El delito de las vendedoras de empanadas
Debe ser el episodio más célebre de los días recientes, tan elocuente como la campaña arrolladora de María Corina Machado y la exitosa presentación de la candidatura presidencial de Edmundo González en La Victoria. Un episodio de maldad y pequeñez que conduce a reflexiones terribles, a una sensación de peligro y oscuridad que debe mantenernos en vela.
Como se sabe, durante su gira por Apure, María Corina Machado se detuvo en un humilde expendio de comidas en la localidad de Corozo Pando y encargó catorce desayunos para los miembros de su comitiva. Las propietarias del lugar no solo se regocijaron por un pedido que aliviaba sus aprietos económicos. También manifestaron simpatías por la cliente y se tomaron fotos con ella. Las imágenes no solo indican la alegría de las dueñas del establecimiento porque salvaron el día con el pedido, porque jamás habían vendido tanto de un solo tirón, sino también el honor que les hacía la visitante. De inmediato las fotos circularon por las redes sociales, como parte de la propaganda habitual en estas lides.
Todos lo sabemos, pero se debe insistir en que María Corina Machado no se había detenido en un parador de lujo, sino en un modesto expendio de esos que abundan en las orillas de nuestras carreteras en procura de clientes para la supervivencia. No la esperaban unas chefs de estrellas Michelin, sino dos cocineras pueblerinas que habían levantado un tarantín para sobrellevar los aprietos de la familia, para solventar precariedades que de otra manera no encontrarían remedio. Para seguir viviendo y para mantener a los hijos en la medida de lo posible, en suma. De allí la felicidad producida por una media hora de trato con una señora que no solo llamaba la atención por su celebridad en todos los rincones del mapa, sino también porque compraba y pagaba de contado catorce desayunos.
El colofón del episodio es de dominio público. Después de que circularan imágenes del encuentro en las redes sociales, llegaron al local unos funcionarios del Seniat y lo cerraron por problemas de impuestos, o por alguna otra infracción que se desconoce. De nada valieron las explicaciones de las «infractoras», quienes seguramente desconocían las normas impositivas u otra especie de requisitos de funcionamiento, como es usual en el tipo de negocios familiares y orilleros sobre los cuales jamás se ha ejercido vigilancia, o que han persistido debido al auxilio de las vistas gordas que jamás han faltado en los vecindarios rurales. Fue el único emprendimiento del lugar que visitó el Seniat, habitualmente ausente y ahora escrupulosamente diligente, y el único negocio que clausuró.
Parece innecesario explicar que no se trató entonces de un problema de tributos y multas, de normas y requisitos, sino de una asquerosa retaliación cometida sin rubor.
Que el episodio sucediera sin ocultamiento en plena campaña electoral, cuando todos los focos han decidido seguir los pasos de María Corina Machado, es de una elocuencia devastadora. Lo normal, si cabe el término cuando se juzga la conducta de una dictadura, era llevar a cabo una operación sigilosa, una arbitrariedad que no llamara la atención para no soliviantar los ánimos ni provocar una nausea generalizada cuando está en juego un asunto tan importante la presidencia de la república, pero los señores del régimen quisieron que toda la sociedad se enterara del suceso. Ya habían llevado a cabo hostigamientos groseros de la misma naturaleza, mediante la clausura de hoteles que habían hospedado en otros lugares a la candidata y de restaurantes que la habían atendido junto con sus allegados, pero no habían tocado extremos de aberración y desproporción como los que ahora nos ocupan. Sin siquiera pensar en que arrojaban un búmeran, se ensañaron contra una representación de las clases humildes, contra unas pobres trabajadoras que solo podían provocar solidaridad al ser maltratadas y vejadas.
O sabiendo cabalmente lo que hacían, sin pesar las consecuencias de algo tan abominable. Más bien pesándolas de antemano en balanza de precisión, para que toda la sociedad se entere de los límites que están dispuestos a traspasar y de las barreras que derribarán, a patadas si es necesario, para mantenerse en el poder.
El caso de las vendedoras de empanadas no solo conduce a una repugnancia colectiva, por consiguiente, sino también a la necesidad de prepararnos como sociedad frente a las porquerías que faltan, frente a un desfile de arbitrariedades llevado hasta su cima.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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