Del Autobús a la Celda: La Historia de un Hincha del Deportivo Táchira en la Venezuela de Maduro

Este artículo fue originalmente publicado en Reason.

En una fría noche de viernes a mediados de junio, Samuel subió a un autobús para un viaje de 14 horas por las arruinadas carreteras venezolanas. El autobús no tenía aire acondicionado, asientos reclinables, espacio para equipaje ni cortinas para bloquear el sol de la mañana. Por la noche, bandas armadas y policías corruptos (que no son muy distintos) patrullaban las vías.

Pero el riesgo y la incomodidad parecían valer la pena para Samuel, su esposa Julia y su hija de 8 años, que compartía asiento con él. El autobús formaba parte de una caravana de 20 vehículos repletos de hinchas (como se les conoce a los fanáticos del fútbol) vestidos de pies a cabeza con los colores amarillo y negro. Todos iban rumbo a Caracas para alentar al Deportivo Táchira en la final del torneo nacional contra la Universidad Central de Venezuela FC.

Samuel, de 33 años, trabaja en un banco y gana unos 150 dólares al mes, apenas lo suficiente para sobrevivir. Vive en Lobatera, un pueblo del estado Táchira, enclavado en los Andes venezolanos. Cerca de una cuarta parte de la población de Venezuela ha abandonado el país en la última década, pero en Táchira la cifra es aún peor: más del 40 por ciento de sus habitantes han migrado. San Cristóbal, la capital y ciudad más grande, hoy parece un pueblo fantasma.

Samuel vive para el fútbol. Recuerda la primera vez que, con 13 años, entró al estadio del Deportivo Táchira de la mano de su padre. La imponente estructura de concreto, en las faldas andinas, es conocida como “el templo sagrado del fútbol venezolano”. Su entorno lo hace sentir como un verdadero santuario. El aroma a pino fresco flota sobre las gradas. Y cuando los hinchas empiezan a cantar, el sonido resuena entre las montañas.

Cuando Samuel crecía, el Deportivo Táchira encarnaba la identidad cultural única de la región. A los habitantes del Táchira se les suele llamar gochos, una palabra que originalmente significa “sucio y desaliñado”. Pero los tachirenses adoptaron el apodo con orgullo. Hoy, el término tiene connotaciones positivas.

Los gochos son conocidos por su honor y valentía, especialmente durante las protestas antigubernamentales de 2014. Cuando la dictadura de Nicolás Maduro envió paramilitares armados a las calles y comenzó a enviar líderes estudiantiles a cárceles lejanas, los gochos se negaron a rendirse. Cientos de venezolanos fueron asesinados.

La mayoría de los sobrevivientes de esas protestas huyeron de Venezuela. Los que se quedaron, como Samuel, siguen alentando a su equipo, hacen peregrinaciones nocturnas a estadios lejanos y se mantienen al margen de la política.

Pero en este viaje, eso sería imposible. La caravana nunca llegaría al partido. Samuel sería arrestado. El fútbol, que alguna vez fue el último refugio de cordura en un país roto, estaba siendo convertido en arma por el Estado mafioso. (Algunos nombres en este artículo han sido cambiados para proteger la seguridad de los involucrados y prevenir posibles represalias.)

De faro comunitario a trofeo político

En Venezuela, las franquicias de fútbol regional suelen ser propiedad de una élite muy rica. El problema es que, en Venezuela, la mayoría de esos ultrarricos lo son porque están enchufados (es decir, profundamente conectados con el círculo íntimo de Maduro).

El dueño del Deportivo Táchira, Jorge Silva, es uno de ellos. Pasó de ser un empleado público de bajo rango a multimillonario gracias a contratos con el Estado, incluido uno negociado personalmente por Diosdado Cabello, el número dos de Maduro (solicitado por las autoridades de Estados Unidos y acusado de crímenes de lesa humanidad).

