Hace varios años, leyendo Verdades, Valores y Poder de Joseph Ratzinger me llamó mucho la atención las distintas citas que hacía de un autor italiano. El libro que Ratzinger refería se llama Las Sociedades Liberales en la Encrucijada de nuestro entrevistado de hoy, el gran pensador europeo Vittorio Possenti.
Vittorio Possenti es un filósofo italiano destacado por su trabajo en filosofía política, ética, antropología filosófica especialmente dentro del contexto del pensamiento cristiano. El profesor Possenti es un maestro sabio y educado. Uno de sus principales intereses es contribuir a una visión de la política que esté fundamentada en principios sólidos, rechazando cualquier enfoque relativista o puramente pragmático. Para él, una política justa debe estar orientada al bien común y basada en una concepción objetiva del bien y la verdad. Hemos puesto algunas notas en la entrevista para ilustrar conceptos que ha expresado el profesor Possenti.
– Profesor, muchas gracias por esta entrevista. En su obra usted defiende una visión de la democracia abierta a la trascendencia y llena de valores que la alimenten. Desde su punto de vista, ¿cuáles son algunas posibles soluciones o caminos para superar la actual crisis de la noción de verdad que experimenta la democracia actual?
– En primer lugar, debemos tener claro que la democracia como tal no produce verdad, porque su principio es elegir a la autoridad política ab omnibuset ex omnibus (todos pueden participar en las elecciones y todos pueden ser elegidos), y avanzar hacia el respeto de la persona y del bien común. La verdad no la produce la democracia, que es un criterio de ordenación política. Tampoco la mayoría, ni tampoco el gran y poderoso sistema mediático producen la verdad. La verdad se logra mediante una investigación sincera y libre. La crisis flagrante de la verdad en las democracias occidentales está vinculada a la crisis de la idea de verdad en la filosofía. El antirrealismo filosófico genera un rechazo a la noción de verdad.
El famoso escritor y pensador político Walter Lippmann (1889-1974) creía que la tradición de la philosophia perennis debía constituir el centro de gravedad intelectual de las democracias, para restituir la ciencia política después de la destrucción intelectual a la que había sido sometida desde hacía algún tiempo. En los primeros años después de la Segunda Guerra Mundial, Lippmann emitió un veredicto crítico sobre la situación de la filosofía pública en Occidente, que durante mucho tiempo había estado contaminada por graves errores. Según Lippmann en su libro Filosofía Pública, en tales sociedades «todo lo que tenía relación con lo que el hombre es y debe ser, con su comportamiento en el sistema universal, con sus fines justos y legítimos, se convirtió en una cuestión privada y subjetiva, de la que no se rinde cuenta a la sociedad«. Y así, las democracias liberales de Occidente constituyeron la primera gran sociedad que consideró el complejo de creencias sobre el cual se forma el carácter de los ciudadanos como un asunto completamente privado. Desde entonces, la brecha entre lo público y lo privado ha aumentado y es frecuente la multiplicación de derechos, que a menudo son simples pretensiones.
A modo de ejemplo, releamos la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y preguntémonos si sería aceptada hoy: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que están dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, que entre esos derechos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen gobiernos entre hombres que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados…».
La búsqueda de la verdad en las democracias es hoy aún más difícil de ejercer debido al peso creciente de las noticias falsas, los haters, el dinero malo que expulsa al bueno, la casi imposibilidad de reflexionar antes de responder, la ansiedad de aparecer en escena de cualquier manera, ya que se piensa que ser es aparecer. Ante la guerra de información y la difusión de noticias inventadas ad hoc, la persona está sujeta a la presión de los medios y las redes sociales que la manipulan.
– En su obra La Revolución Biopolítica reflexiona sobre los avances en tecnología, genética y medicina, y cómo estas áreas generan nuevos desafíos éticos y morales. Usted analiza cómo el uso de la tecnología puede afectar la dignidad humana ¿En qué medida la explosión tecnológica contribuye a una mejor democracia y en qué medida la pone en peligro?
