Seguramente no sea yo la persona idónea para escribir sobre el día internacional de la mujer porque, aunque mujer, soy indocta en estos asuntos, aunque no dudo en destacar los invalorables logros de los movimientos en su favor, desde sus inicios a mediados del siglo XIX, en un momento de gran expansión y torbellino en el mundo industrializado, en el que la mujer comenzó a alzar cada vez más su voz.
La vida de la mujer en Occidente por aquel entonces era una continua historia de restricciones: no tenían derecho al voto, ni a manejar sus propios dineros, ni a recibir formación académica y, además, tenían una esperanza de vida mucho menor que la masculina por los partos y los malos tratos.
Un ejemplo de esa creciente inquietud y debate entre mujeres se produce en 1848, cuando las estadounidenses Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott congregan a cientos de personas en la primera convención nacional por los derechos de las mujeres, en Estados Unidos..
Ambas mantuvieron que «todos los hombres y las mujeres son creados iguales» y exigieron derechos civiles, sociales, políticos y religiosos para el colectivo.
De más está decir que el movimiento comenzó siendo una organización por los derechos laborales de la mujer.
Pasa, al menos a mí, que desde que la agenda woke se apropia de toda celebración o bandera a la que se le pueda sacar punta, ya no me siento tan fémina el día de la mujer, ni me identifico con las luchas de esos movimientos feministas de hoy que lejos de aquellas precursoras que lidiaban por el voto, los horarios de trabajo, la igualdad de derechos de todo tipo (vamos, por conquistas reales), son apenas una coreografía (fea) de señoras y señoritas gritonas que aprovechan toda ocasión para desfilar frente a las cámaras.
Esas que yo llamo desde el día 7 de octubre las “femilistas” -porque son y están listas a la hora de usufructuar los dineritos de las organizaciones que las financian-pero actúan solo a conveniencia valiéndose de la bandera que les sirva (ecológica, minoritaria, no binaria, efecto invernadero, Vina-Greta Thunberg, el calentamiento global y lo que sea).
Claro que es malo generalizar, sin embargo fue generalizado el silencio atronador que se hizo luego de que el grupo terrorista Hamás sodomizó, quemó vivas, violó y rompió a un montón de mujeres israelíes en una degollina inédita desde el holocausto. Que yo supiera ningún movimiento de estos dijo una sola palabra sobre estas víctimas del heteropatriarcado salvaje y hasta las mujeres de la ONU tardaron más de tres meses en pronunciarse al respecto.
Así que desde el 7 de octubre no creo ya siquiera en movimientos feministas que se rasgan los pantalones con furor porque un entrenador le da un piquito imprevisto a una deportista ganadora, pero no porque un terrorista le asesta un disparo en la vagina a una joven judía después de violarla.
Las femilistas -que no las feministas reales- no dudan, eso sí, en salir a enarbolar los pechos en la calle cada vez que hay cámaras y prensa. No les cuesta mandar a sus seguidores de ocasión consignas anotadas en las tetas para difundir su militancia, mucho menos dudan en apoyar a todo lo que les de visibilidad y titulares. La civilización del espectáculo nunca tan inútil.
Tal vez porque he sido afortunada, no puedo negarlo. Nunca, pero nunca, en toda mi vida me he sentido disminuida por ser mujer mucho menos por mi condición de mujer. Nunca he cobrado menos como guionista, nunca se me ha ignorado como escritora, nunca he sido maltratada, nunca he sido esclavizada, ni violada (¿seré poco atractiva?. Susto), ni menospreciada en mi condición de mujer. Será a lo mejor que aprendí gracias a mi padre a confiar en los hombres.
Claro que sido el objeto de seducción de varios machos alfa, pero nada que un “no señor” no haya solucionado.
El feminismo como movimiento plural y crítico que ha buscado la reivindicación del rol de la mujer, la equidad e igualdad de derechos ha sido valioso y clave, quién lo duda; pero no ha estado libre de bifurcaciones, de reinterpretaciones y cambios que han generado lo que conocemos hoy por feminismo.
Me inquieta, por ejemplo, que se ignore el ejercicio de distinguir que las mujeres no son violentadas por ser mujeres sino en su condición de mujeres.
Creo que es en esta pequeñez semántica en donde fallan, a mi parecer, muchos de los postulados de las feministas de hoy. Con lo cual pareciera entonces que la única forma de salvaguardarse del “enemigo” es desdibujando la propia condición de ser mujer y pareciéndose a él.
Muy por el contrario, encuentro que esa es una de las grandes falacias de hoy y no es inocente, por cierto. Detrás se esconden seguramente otros intereses y algún poder que no los del feminismo real.
“Pero no creemos que las mujeres, a excepción de algunas feministas que son contrarias a la heterosexualidad, desearían no ser mujeres, por lo cual pensamos que el discurso feminista (en una consideración de su lógica) no representa el verdadero sentir de las mujeres no feministas que están felices de ser mujeres y de no ser feministas, sino tan sólo de las que no están a gusto con ser mujeres y son feministas. Véase por esto que el feminismo actual quizá no es, como se quiere hacer creer, un movimiento de defensa de la mujer, puesto que su discurso no refleja un amor por la feminidad, sino una especie de repulsión hacia ella, porque, independientemente de las intenciones que animan a los feministas, las implicancias lógicas de su discurso son contrarias a la defensa de la mujer y la valoración de la feminidad. Si por ejemplo, tratando de igualar al varón y a la mujer, el feminismo impulsa un comportamiento de las mujeres que rompa con los estereotipos para que asuman nuevos roles normalmente realizados por varones, no podrá evitarse como una consecuencia quizá no prevista por el feminismo que en alguna proporción el comportamiento de la mujer terminará por masculinizarse, lo cual es precisamente ir contra la feminidad. Y nada se objeta contra esta consecuencia con decir que lo masculino y lo femenino son construcciones sociales, pues eso no los hace menos reales” (1)
Si alguna vez las mujeres fueron invisibles o casi invisibles, hoy son más visibles que nunca, al menos en el mundo occidental. Allá van en sus marchas mostrando más ira que empatía, más retadoras que ganadoras, más agresivas que “empoderadas”.
De estas nuevas feministas -con su vocabulario de “sororidad” incluido- yo esperaría algo de empatía por el maltrato a la mujer en otras culturas.
Esperaría una lidia titánica para que muchas de esas mujeres aún sometidas -cuando no asesinadas- en otros lugares del mundo entendieran primero que tienen derecho a ser libres, a estudiar, a decidir, a vestirse como gusten y a disponer de sus cuerpos como quieran, si es que así lo desean.
Esperaría que desalojaran el miedo de sus vidas, como bien primero y último.
Mientras tanto, creo, mientras pensemos que todo se resume a un género y no a una condición, estaremos eternizando la injusta sentencia de que a fulana la han premiado por ser mujer, o la han violentado por ser mujer y no por sus méritos o debilidades siendo mujer. Porque tanto sus logros como sus yerros no le son concedidos por ser mujer sino en su en su condición de mujer.
Y la condición nunca es la causa.
Al feminismo que yo admiraba lo mató el antisemitismo el 7 de octubre.
Femilistas, recalculen la ruta, afilen la puntería.
PD: al cierre de esta columna me topo con las imágenes de un grupo de políticos canadienses desfilando en stilettos (tacones de aguja) color rosado “para repudiar la violencia contra la mujer”. De niña hubiera yo dicho: mucha bomba y poco chicle. Bah.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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