Venezolanas en frontera son más vulnerables a explotación sexual
Querían huir de Venezuela, pero no lo lograron. Querían encontrar un trabajo digno pero la mayoría de las ofertas laborales que encuentran en la frontera con Colombia las acercan a la explotación sexual. Están atrapadas en las violencias que sufren quienes sobreviven en los rancheríos instalados en la ribera del río Táchira
Créditos: Rosalinda Hernández/ Ilustraciones: Ernesto Cáceres/ Acompañamiento editorial: Edgar López
Son las 2:00 de la madrugada y Alvence (*) se prepara para comenzar su jornada laboral. Debe apurarse con la preparación de las arepas y el café porque pronto llegarán a la zona sus clientes: cientos de venezolanos y venezolanas que huyen del país; que lo siguen haciendo a pesar de todos los peligros, los conocidos y los desconocidos, que puedan encontrar en el camino.
Pero a Alvence le cuesta concentrarse, no logró conciliar el sueño durante las pocas horas que tuvo para dormir. La madrugada ha estado “muy movida”, ha habido más “ruido” de lo normal en la casa de vecindad donde vive alquilada.
“Ahí, mientras preparaba el café, oía los gritos y gemidos de la gente teniendo sexo. Eventualmente oía los escándalos que formaban los borrachos y alguna que otra pelea salía de los cuartuchos de paredes desteñidas con baños compartidos. Es que buena parte de las muchachas que viven allí son de mala vida”, recuerda la mujer y agrega que con eso debía lidiar a diario.
“Un día se me acercó un hombre casi desnudo que salió del cuarto de una de las mujeres y me propuso que me uniera a ellos para hacer un trío. Ellos estaban en el acto sexual y empezó a decirme desastres… Ese día dije: Dios mío ¿qué hago yo aquí?”, prosigue la mujer de 47 años de edad.
El 4 de octubre de 2017, Alvence y su hija de 19 años de edad, llegaron a San Antonio del Táchira, la principal vía de escape de venezolanos y venezolanas que buscan un mayor bienestar en otros países, el que les está negado en el suyo. Procedían de Valencia, estado Carabobo. Ambas son migrantes internas y no están incluidas en los registros cuantitativos del éxodo masivo internacional, que supera los 7,7 millones de personas, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En todo caso, Alvence y su hija también son personas que han huido de las calamidades en los lugares donde viven; son personas que merecen protección.
El destino de Alvence era Ecuador, donde la esperaba una prima que le ofreció trabajo en peluquería. Su estadía en la frontera venezolana sería breve, un mes era lo previsto. Un hijo la esperaba en San Antonio para ayudarla a completar el periplo. Le habían dicho que en la frontera hacer dinero era muy fácil. “Era la ciudad de las oportunidades. Nos dijeron que aquí hasta por reírse usted ganaba plata”.
Cuenta cómo vivía (o sobrevivía) en Valencia: “Me deprimía mucho y me puse flaquita como una aguja. Llegó un momento en que solo comía arepa de masa de maíz pelado, arroz picado o yuca sancochada en la mañana, al mediodía y en la noche. No había ni un pedacito de queso. El café lo tenía que recolar por varios días. Llegó un momento en el que me quería morir. Además, el papá de mis hijos, un militar, se fue y nos abandonó”. Alvence no puede contener el llanto y se seca los ojos con las manos tostadas por el sol de la frontera.
“No tenía champú, no había desodorante ni papel higiénico. Cuando me llegaba el período eso era un desastre; me irritaba y muchas veces me tocó usar trapos. Quería cambiar mi situación, pero al llegar aquí a San Antonio, nos estrellamos con la realidad. Nada era como nos lo pintaron”.
En efecto, en San Antonio la situación de Alvence no mejoró. Tuvo que separarse de su hijo y se vio obligada a vivir en esa casa de vecindad ocupada por mujeres “de la mala vida”. Así se refiere a las migrantes venezolanas varadas en la frontera con Colombia que son víctimas de explotación sexual.
“¿Café y algo más?”
Una madrugada, mientras Alvence vendía café, un hombre la persiguió por las calles adyacentes a la avenida Venezuela de San Antonio. “Vi que me seguía desde muchas cuadras antes. Yo me detuve en el parque. El joven se me acercó y pidió un café, se lo serví y me pagó sin novedad. De pronto se me acercó y me dijo: “necesito saber cuánto cobras para que salgas conmigo”. Le dije: te equivocas, yo vendo café. Tú eres un muchacho y yo soy una mujer adulta y aparte de eso, yo no estilo hacer esas cosas”.
