Ministras Insensibles: La Irresponsabilidad de las Líderes en Crisis Humanitaria en Cuba y Venezuela
Hace unos días, el 14 de julio, la ministra de Trabajo y Seguridad Social de Cuba, Marta Elena Feitó Cabrera, declaró que en la isla “no hay mendigos, hay personas disfrazadas». De quienes hurgan en la basura dijo que no lo hacen en procura de alimentos sino que: “Están buscando latas. No están buscando comida. Eso tampoco es verdad. Esos son patrones que nos tratan de imponer. Son ilegales del trabajo por cuenta propia que están violando el fisco.» Y quienes limpian parabrisas en el tráfico son, según ella, «personas que han buscado un modo de vida fácil en un semáforo» y que usan el dinero para «tomar bebidas alcohólicas en la esquina.»
Todo esto lo aseveró la exministra (renunció al día siguiente) ante la Asamblea Nacional del Poder Popular (el Parlamento cubano), integrada por 470 diputados, de los cuales 456 (97%) son miembros del Partido Comunista de Cuba; y en un contexto de tan grave crisis económica y escasez en Cuba que, según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH), el 89% de la población vive en pobreza extrema.
Tal es el extremo de la burla, el horror de la crueldad, que hasta Díaz-Canel, presidente de Cuba, reaccionó a las declaraciones de su ministra, en un gesto muy inusual, y escribió en Twitter: «Muy cuestionable la falta de sensibilidad en el enfoque de la vulnerabilidad […] Ninguno de nosotros puede actuar con soberbia, actuar con prepotencia, desconectado de las realidades que vivimos.» No mencionó a la desalmada, pero en cuestión de horas le arrancó la mano con que aquella le entregaba la renuncia.
Desde luego, las barbaridades de la ministra del corazón de hielo distan mucho de ser aisladas o de constituir una excepción en el modo que tiene la nomenclatura comunista de referirse al castigado pueblo cubano. La diferencia es que esta vez la tesis fue proferida en el ámbito de una sociedad hambreada hasta la extenuación y sometida a los rigores de unos “servicios públicos” que parecen inspirados en el sitio de Numancia.
Así son. Las mujeres de las “revoluciones humanistas” son así. Tan insensibles como los hombres insensibles, despóticas y brutales como sus colegas masculinos, como si no anidara en ellas la piedad por el otro que cabe esperar del alma de mujer o, por lo menos, que con tanta claridad postulan las cosmovisiones prehispánicas y afrocaribeñas a las que dicen adscribirse.
El que se fue no les hace falta
La burrada de Feitó no está muy lejana de los bestiales dictámenes de las mujeres que han tenido poder con el chavismo. Ya en 2006, cuando la emigración venezolana era un fenómeno incipiente y selectivo, no la estampida que sería luego, la entonces ministra de la Secretaría para la Presidencia, Blancanieves Portocarrero, afirmó que aquí no había «ningún muchacho bueno o sano que se quisiera ir a Miami» y concluyó que el que se iba no hacía falta. Se refería a una diáspora compuesta, sobre todo, por una población altamente calificada, que incluía muchos afectados por los despidos en PDVSA tras el Paro Cívico Nacional. Entonces, los destinos más comunes eran Estados Unidos y España, beneficiarios de la fuga de cerebros.
Portocarrero no inauguraba la tradición chavista de insultar a quienes se les opusieran, pero sí fue precursora del hábito de escarnecer de la diáspora, protocolo de los gobiernos chavistas para minimizar la crisis migratoria, para degradar a quienes han huido del horror “bolivariano” tratándolos de malandros o de imbéciles manipulados, así como para culpar a factores externos por la masiva salida de ciudadanos.
Pasado el tiempo, cuando la migración venezolana llegó a las primeras planas de la prensa mundial y fue calificada, en contextos internacionales, como una de las mayores y más rápidas crisis de desplazamiento de personas en el mundo, los voceros del régimen se unieron en una coral para repetir, primero, que eso era tan así, que tampoco se habían ido tantos… que eso no era más «campañas de desprestigio», «bloqueo económico», «guerra económica», “sanciones”. Y cuando ya no pudieron subestimar el número real de emigrantes o presentar la diáspora como un fenómeno menor, optaron por infamar a los migrantes tachándolos «traidores a la patria» e «ingenuos» que cayeron en el engaño.