– Los dos términos «tecnología» y «democracia» están presentes en el debate público de manera excesiva, lo que debería conducir a su mejor definición, de lo contrario nos exponemos al riesgo de continuos malentendidos y confusiones. En el pasado lejano, la opinión pública tenía una gran confianza en el complejo científico-tecnológico y en el progreso que de él se derivaría, la cual ha ido disminuyendo con el tiempo. Sin embargo, el motivo de este cambio no está claro, lo que en sí mismo tiene sentido. Intentemos sacar a relucir lo implícito, es decir, la diferencia entre ciencia y tecnología.
Los descubrimientos cognitivos de la ciencia constituyen un bien y un progreso, del que continuamente nacen nuevas tecnologías en todos los campos. Si bien el aumento del conocimiento es siempre positivo, es intrínseco a la aplicación de tecnologías que sean «abiertas a los opuestos», es decir, que puedan usarse bien o mal. La ambigüedad de la técnica, un verdadero Jano de dos caras, es inherente a su esencia misma que, como medio poderoso para conectar persona y mundo, no es intrínsecamente buena ni intrínsecamente mala. La energía nuclear puede tanto iluminar una ciudad como destruirla (y vale recordar que el primer motivo que condujo a la tecnología nuclear fue fabricar la bomba atómica con la intención de matar al mayor número posible de seres humanos). Todo avance técnico lleva irrevocablemente en sí la posibilidad de un buen o mal uso; sin olvidar que la creciente multiplicidad de recursos y medios puede desencadenar en el ser humano una carrera ilimitada hacia el poder que se convierte así en el objetivo final.
Hemos habitado la Tierra durante milenios y milenios. La novedad emergente es que la habitamos cada vez más intensamente y, a veces con ferocidad, gracias al poder de la tecnología moderna. No sólo ejercemos un fuerte control sobre la naturaleza, sino que vemos el mundo y el Ser a través de los ojos de la tecnología, que recurre al pensamiento calculador y a las conexiones causa-efecto, y que generalmente margina otras percepciones fundamentales de la vida. Como muchos han observado, considerar la vida casi exclusivamente a través de los lentes de la tecnología implica un estrechamiento brusco del horizonte. Al descuidar numerosos aspectos de la condición humana que no pueden reducirse a una racionalidad estratégica, favorece la ecuación entre homo technicus y homo humanus. Se supone que la técnica puede resumir en sí misma la expresión plena de lo humano.
La voluntadde poder inherente al hombre puede conducirlo a una hybris o soberbiainsidiosa, haciéndonos víctimas del mito de Fausto y del hombre nuevo, difundido en el mundo moderno: el ser humano es una cosa vieja, anticuada y obsoleta; debe ser renovado y sacado del estado inferior en el que se encuentra. Para motivar la evaluación apelamos a aquellos ámbitos en los que el hombre parece no estar a la altura del rendimiento y la funcionalidad de las máquinas.
Luego de ver ciencia y tecnología, miremos ahora hacia la democracia. Como mencionamos anteriormente, la democracia es un criterio de orden político que reconoce la igualdad fundamental entre las personas. Esto es fundamental pero no suficiente, en el sentido de que el orden democrático cobra significado a partir de los valores y objetivos que profesa. El bien y el mal no lo plantea el voto democrático, sino son antecedentes. Una república basada en la democracia representa un indudable beneficio, siempre que se cumplan ciertas condiciones, incluido el respeto a la dignidad humana. Ahora bien, este respeto es algo que, al menos en parte, ya debe existir en el humus de la sociedad y luego debe aumentar mediante la práctica democrática. Tampoco debemos olvidar que muchos entienden la democracia como un elemento formal, basado en procedimientos, incluido principalmente el gobierno de la mayoría: lo que una mayoría decide es correcto y bueno. Sin embargo, está claro que el método democrático debe presuponer una carta de derechos, deberes y una determinada imagen del hombre.
