciones. Fueron años duros, impulsados por la violencia que marcó los 80, pero para él fueron también años de aprendizaje.
El gran giro llegó cuando los planes exequiales empezaron a expandirse en el país. Las familias podían pagar mes a mes sus futuros funerales, y eso transformó por completo la dinámica del sector. Reyes entendió la oportunidad. Vendió un carro, reunió los ahorros que tenía y en 1993 creó su primera empresa. Tocó puertas en entidades públicas y privadas hasta construir una red de clientes que creció de forma constante. El contrato que lo llevó a otro nivel fue el del Ministerio de Defensa. Desde entonces, los funerales de miles de uniformados quedaron bajo su servicio, y esa cuenta se convirtió en la columna vertebral de su expansión.
Con el tiempo dejó de alquilar salas de velación y empezó a comprar funerarias. Abrió unas, luego otras, y multiplicó su presencia hasta sumar más de 200 salas en diferentes ciudades. Sus afiliados llegaron a casi un millón, y cada mes recibía pagos que iban desde cifras mínimas hasta aportes más altos según el plan contratado. Para entonces ya tenía carrozas fúnebres, buses para traslados, floristerías propias y una fábrica de ataúdes que podía distribuir miles de unidades al año.
Su relación con los viejos funerarios del centro de Bogotá se fue desgastando a medida que su negocio crecía. Lo veían como alguien que había roto códigos antiguos del oficio, que se había quedado con lo que antes era de muchos. Él dejó de freqentar los lugares donde alguna vez esperó clientes y se movió hacia otro mundo: reuniones con empresarios, recorridos en motocicletas de lujo y tardes manejando alguno de sus Ferrari, nueve en total. También tenía un parque cenizario en La Calera y otras inversiones que completaban un portafolio inmenso y reservado.
Ayer, después del accidente, su nombre volvió a la conversación pública. No era común que apareciera en titulares. Casi siempre prefería la discreción, aunque su colección de autos llamara la atención. Hoy vuelve a ser mencionado, no por sus negocios ni por su poder, sino por un choque que abrió preguntas sobre la responsabilidad, la velocidad y la fragilidad que a veces se esconde detrás del lujo. Mientras avanza la investigación, el país vuelve a mirar al empresario que construyó su fortuna en el territorio donde la muerte y los negocios se cruzan desde hace décadas.



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