El mundo según Fausto Masó
«Pues sí, Fausto, el periodismo es una profesión de putas», le dijo alguien sentado en el Gran Café. Fausto no se inmutó ante la sentencia: la desdeñó blandamente, como quien no quiere discutir al respecto porque le da pereza. Solo comentó, casi para sí mismo, bajando la cabeza: «Nada de eso, el periodismo es una profesión privilegiada, en este país eres periodista y todo el mundo quiere estar bien contigo».
A continuación rectificó: «Profesión no, oficio».
Conocí a Fausto desde los primeros tiempos de El Diario de Caracas, cuando un día fue por la Redacción y dijo que estaba sacando una revista. A mí me invitó directamente a instruir al lector, en el número de estreno, sobre dónde comer en Caracas por diez bolívares. Ese tipo de temas le encantaba a Fausto, porque Fausto estaba todo el tiempo buscando dónde comer bien y barato. O gratis.
Así de resuelto era él, a la vez editor, jefe de Información, redactor, corrector y distribuidor de la revista. Salieron tres números. Luego se encargó de Tinta Libre, la revista de la asociación de editores. Fausto pensaba con titulares de periódico. Era un tipo de leyenda y se acaba de morir a los 90 años de puro viejo. Creo que nunca se operó de nada.
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Años más tarde me llamó para que trabajara con él ―esta vez a tiempo completo― en un proyecto medio improvisado, como todos los de él. Una buena idea, como casi todas las de él: un suplemento para ser encartado en diarios del interior los fines de semana. Un tiro al piso, con la notoriedad que él ya había alcanzado. Le dije que le pusiera Anexo 1 y le puso de nombre Anexo 1, sin mayores miramientos. Sería un tabloide de 8 páginas para encartar los domingos, llave en mano. Le fue bien. Creo, además, que al mismo tiempo asesoraba a Humberto Celli en el estado Carabobo en temas de comunicación y estrategia. Lo llamaban por teléfono. Después sacó la revista Portada, en cuyo primer número puso una gran foto de Carlos Andrés Pérez en su despacho, una de las mejores fotos que he visto de Esso Álvarez. Todo lo hacía desde un apartamento que utilizaba como oficina en un edificio de la avenida Leonardo Da Vinci en Bello Monte. Utilizaba a dos exiliados recién llegados para las tareas necesarias.
Fausto era reconocido como un analista político agudo, un tipo que se las sabe todas. No sé si se las sabía todas, pero en todo caso, lo aparentaba. Era rabiosamente talentoso, de conversación rápida y chispeante, vivaz, ocurrente, desprejuiciado, sin mazamorra. Te soltaba a bocajarro un comentario sobre la noticia del día que te ponía a pensar. «Esta opinión pública es una veleta», me dijo un día.
Pero cuando lo conocí de veras fue al llevarme a la tertulia de los sábados del Gran Café. Me presentó a sus amigos de la peña…, perdón, no me presentó. Es decir, Fausto no era muy cuidado en cuestión de modales. No era brusco ni tosco, venía de una familia con cierto prestigio en Cuba. Su padre fue un connotado historiador. Era, naturalmente, una persona cultivada. Incluso oceánicamente instruido. Pero raspado en modales. Una vez lo acompañé a una empresa en el Centro Comercial Ciudad Tamanaco. Tenía cita con su presidenta o propietaria, una señora del mantuanaje criollo, refinada, elegante, altiva. La quería convencer de que invirtiera, si mal no recuerdo, en Anexo 1. Fausto, en la sala de reuniones de la compañía, con una pierna cruzada sobre la otra, explicaba las bondades de su emprendimiento mientras se agarraba el zapato de la pierna que tenía en alto. Se aferraba al zapato como si se le fuera a escapar. La ejecutiva fingió atenderle, poniéndole toda su atención, sin desviar la mirada del rostro de Fausto. Yo miraba para otro lado.
Pues a lo que iba: al llegar al Gran Café, se sentó él y se puso a arreglar Venezuela de inmediato, políticamente hablando, sin atender a la circunstancia de que yo no conociese a ninguno de quienes le esperaban al borde de un café o de una cerveza.
Los fui conociendo a todos, uno por uno, y de todos aprendí algo.
Los tertulianos del Gran Café de Sabana Grande era una pléyade variopinta bajo un cometido común: hablar pistoladas. No es que fuera un deporte o una costumbre o una manera de matar el tiempo, no. Era un deber y eso se respetaba. Llegaba el limpiabotas usual, rondaba la mesa y al final alguien le decía: okey, dale; el joven instalaba sus enseres en el suelo y, mientras echaba betún y cepillaba, escuchaba. De vez en cuando levantaba la cabeza para verle la cara al hablante. Probablemente era el único en salir de allí con una idea concreta en la cabeza: este país se arregla facilito.
