Fragmentado represor – La Gran Aldea
―Chamo, ¿cuántos años tienes tú?
―Tengo 30.
―¿Y a qué te dedicas?
―Soy periodista.
―¿Ah, sí? ¿Dónde estudiaste?
―En la Universidad Cen…
―Sí, sí yo sé, yo era de Faces, la diferencia es que yo soy de izquierda.
Quien nos interroga es un funcionario de la DAET (Dirección de Acciones Estratégicas y Tácticas, adscrita a la Policía Nacional Bolivariana), el domingo 28 de julio, afuera de la Casa Robert Serra, en Puerta Caracas, en La Pastora.
Nos tienen detenidos a mí y a otras dos personas. Queríamos presenciar, como ciudadanos, el escrutinio de las actas de las elecciones, tal como lo establece el artículo 334 del Reglamento General de la Ley Orgánica de Procesos Electorales: “El acto de escrutinio es público y los integrantes de la Mesa Electoral permitirán la presencia de las electoras o electores y las o los testigos, sin más limitaciones que las derivadas del espacio físico y la seguridad del acto electoral”.
Pero eso no fue posible. Primero fue la resistencia de los funcionarios del CNE para dejarnos entrar al centro de votación, luego el amedrentamiento de los llamados grupos colectivos del gobierno y ahora la detención por parte de la policía.
Llevamos cerca de dos horas y los vecinos han bajado a respaldarnos.
El oficial nos ha quitado las cédulas, y en mi caso también mi credencial del Colegio Nacional de Periodistas, que me pidió al enterarse de mi profesión. Dice que va a rastrearnos y le comenta a otro funcionario que solicite refuerzos de la Digcim (Dirección General de Contrainteligencia Militar).
“Nos jodieron”, me dice un pana. A él también le quitaron su cédula. Solo pensar en la llegada de la Digcim nos puso a temblar, y no, no nos da pena admitirlo.
Después de unos minutos, el funcionario regresa. Entonces, ya estamos rodeados de los vecinos de Puerta Caracas, que no paran de grabar y de dejar registro de toda la situación. Al fondo, se escuchan consignas de los colectivos.
―Tú no eres de aquí, ¿de dónde coño eres tú?
―De Petare.
― ¿Ves? Eso es un indicio de que andas en algo raro.
Sí, estamos jodidos.
El relato
El mar de gente en la mañana era abrumador. Nunca, en 25 años de chavismo, había visto algo similar. Solo los libros de historia relatan un proceso parecido: la fiesta electoral de diciembre de 1947, de la que salió electo Rómulo Gallegos.
En la escuela Rafael Napoleón Baute, uno de los colegios y centros de votación más grandes de la parroquia Petare, la cola era lo suficientemente larga como para durar tres horas en ella. La gente, lejos de parecer cansada por el calor de un domingo al mediodía, parecía disfrutarse el proceso, con una que otra cerveza que se arreglaban para conseguir pese a la prohibición de bebidas alcohólicas.
Mientras llegaba la tarde, la afluencia de personas bajaba en los centros. Siguieron al pie de la letra las instrucciones de María Corina Machado: votar temprano. Luego, decidimos irnos a La Pastora porque quería hacer una cobertura desde allá, que en años anteriores fue un bastión del chavismo, pues no queríamos quedarnos solo con las imágenes de los barrios del este caraqueño.
Y llegamos de una a presenciar el escrutinio en el colegio San Judas Tadeo, cerca de Puerta Caracas. El funcionario del Plan República que nos recibió dijo que estaban esperando una orden para cerrar el centro, pese a que ya eran más de las seis. Ya había un grupo esperando por lo mismo. Así que decidimos dividirnos: unos se quedarían ahí, presionando, y otro –en el que yo estaba–, optamos por dirigirnos a la Casa Robert Serra, que todavía permanecía abierta.
“No van a pasar, no me van a embochinchar mi centro”, gritaba la coordinadora del CNE al frente de ese centro de votación. No podía darnos respuestas plausibles. No las tenía. Su decisión era arbitraria. Era un no y punto. Luego, con la llegada de los colectivos, otra mujer apareció y comenzó a amedrentar: “No me da la gana de que entren, de aquí para adentro mandamos nosotros”.
Entendimos que no lograríamos nada, pero a punto de irnos, la policía llegó.
Ahí fue cuando empezó el interrogatorio. Al principio, el discurso del funcionario parecía conciliador. De hecho, llegó a admitir que nosotros éramos los agredidos. Sin embargo, a medida en que pasaba el tiempo y aumentaba la presencia de colectivos chavistas, su voz se fue volviendo amenazante, sobre todo cuando le pedimos que también rastreara los agresores y no solo a nosotros.
―Ustedes no me tienen que decir a mí cómo hacer mi trabajo.
Se volteó hacia los vecinos y les lanzó: cuidado con lo que suben, llego a aparecer en algún video en redes y yo mismo voy a ir directo a buscarlos, así se escondan.
Sin embargo, la gente no se callaba. Exigían que nos soltaran y reclamaban igualdad de trato frente a los agresores. Impotente ante la multitud, y tal vez temeroso ante lo que pudiera ocurrir bajo su control de la situación, el funcionario bajó la voz de nuevo.
Era como hablar con dos personas al mismo tiempo. Tenía un carácter que subía y bajaba, como si tuviera momentos de lucidez, pero el mandato, el instinto represor, se impusiera con intermitencia.
En uno de esos bajones, logramos que nos entregara nuestros documentos, pero de nuevo, la altisonancia se impuso y nos lanzó una última sentencia a los tres:
―Ustedes no van a poder solos contra este gobierno.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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