En menos de dos años, la empresa de Silva, Grupo JHS, pasó de no tener activos a manejar decenas de millones de dólares en cuentas bancarias extranjeras. Para 2024, Silva ya participaba en una empresa mixta con la petrolera estatal venezolana, a pesar de no tener experiencia previa en el sector energético.

Tras adquirir el equipo en 2016, Silva empezó a tratar al Deportivo Táchira como una extensión de su identidad personal. Muchos se sorprendieron cuando la barra brava (la facción más radical de la hinchada) pareció alinearse con la agenda de Silva. Durante el medio tiempo del partido por el 50.º aniversario del club, en 2024, la barra desplegó una enorme pancarta, a nombre de Silva, pidiéndole matrimonio a la supermodelo y participante del Miss Universo, Sthefany Gutiérrez. (Ella aceptó).

Minutos antes del partido amistoso entre el Deportivo Táchira con Atlético Bucaramanga, Jorge Silva-presidente del Deportivo Táchira- le pidió matrimonio a su novia, la ex Miss Venezuela, Sthefany Gutiérrez con la complicidad de la barra Avalancha Sur.
Video: @jorgesilvacard1 pic.twitter.com/vDrWzCi1Re

— La Prensa del Táchira (@LaPrensaTachira) enero 14, 2024

La propuesta se sintió como un punto de inflexión: el Deportivo Táchira ya no pertenecía a sus hinchas. Pertenecía a Silva.

Aunque Silva ha manchado la historia del equipo, podría ser peor. El rival al que el Deportivo Táchira debía enfrentarse en Caracas, Universidad Central de Venezuela FC, pertenece al coronel Alexander Granko Arteaga, una de las figuras públicas más temidas del país. Alto oficial de la contrainteligencia militar, Granko está sancionado por Estados Unidos, la Unión Europea y Canadá. Su nombre está vinculado a centros de tortura y desapariciones forzadas.

El interés de Granko Arteaga por adueñarse del UCV-FC se hizo evidente en 2024. A la gerencia castrense del club y la insignia del Team Espartanos en su indumentaria, se sumó la llegada de su hijo, de 16 años de edad, procedente del club Metropolitanos FC https://t.co/eelwgIcyDbpic.twitter.com/4LOI77SCbz

— Armando.Info (@ArmandoInfo) julio 26, 2025

El equipo de Granko comparte nombre con la universidad pública más antigua de Venezuela, pero no tiene relación alguna con la institución ni recibió permiso para usarlo. La universidad ha presentado objeciones, pero Granko es un hombre poderoso, lo suficiente como para ignorarlas e incluso poner como titular habitual del equipo a su hijo de 16 años, sin talento alguno.

Para Samuel, nada de eso importaba mucho. Ni la política, ni la corrupción, ni siquiera el nepotismo en la cancha podían opacar la emoción de ver jugar a su equipo en Caracas.

El poder político convierte el fútbol en arma

Los autobuses avanzaban hacia el este durante la noche, con los faros cortando la neblina de montaña. Dentro, el aire estaba cargado con olor a sudor, gasolina y arepas. Un altavoz viejo, cerca del chofer, retumbaba con cumbia villera, la música argentina que acompaña cánticos de fútbol en Latinoamérica.

Samuel y su familia intentaron descansar, pero entre los huecos en la carretera, los cánticos y la música, era imposible. Además, en las autopistas de Venezuela, después del anochecer, es mejor mantenerse despierto.

Samuel había recorrido esa ruta muchas veces. Sabía que debía esperar alcabalas, puestos de control de la Guardia Nacional, la policía o, a veces, ambos. Algunas se marcaban con conos y luces; otras eran solo un hombre uniformado con un fusil al hombro, haciendo señas con una linterna para detener el tráfico.

Al amanecer, el autobús ya había sido detenido siete veces. En cada control, los oficiales recogían las cédulas y decían que las “radiar”, el término oficial para revisar si había órdenes de captura pendientes. En realidad, no llamaban a nadie; ese no era el objetivo. La meta era la extorsión. Los agentes suelen revisar los bolsos en busca de objetos de valor, exigir “multas” o retener las cédulas para extorsionar. Con salarios demasiado bajos para vivir, se ha convertido en la forma de sobrevivir para muchos policías.