Ninguno, ni uno solo, reconoció la desesperazón, la absoluta falta de perspectivas, el miedo, que lleva a la gente a dejar su país y sus familias para lanzarse a un mundo ajeno. La postura del régimen en bloque de minimizar la crisis económica y social fue, en sí misma, una forma de descalificar la zozobra que expulsó a millones de venezolanos.
De manera que, cuando nuestra crisis de refugiados fue comparada con la de Siria, por la rapidez y el volumen de personas que salieron en un corto período, Delcy Rodríguez, la mujer más poderosa del periodo madurista, actual Vicepresidenta Ejecutiva de Venezuela, se ha cansado de atribuir la emigración a «campañas de guerra psicológica»; esto, es, que la decisión de emigrar, dura como pocas, no es autónoma, sino inducida por agentes externos, dado que los migrantes carecen de criterio o tienen motivos válidos.
Sobreprecio y menosprecio
En una reflexión acerca de la contradicción entre la imagen de la mujer como figura de cuidado y nutrición y un discurso que desprecia a quienes sufran por los abusos del socialismo militarista, no puede soslayarse la mediocre figura de la funcionaria chavista Jacqueline Faría, recordada por dos cosas: 1) los inmensos presupuestos que manejó para construir el acueducto “Luisa Cáceres de Arismendi”, en Margarita y para sanear el río Guaire, en Caracas, en ambos casos, el dinero se desapareció y los proyectos no se hicieron realidad y) 2) por ser la autora de la expresión «colas sabrosas«, acuñada en octubre de 2015, en un periodo de escasez y largas filas para conseguir productos básicos en Venezuela. Las colas, largas, penosas, sin pauta de comienzo y fin, eran un tormento diario, sobre todo, para los más pobrs.
Un año después, la misma funcionaria, siempre favorecida por cargos con manejo de ingentes recursos, dijo que «Los venezolanos aprendieron a comer sin azúcar» para reírse y normalizar la escasez de un producto básico que formaba parte esencial de la dieta venezolana y que, antes de la llegada de los voraces revolucionarios era rubro de exportación. Ningún chavista admitió jamás la dificultad que esto representaba para las familias. Ni siquiera las “líderes de base”.
Las mujeres en el poder chavista niegan o distorsionan la situación de penuria y vulnerabilidad con la misma de sus compañeros masculinos. Todas han roto con la expectativa cultural (histórica y mitológica) de la mujer como portadora de empatía, cuidado y conexión con el sufrimiento humano.
No es mucho pedir. Algunas pensadoras de la diferencia (como Luce Irigaray o las del ecofeminismo) plantean que la capacidad de gestar y dar a luz, así como la experiencia del cuerpo en sus ciclos y conexiones vitales, genera un conocimiento y una sensibilidad particular hacia la vida, la vulnerabilidad y la interdependencia. Y la psicóloga Carol Gilligan dice que las mujeres tienden a desarrollar una «ética del cuidado» (centrada en las relaciones, la responsabilidad y la atención a las necesidades de los demás) que difiere de la «ética de la justicia» más abstracta y basada en reglas, tradicionalmente atribuida a los hombres.
Nada de eso puede esperarse de la revolución ni de las revolucionarias. Las declaraciones de las ministras cubanas y venezolanas, al negar o deshumanizar la precariedad y la migración, al refutar la realidad del sufrimiento y descalificar a los vulnerables, no solo chocan con una expectativa contemporánea de empatía, sino que contradicen profundamente una herencia ancestral y cultural hispanoamericana y afrocaribeña que ha valorado históricamente la conexión de lo femenino con la vida, la vulnerabilidad y una sabiduría que se forja en el cuidado y la compasión por el otro.
Su discurso, por tanto, constituye una ruptura con un legado cultural profundo del papel de la mujer como portadora de una sensibilidad esencial para la comprensión del mundo; y se alinea con una lógica de poder que privilegia el control y la narrativa oficial por encima de la empatía y el reconocimiento del dolor ajeno.



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