El muchacho tendría unos 22 años, recordó Alvence: “Era insistente en que tenía que salir con él. Me decía ‘piénsalo’ y me anotó el número de teléfono en un papelito. Antes de irse, me volvió a decir “piénsalo”. Le dije que no tenía nada que pensar. Era muy insistente y, finalmente, entendí por qué se había fijado en mí: ‘yo la he visto saliendo de la pensión del barrio Miranda, usted vive ahí y todas las mujeres de esa residencia lo hacen, ¿por qué usted no lo va a hacer?’”.
Alvence se mudó a otro lugar. Sin embargo, con la mudanza no se resolvió el problema: “Parece que uno lo cargara en la frente -dice con sentida indignación- pues donde me paraba o sentaba para vender el café, se me acercaba algún tipo y decía: ‘¿café y algo más?’ o ‘¿cuánto cobras? Más de una vez me tocó mandarlos a la mierda”.
La explotación sexual acecha a las migrantes venezolanas varadas en la frontera. Están en una situación de vulnerabilidad extrema, al punto de que a veces no tienen qué comer y el intercambio de sexo por comida es una posibilidad que está latente. Para algunas de ellas, ejercer el “sexo por supervivencia” representa una tentación. En la mayoría de los casos, no se trata de un trabajo sexual voluntario sino forzoso; es decir, determinado por las circunstancias tan apremiantes en que ellas sobreviven.
La población femenina migrante se ha visto fuertemente afectada por su cosificación como objeto sexual. 32,7% de las personas que ejercen el trabajo sexual en Colombia son extranjeras y casi todas son provenientes de Venezuela, según datos de la Secretaría de la Mujer por intermedio del Observatorio de Mujeres y Equidad de Género.
Alvence salió despavorida huyendo de la casa de vecindad que funcionaba como un prostíbulo y consiguió alquilar un espacio en la comunidad de “Mi pequeña Barinas”, ubicada al margen del río Táchira, que marca la frontera entre Venezuela y Colombia. En esa zona están otros dos rancheríos: “Che Guevara” y “Ezequiel Zamora”. Los tres se edificaron a principios del 2004, con la llegada de personas colombianas a San Antonio, muchas de las cuales escapaban de la violencia en su país y tomaron al pie de la letra la orden dictada por el expresidente Hugo Chávez: “intervenir” todo terreno, público o privado, urbano o rural que se encontrara ocioso.
Once años después, específicamente la noche del 19 de agosto de 2015, en la zona se ejecutó una Operación Liberación del Pueblo (OLP): aproximadamente 1.500 militares irrumpieron en los rancheríos para desalojar a sus habitantes y despejar el área; todo ello en el contexto del cierre de la frontera con Colombia dispuesto por el presidente Nicolás Maduro.
Aquello quedó, literalmente, como tierra arrasada. Sin embargo, con la misma anarquía que signó el nacimiento de Mi pequeña Barinas, Ché Guevara y Ezequiel Zamora, a partir de 2017 los terrenos fueron invadidos de nuevo.
Ahora, estos tres rancheríos están ocupados por desplazadas y desplazados internos, pero no de Colombia sino de Venezuela. Son personas que se han movilizado hacia la frontera con Colombia desde distintas regiones de Venezuela, pero que quedaron varadas en la frontera en su intento de escapar de la emergencia humanitaria compleja que se ha profundizado en el país. Son personas que ahora están expuestas a otras dinámicas de violencia, tan o más peligrosas que las que afrontaban en sus lugares de origen.
La precariedad que las hace más vulnerables
Alvence intentó deslastrarse del estigma: “quería que todos los hombres dejaran de verme con ganas”. Por eso montó una venta informal de cambures cerca del mercado municipal y eventualmente hacía limpieza de casas.
En “Mi pequeña Barinas” conoció a otras desplazadas internas en similares condiciones que ella. Fueron tejiendo una red de apoyo que les servía para encontrar empleos, comprar comida más barata o compartir un cable con conexión eléctrica para alumbrarse en las noches.