Samuel se dejó caer en un sopor, con la cabeza apoyada en la ventana y las rodillas pegadas al asiento de enfrente. Afuera, las casas y la carretera pasaban como un borrón, interrumpidos solo por alguna gasolinera, una palma o un perro callejero. La música se había apagado… o quizá él había dejado de escucharla. Su hija dormía sobre las piernas de Julia.

Cerca de la ciudad de Maracay, a unos 120 kilómetros de Caracas, los detuvieron de nuevo. Una caravana policial bloqueaba la vía. Pero esta vez algo se sentía distinto. Los agentes eran más fríos. No había arreglos rápidos para “agilizar” el paso. No aceptaban sobornos.

Samuel se dio cuenta de que no solo los estaban extorsionando. Los estaban reteniendo.

Mientras tanto, en Caracas, la expectativa previa al partido crecía. Faltaban pocas horas para el pitazo inicial. Las personas entraban al estadio, los locutores de radio analizaban la alineación y los vendedores ofrecían tequeños humeantes.

Con el paso de las horas, los pasajeros en la carretera se impacientaban. Quedaba poca comida y en el autobús no circulaba el aire. Algunos caminaban entre los arbustos para aliviarse. Otros bajaron a exigir respuestas. Cuando un policía empujó a un hincha, alguien respondió con otro empujón. En medio del forcejeo, una patrulla policial resultó dañada.

Vergonzoso lo que ocurrió previo a la final UCV y Tachira.
La policía de la dictadura detuvo sin motivos a decenas de hinchas que aún no vuelven a sus hogares, y otros cientos vivieron un calvario en la ruta yendo al estadio.

Una vez más el fútbol y la dictadura en @FVF_Oficialpic.twitter.com/OvIA9VYrcf

— Sin Falta (@SinFaltapy) junio 17, 2025

La caravana policial se negó a despejar la vía. A las 5:30 p. m., el partido había comenzado.

Atrapado en el autobús, Samuel sacó su teléfono para ver el juego desde el bus, resignado. Después del medio tiempo, el hijo de Granko entró a la cancha. Las cámaras enfocaban un mar de camisetas azules con un logo espartano, emblema de una de las empresas de Granko que patrocina al equipo. Ese logo era el mismo que llevaban los oficiales bajo su mando. Había algo triste y sin alma en esa imagen: cortes de cabello militares, rostros intercambiables y franelas asignadas por el Estado. No eran hinchas de verdad.

Al fin y al cabo, el UCV no tiene una hinchada leal. La mayoría de sus partidos se juegan en estadios semivacíos, llenados con cadetes policiales y empleados públicos, probablemente obligados por sus superiores a asistir. Tal vez Granko no quería que decenas de autobuses llenos de hinchadas del Deportivo Táchira tomaran las gradas… y detuvo la caravana de Samuel para asegurarse de ello.

El UCV ganó 1–0. Pero no hubo coros de cánticos en la tribuna.

Tras el partido, el jugador del UCV Alexander “Makelele” González levantó el trofeo dejándose retratar con un casco táctico negro de los que suelen usar las fuerzas especiales.

El juego había terminado y la caravana de buses se disolvió. Algunos autobuses se dirigieron a la playa para salvar el viaje. Otros emprendieron el regreso en silencio. El autobús de Samuel entró a Maracay poco después de las 10 de la noche.

Silencio y espectáculo

El autobús se detuvo en una pequeña parada al borde de la carretera. Mientras el motor seguía encendido, llegaron dos patrullas policiales, diez motocicletas y un camión. “Todos de vuelta al autobús”, ordenaron. Lo llamaron un chequeo de rutina.