Todos hablábamos pistoladas. Todos excepto el escritor merideño Oswaldo Trejo, quien se reservaba la potestad de usar su lengua como un estilete para cortarle el vuelo a cualquiera, presente o ausente. Siempre andaba de punta en blanco. Una vez se levantó y, haciendo un ademán con su mano derecha, sentenció: «Me voy porque esta tertulia ya no da más de sí».
Trejo estaba en las antípodas de Masó, en cuanto a modales se refiere. Otra cosa era su lengua. A Fausto, en 2012, llegaron a preguntarle unas alumnas de la UCAB sobre la bohemia en Sabana Grande ―estaban haciendo un reportaje, eran de la Mención Periodismo― y Fausto les contestó que esa bohemia estaba compuesta por una cuerda de borrachos. Fausto era Sabana Grande de día. Sabana Grande la diurna de los 70 hasta la primera década del siglo XXI. Nunca vi beber a Fausto. Comer sí, todas las veces posibles. Llegada cierta hora en la tertulia de los sábados, el dilema era si marchar al Sorrento o al Jaime Vivas o al árabe de allá abajo, haciendo esquina con la avenida Casanova: el Soledad. Fausto le dedicó un capítulo al Jaime Vivas en su libro Gran Café, como si el restaurant fuese un personaje más.
Las estudiantes siguieron interrogándolo sobre diversos aspectos de Sabana Grande. La invasión de la buhonería había sido controlada y la estatal PDVSA pagaba el reacondicionamiento del bulevar. «La rehabilitación llegó tarde», les dijo. «El problema es el marxismo de café con leche gubernamental. Los chavistas consideran que el comercio es intrínsecamente malo». Se refería a la ordenanza sobre las tiendas, que ahora eran obligadas a mantener un aspecto externo homogéneo, medio pobretón, sin alardes capitalistas. Les dijo a las chicas que el ambiente, sin tiendas vistosas, se estaba poniendo aburrido, frío, inhóspito.
Ojo, Fausto no solo se fue hacia Los Palos Grandes por el bululú de la buhonería y la suciedad que trajo. Un día, estando arrellanado bajo la sombra hasta entonces protectora del Gran Café, había llegado alguien a increparlo por su última columna en El Nacional. Acaso le amenazó, aunque no tengo certeza de ello. Ese incidente posiblemente fuese el detonante definitivo para su alejamiento. Pequeño exilio urbano.
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Ya casi no quedan contertulios de la peña del Gran Café, el tiempo se los ha ido llevando con su mala hostia acostumbrada. Ahí mismo, en esa esquina, debería erigirse un busto de Fausto Masó, el periodista cubano de quien me vengo a enterar ahora de que era filósofo y no periodista de profesión. Otra cosa aún más curiosa: fue vicecanciller de Fidel Castro al principio de su revolución. Me lo dice alguien a quien Fausto no le confesó nada porque Fausto nunca te preguntaba nada personal pero tampoco te soltaba nada personal. Quien se enteró, lo hizo por la Boliviana, su segunda mujer. Así la llamaban todos y nunca supo nadie su nombre de pila (nadie que uno conozca, al menos). Con la Boliviana tuvo tres hijos. Fausto acaba de morir bajo los cuidados de Andrés, el segundo de ellos. Murió no por el Alzheimer, que de eso no se muere nadie, sino de aburrimiento. Seguro. Un individuo con esa energía no iba a soportar el encierro. Me dicen que los médicos no sabían qué causa poner en la partida de defunción. Lo velaron el otro día en una capilla de La Guairita y por lo visto eso estaba medio desolado.
Claro. La mayoría de sus amigos murieron o emigraron. Él se había retirado de la vida pública, es decir, de los cafés. Tal vez no quiso que la gente lo observase en aquel estado. Encerrado en su casa, seguro, se hastió de que su cerebro le hiciese esa jugarreta. Se había dado cuenta que ya no lograba hacer el programa en RCR todas las mañanas: la lucidez se le iba por momentos, aunque seguía teniendo sus ratos brillantes. Me lo cuenta Frank Tovar, que sustituyó a Roberto Giusti en el programa «Golpe a golpe» y asistió a su deterioro cognitivo. Y sin embargo, insiste Frank, tenía momentos brillantes.