“Una vez me llamaron para limpiar una casa. Acordamos hacer la entrevista en La Parada, (el corregimiento colombiano ubicado a 200 metros del Puente Internacional Simón Bolívar). Fui confiada y cuando llegué al lugar me esperaba un hombre en una moto. Ese hombre, empezó a hacerme preguntas que no tenían que ver con limpiar casas. Yo me hacía la loca y le iba explicando qué oficios sabía hacer. De pronto, sacó un celular y me comenzó a tomar fotos, incluso me decía que me volteara y cosas así. Me cubrí la cara y le dije que no podía hacerme fotos sin mi permiso. Pero él no me hacía caso. Entonces di media vuelta e intenté irme. De pronto, ese hombre me tomó muy fuerte por el brazo y después por el cuello y me obligó a subir a la moto. Yo empecé a meter gritos y la gente empezó a llegar. Él me decía ‘cállese, no grite que no le voy a hacer nada’. Cuando vio que la gente venía a socorrerme, el tipo me soltó, prendió la moto muy rápido y se fue, pero su intención era raptarme”.
Adriangela Álvarez, Gerente de Investigaciones de FundaRedes, señala que los venezolanos y venezolanas que emigran se enfrentan a peligros en la frontera colombo-venezolana debido a la presencia de grupos armados ilegales. Los riesgos incluyen diversas formas contemporáneas de esclavitud: trata de personas, explotación sexual y extorsión.
Por su parte, la directora de la Asociación Venezolana para una Educación Sexual Alternativa, (AVESA), Magdymar León, explica que la precariedad en que viven las migrantes las ubica en una situación de mayor vulnerabilidad.
León sostiene que las causas estructurales de este tipo de violencias contra la mujer corresponden a una cultura patriarcal y machista que permite a los hombres comprar el cuerpo de las mujeres para satisfacerse sexualmente. Considera necesaria la transformación cultural mediante la prevención (con énfasis en la educación) y la sanción de los atropellos, todo ello articulado en políticas públicas integrales.
Siete años después de estar encallada en la frontera Alvence lamenta que no ha podido lograr nada de lo que se planteó al migrar desde Valencia. “Trabajo y trabajo y lo que agarro solo me alcanza para comer y pagar deudas. No he logrado mis objetivos… Aquí me estanqué, son siete años perdidos y no sé qué hacer, estoy desesperada y no encuentro salida”.
Ofertas de empleo que encubren la trata
La historia de Alvence, es similar a la de Marisol (*), una mujer que llegó desde el estado Guárico hasta San Antonio del Táchira con la esperanza de un futuro mejor. Ha trabajado de carruchera (transportando mercancías en carretillas de un lado al otro de la frontera), vendiendo agua y helados en el puente internacional Simón Bolívar, en La Parada y en la avenida Venezuela, zonas donde se concentra la migración hacia Colombia.
Tenía que recorrer las calles durante más de 10 horas con una cava a cuestas. Pero lo que más le pesaba eran los piropos vulgares y las grotescas insinuaciones de los hombres que se le acercaban.
Esta guariqueña de 30 años de edad, que migró a San Antonio con sus dos hijos de 8 y 10 años, intentó apuntarse a un trabajo “formal”, donde estuviera más segura, lo más alejada posible del acecho sexual que se encontraba dondequiera: “A mí me ha tocado pasar noches sin dormir, esperando la una, dos y tres de la mañana para vender los termos de café. Eso fue lo que hice cuando llegué. A la una de la mañana me instalaba en el Centro Cívico o en el mercado municipal, pero el acoso de los tipos es bárbaro”.
En febrero de 2024 se enteró de una oferta laboral en un restaurante de comida china. No lo pensó dos veces; salió con su hoja de vida en una carpeta y la entregó. Dos días después recibió una llamada telefónica para acordar la entrevista que le dejó una amarga experiencia.
“No más entrando, me trataron mal, me miraron de pies a cabeza como revisando algo en mi cuerpo. Me dieron un montón de indicaciones y la advertencia que si no las acataba estaba botada. Yo tenía experiencia como mesera, así que me aguanté el regaño por la necesidad. Finalmente, me dijeron que servía para la cocina, pero no para atención al público porque estaba muy vieja. Lo curioso es que unas muchachas que también aplicaron para el trabajo, una de 22 años y la otra de 25, sí fueron contratadas. La diferencia la marcó “la ropa cortica y pegadita” que usaban esas dos muchachas, asegura Marisol.