Cuando los hinchas dudaron sobre la intención de los policías, uno de los oficiales cortó en seco: “O suben por las buenas, o los subimos nosotros por las malas”. Al abordar, los policías empezaron a recolectar los teléfonos y cédulas de los hinchas.

El pecho de Samuel se tensó cuando los oficiales anunciaron que escoltarían el autobús hasta un punto de control cerca de Caracas. Pero a las 3 de la madrugada, entraron directamente a una estación de la policía en la ciudad. Les ordenaron permanecer en el autobús y guardar silencio.

Uno de los pasajeros, que logró ocultar su teléfono, envió un mensaje a su familia para alertar sobre lo que sucedía.

Tras casi 18 horas dentro del bus, el día se había ido y la noche caía. Los policías permitieron que Julia y su hija de 8 años se marcharan. Samuel las vio desde la ventana mientras bajaban tambaleantes, rumbo a casa de un amigo cercano, con la esperanza de reunirse pronto.

Veintinueve pasajeros quedaron en el autobús. Les informaron que estaban arrestados y serían trasladados a El Helicoide para ser procesados, acusados de obstaculizar el orden público, agredir a funcionarios y dañar bienes del Estado.

El Helicoide es un complejo curvo, con aspecto de fortaleza, construido originalmente como un centro comercial futurista que hoy es sede de la policía política venezolana y ampliamente conocido como centro de tortura.

Por fortuna, Samuel y los demás no pasarían la noche allí. Al llegar, fueron separados, fotografiados, interrogados, examinados y luego devueltos a la comandancia policial. Las condiciones no eran terribles. El Deportivo Táchira incluso envió pollos a la brasa y hamburguesas.

Hinchas, incluidos algunos en el extranjero, recaudaron dinero para su defensa legal. Fuentes dijeron a Reason, bajo condición de anonimato, que los fiscales habían exigido hasta 1.500 dólares por persona para retirar los cargos.

Cuatro días después de haber salido rumbo a Caracas, los abogados llegaron a un acuerdo con la fiscalía: 24 de los detenidos, incluido Samuel, serían liberados provisionalmente. Cinco hombres seguirían presos: el conductor del autobús y otros cuatro acusados de agredir a un policía.

No existe evidencia que respalde esa acusación. Las autoridades señalaron como pruebas el patrullero dañado y una foto viral de un oficial con una herida en la cabeza. Pero fuentes dijeron a Reason que ninguno de los detenidos participó en un altercado; simplemente fueron señalados porque su autobús era el último de la caravana, lo que lo hacía más fácil de aislar.

Samuel y los demás fueron excarcelados, pero deben volver a Caracas para presentarse ante un juez periódicamente, sin importar que vivan al otro lado del país.

A la mañana siguiente, un autobús del Deportivo Táchira llegó para llevarlos a casa. Samuel se sentó junto a Julia y su hija. Cuando entraron al estacionamiento del estadio en San Cristóbal, los esperaba una multitud ondeando banderas del equipo y cantando. Al bajar, los familiares de los detenidos lloraban de emoción.

Los 24 que están fuera de la cárcel ahora viven con miedo de ser arrestados de nuevo. Las familias de los 5 que siguen presos declinaron hablar.

El Deportivo Táchira retiró discretamente su apoyo a los detenidos después de que Diosdado Cabello defendiera los arrestos en su programa semanal de televisión estatal, asegurando que el grupo había puesto en riesgo a la policía y casi había matado a un funcionario.

Hoy, Samuel está de vuelta en su trabajo. En estadios de Chile, Bolivia, Paraguay y Ecuador, hinchas han desplegado pancartas con la frase Libertad para los cinco de Táchira. Son parte de la diáspora venezolana, que alientan a nuevos equipos en sus países de acogida, pero no han olvidado el templo sagrado ni el aroma a pino fresco en el aire andino.

Casi todos los días de semana, al mediodía, Samuel coloca una radio portátil junto a su ventanilla en el banco para escuchar el partido. La revolucón no se lo ha llevado todo.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

rpoleoZeta

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