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Una vez estuve en su casa por los lados de El Rosal, cerca de la autopista, y no vi a nadie sino la sombra de un muchacho que pasaba. Lo que tenía en abundancia eran libros. Fue un rato con Fausto Masó, el que acaba de irse. Me enseñó sus arranques de vitalidad y su curiosidad por las letras. Sin embargo, nada de explayarse sobre sí mismo. Ahora vengo a saber que tendría 26 años o cosa así cuando trabajó para Fidel Castro como vicecanciller. Pero debe haberse hartado casi de inmediato. El cuento es aproximadamente así: fue enviado a España o le dieron permiso para viajar por su propia cuenta. Lo cierto es que, estando en España, decidió largarse a Estados Unidos, donde tenía familiares. No regresó a Cuba. Alguien le ofreció Venezuela o fue la misma Mercedes Fermín, activista del sector educativo y por los derechos de la mujer, cercana a Acción Democrática y posteriormente al MEP del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, quien se ocupó de él una vez llegado a Venezuela. Así me lo cuenta el editor y escritor Ben Amí Fihman, a quien por cierto le dio a leer el borrador de una novela situada en las primeras semanas y meses de la llamada Revolución Cubana. «Era un embrión que parecía escrito después, pero todavía bajo la impresión de los hechos vividos en caliente. Le hice algunos comentarios alentadores pero no sé si se animó a desarrollar el libro».
Habrá quedado en manos de Andrés ese material.
Claro que era talentoso y un analista político sagaz. Pero Hugo Chávez lo engañó, como a cualquier venezolano. Un día dijo, con su marrón enfrente, que si a Chávez lo agarraba un buen periodista («como tú», me dijo sin ambages, y la verdad es que me sentí halagado), lo pondría al desnudo con unas cuantas preguntas, cercándolo.
―Y ahí se le acaba el mito al hombre ese ―remató.
Evidentemente se equivocó, no midió las habilidades del caudillo en ascenso. O no tuvo en cuenta que cuando un pueblo decide suicidarse no hay periodismo que valga. Por mi parte, nunca hice la tarea, jamás conocí a Chávez personalmente. Hubo un montón de periodistas que lo entrevistaron y nunca lo pusieron en apuros; se les escabullía. Pero al menos dos reporteras de TV lo sacaron de sus casillas y lo exhibieron ante las cámaras como un patán. Aun así, no por eso mermó su popularidad.
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En fin, se sabe que Fausto Masó nació para manejar un Mustang. Sin embargo, fuimos una vez en su cochambroso automóvil ―Fairmont o Corcel o Escort, pero Mustang no era porque tenía cuatro puertas― a Maracay y nos bajamos, luego de cumplir nuestro cometido periodístico, en un taller donde estaban vendiendo un Thunderbird del año 1958 o 60. Una reliquia, una preciosidad de 8 cilindros y una ganga. Creo que se quedó con la idea de comprárselo aunque en el fondo supiera que nunca lo haría; de cualquier modo, de haberlo comprado, el Thunderbird habría terminado con el asiento trasero convertido en depósito de periódicos viejos, como sucedía con el cacharro que usaba. Es probable que allí se criasen chiripas.
A Fausto le gustaba fundar editoriales o, al menos, sacar libros bajo un sello propio. Lo de fundar, lo que se dice fundar en toda regla, no era lo suyo. Creo que escribió siempre el mismo libro, el de los personajes fascinantes girando alrededor de Sabana Grande. Los sacó a la luz bajo su sello, también habría que rescatarlos y limpiarlos de errores porque, andando entre la crónica y la semblanza, son lo que era Fausto: pedazos incandescentes de vida urbana. Tiene Gran Café y Sabana Grande era una fiesta, algún otro también. Fausto no gastaba en correctores. Parece que consideraba ese aspecto de la edición como una especie de derroche. Fihman recordará que una vez tuvo una hamburguesería, que prefería las soluciones a la queja y las direcciones numeradas a las de la vieja Caracas, por esquinas y señas topográficas. «Le oí decir el día que nos conocimos en Nueva York, hacia 1969, en reunión con otros intelectuales y artistas cubanos desterrados, que el exilado es alguien al que le han cortado un brazo o una pierna: mutilado para siempre».
Hay anécdotas y recovecos de su periplo vital por contar, pero todo eso habrá de quedarse en el tintero. Un personaje de leyenda, Fausto. Él y los demás de la tertulia de los sábados. Pensaba eso: que lo que hablaban eran puras pistoladas. Puede que haya sido cierto. Pero también es cierto que las boberías que los amigos dicen llevan verdades amarradas siempre. Verdades que no te piden nada a cambio, las recibes gratuitamente si es que tienes la capacidad de retenerlas para que no te entren por un oído y te salgan por el otro. Si no es así, es decir, si no te entran por un oído y se escapan por el otro, continuarán contigo con su cara de pistolada hasta que te das cuenta cuánto las echas de menos.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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