Un estudio realizado como parte del proyecto Prevención y Respuesta a la Violencia Basada en Género en contextos fronterizos, documentó la incidencia de casos de trata en las poblaciones de la frontera con Colombia. Mujeres, adolescentes y hasta niñas son atraídas por ofertas de empleo engañosas que generalmente están relacionadas con el modelaje o la venta al público de algún producto. Algunas quedan atrapadas en las redes de trata.
La conversación con Marisol transcurre en un parque público cercano a Mi pequeña Barinas. “A mi casa no puedes venir, pues aquí vive mucha gente de esa…”, comenta en referencia a supuestos grupos armados que estarían ocupando la zona.
Con una frustración que la apena, Marisol afirma que sus aspiraciones “cayeron al piso” y que antes de llegar a San Antonio su situación era mala, pero ahora es peor: “Yo tenía un carrito, también una moto… Vivíamos más o menos, pero fuimos vendiendo todo hasta que quedamos solo con el carro, que después lo vendí para comprar el rancho en la invasión”.
Actualmente, Marisol, trabaja en peluquería y persiste en reunir algo de dinero para emprender viaje a Estados Unidos.
La ex presidente del Instituto Tachirense de la Mujer (Intamujer) y actual Directora General de la Fundación Proideas, Beatriz Mora, señaló que muchas mujeres han sido víctimas de redes de trata. Son captadas mediante ofertas de trabajo fraudulentas que circulan por redes sociales. Al llegar a la frontera las despojan de sus documentos de identificación y, finalmente, son esclavizadas y explotadas sexualmente.
Recordó el caso de una adolescente (15 años) rescatada en el terminal terrestre de San Cristóbal, que inexplicablemente atravesó no sé cuántos puestos de control policial y militar desde Caracas hasta la capital del Táchira y en ninguno le pidieron identificación.
En Táchira se han develado redes de trata que involucran a miembros de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). “Hace pocos días el gobernador Bernal denunciaba, nuevamente, la captura de personas involucradas en la trata de mujeres en la región”, agregó la abogada defensora de derechos humanos.
Resignada y sin fuerzas
Un hombre del que no quiso hablar ni dar detalles convenció a María (*) para que viajara a San Antonio del Táchira. En su casa le dio albergue a ella y a sus dos hijas menores de edad.
“Él me dijo que me iba ayudar y me preguntó qué me gustaba hacer. Como lo que me gustaba era la cocina, entonces empecé a vender empanadas cerca del cementerio todos los días a partir de las 2 de la mañana”. María, como Alvence y Marisol, aprovechaba el tránsito de migrantes venezolanos y venezolanas con rumbo a Colombia.
Las propuestas sexuales no cesaban, dice la mujer de 40 años de edad y oriunda del estado Yaracuy: “Unos me hacían insinuaciones y otros sí me lo pedían de frente e insistían, pero yo nunca he caído en eso. Del lado de Colombia, en la Parada, eso es muy común entre las chicas recién llegadas; ellas cobran por hacer cosas de esas”
En el informe Reinventarse sobre la marcha: Mujeres refugiadas y migrantes de Venezuela Un estudio de sus condiciones y accesos a medios de vida en Colombia, Ecuador y Perú, se indica que el acoso sexual en la calle y en los lugares de trabajo constituye un gran obstáculo para que las mujeres venezolanas accedan a medios de vida. Este tipo de violencia limita sus opciones laborales y allanan el camino hacia la explotación sexual.
En agosto de 2014, María llegó a la frontera con Colombia; como Alvence y Marisol, “movida por la necesidad”. Su propósito era trabajar, ahorrar y continuar el viaje hasta Bucaramanga. Pero transcurridos casi diez años no ha conseguido un empleo digno y estable que le permita alcanzar la meta.
Dice que vive de la generosidad de vecinos y conocidos. No tiene una casa propia y habita un espacio que no se podría llamar hogar en el rancherío “Mi pequeña Barinas”. Diariamente debe pagar 5.000 pesos colombianos, equivalentes a 1,35 dólares, por un cuarto de unos tres por dos metros cuadrados, construido con lonas verdes y láminas de zinc; el piso es de tierra y no tiene suministro constante de agua potable.
A diferencia de Alvence y Marisol, María se siente triste y sin fuerzas para avanzar en su tránsito migratorio. Para ella el retorno a su pueblo en Yaracuy no es una opción: “la situación allá es peor”. Está resignada a seguir varada en la frontera.
(*) Los nombres de las protagonistas de esta historia se mantienen en resguardo. Se usaron nombres ficticios por petición de ellas mismas.
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