Paramilitares, fiscales y rivales lo señalaron durante décadas, pero ninguno logró vencerlo. Carranza murió en 2013, intocado por todo salvo el cáncer
Durante años, en las montañas donde se movían los jefes paramilitares más peligrosos del país, el nombre de Víctor Carranza circulaba como una sombra inevitable. Lo mencionaban con una mezcla incómoda entre respeto y prevención. Carranza parecía tener un blindaje imposible de romper, una suerte de resguardo que no provenía de abogados ni escoltas, sino de una percepción generalizada: enfrentarlo traía consecuencias. En ese mundo, pocos generaban tanto temor sin necesidad de levantar la voz.
La justicia lo buscó durante décadas. Sospechas, expedientes, declaraciones, informes reservados, acusaciones que se apilaban como capas de una historia que nunca terminaba de cuajar. Los paramilitares contaban que él había estado desde el principio, que había entendido el lenguaje de la guerra antes de que la guerra supiera pronunciar su nombre. Aun así, cada avance judicial parecía desvanecerse justo antes del golpe final. Carranza siguió moviéndose con la serenidad de quien sabe que la tormenta lo rodea, pero no lo toca.
A finales de los ochenta y durante los noventa, su figura creció más allá de los linderos de las minas de esmeraldas. Había sobrevivido a guerras internas, a atentados que habrían derribado a cualquiera y a disputas que dejaron miles de muertos en los campos de Boyacá y los Llanos. Su vida se convirtió en una sucesión de episodios donde la violencia le daba vueltas pero nunca lograba alcanzarlo. Esa capacidad de salir indemne reforzaba la idea de que estaba protegido por algo más que su propio poder.
Las versiones de antiguos paramilitares sumaron detalles a ese retrato. En los centros de reclusión, en las salas de Justicia y Paz, en las carpetas que los fiscales abrían una y otra vez, aparecía una historia repetida con otros nombres: la supuesta participación de Carranza en la expansión de las autodefensas, su cercanía con comandantes de los Llanos, su influencia en decisiones que marcaron masacres y alianzas. Los relatos coincidían en describirlo como figura clave, como un financiador indispensable, como el dueño de grupos armados que funcionaban con reglas propias. Sin embargo, nada de eso bastó para que un proceso avanzara más allá de los primeros pasos.
Cada fiscalía que intentó ponerle límite terminó en contratiempos. Equipos investigativos que trabajaron durante meses veían cómo los casos se estancaban, cómo las pruebas perdían fuerza o cómo decisiones judiciales inesperadas cerraban la puerta cuando parecía que se acercaba el momento de capturarlo definitivamente. Incluso cuando un equipo del CTI logró detenerlo, la sensación era que nada estaba realmente resuelto. Permaneció recluido unos años, pero salió libre sin condena. Lo acusaron de todo, y salió limpio de todo.
A su alrededor, muchos políticos lo buscaban y otros lo evitaban. Algunos altos mandos militares lo respaldaban y otros preferían no mencionarlo. Carranza tenía la capacidad de transitar entre poderes que parecían incompatibles, de lograr acuerdos donde todos desconfiaban de todos. Para unos era un empresario hábil, para otros un hombre que había sabido aprovechar la guerra para expandir su imperio. Lo cierto es que sus relaciones atravesaban regiones y sectores, desde Boyacá hasta los Llanos, desde las minas hasta las oficinas oficiales.
Los años siguieron acumulándose y las declaraciones de los desmovilizados también. Hombres que habían manejado tropas enteras aseguraban que él había sido parte esencial de la estructura que permitió que las autodefensas se expandieran. Lo mencionaban como fundador, financiador, estratega, como centro de gravedad de grupos que operaban en los Llanos orientales. Sin embargo, mientras las versiones crecían, la justicia seguía sin encontrar cómo derribar ese muro invisible que lo protegía.
En vida sobrevivió a intentos de asesinato, a enemigos que lo querían ver fuera del camino, a guerras que arrasaron pueblos enteros. Se sobrepuso a todo como si el mundo se encogiera un poco cada vez que intentaba alcanzarlo. Y al final, no fueron los hombres ni los fusiles ni las instituciones los que lograron detenerlo. Fue el cáncer, silencioso y metódico, el único adversario capaz de vencerlo. El 4 de agosto de 2013, a los 77 años, murió sin que una sola sentencia lo hubiera tocado.
Su nombre quedó suspendido entre la sospecha y la impunidad. Para muchos, el poder que acumuló nunca tuvo explicación del todo clara. Para otros, fue simplemente el triunfo de un hombre que entendió mejor que nadie cómo funcionaba un país donde la justicia avanzaba lento y el miedo avanzaba rápido. Su historia terminó sin condenas, pero rodeada de voces que insistieron hasta el final en que había sido figura central de la guerra. Nadie logró probarlo. Nadie logró derribarlo. Su muerte fue la única grieta en una vida que se mantuvo, hasta el final, inexplicablemente intacta.
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