Por lo tanto, sigue siendo dudoso que la explosión tecnológica produzca una mejor democracia, ya que la tecnología puede ser una ayuda para los ciudadanos en algunos aspectos y un perjuicio en otros. Por el momento me temo que prevalecerán las señales y efectos negativos. La esencia de la tecnología nos abruma como un viento que perturba y genera un movimiento inquieto, que no deja espacio a la reflexión. Los actuales imperios tecnológicos, los Cloud Empires, surgen y dominan, imponiendo sus opciones a los Estados y a los pueblos, a partir de la voluntad de poder que los anima y el impulso hacia ganancias inmensas. Estos imperios parecen impulsados por un notable «desinterés antropológico»: primero el poder y el beneficio y luego el hombre. El origen está en la actitud ingenua hacia el progreso tecnológico en la que los seres humanos han depositado una confianza barata durante más de dos siglos. El ser humano mira con asombro la ciencia y la tecnología y se vuelve extrovertido, perdiendo la capacidad de mirar dentro de sí mismo, en su propia interioridad e identificándose con las obras que produce.
Resulta un gran peligro confiar todo el proceso de desarrollo únicamente a la técnica. El Papa Francisco no es ajeno a la arriesgada combinación entre inclinaciones personales y el poder de la tecnología. La encíclica Fratelli Tutti aborda la cuestión del paradigma tecnocrático, por ejemplo, en número 166: «mi crítica al paradigma tecnocrático no significa que sólo intentando controlar sus excesos podamos estar a salvo, porque el mayor peligro no está en las cosas, en las realidades materiales, en las organizaciones, sino en la forma en que las personas las utilizan. Se trata de la fragilidad humana, de la constante tendencia humana al egoísmo, que forma parte de lo que la tradición cristiana llama «concupiscencia»: la inclinación del ser humano a encerrarse en la inmanencia de sí mismo, de su propio grupo, de su propio intereses mezquinos” o en el parágrafo 177 «Quisiera reiterar que la política no debe someterse a la economía y ésta no debe someterse a los dictados y al paradigma de la eficiencia de la tecnocracia”.
– Profesor, siendo la Iglesia activa en la denuncia de temas tales como la tecnocracia que mencionó en la pregunta anterior, ¿cuál cree que debería ser el papel de la Iglesia en la lucha contra otros síntomas de la enfermedad cientificista: el relativismo y el secularismo posmodernos, mientras promueve valores universales para proteger la dignidad humana?
– La respuesta a esta pregunta que combina los temas del relativismo, el secularismo y los valores universales requiere utilizar no sólo una perspectiva teológica sino también filosófica, ya que en la cultura actualmente hegemónica están presentes visiones filosóficas y prejuicios que dificultan la acción eclesial. Entre los diversos elementos críticos, cabe mencionar la insuficiencia o escasez de investigación filosófica en la Iglesia durante los últimos 30 años. Esta actitud proviene de la dudosa afirmación de que la teología y la ciencia pueden dialogar directamente sin recurrir a la mediación filosófica: se alimenta la ilusión de que ambas disciplinas no están llenas de conceptos exquisitamente filosóficos. La Fides et ratio, que no descuida estos elementos, parece haber sido marginada e ignorada.
Refiriéndose al debate sobre las raíces cristianas de Europa, Joseph Ratzinger explicaba en abril de 2005 en Subiaco, Italia, que la cultura de la «ilustración radical» pretende convertirse en constitutiva de la identidad europea: «Junto a ella, diferentes culturas religiosas pueden coexistir con sus respectivos derechos, a condición de que, y en la medida en que, respeten los criterios de la cultura de la Ilustración y se subordinen a ella. Esta cultura de Iluminista se define por los derechos de la libertad… Una ideología confusa de la libertad conduce a un dogmatismo que se muestra cada vez más hostil a la libertad”. Con esta constelación cultural podemos -de hecho, debemos- afrontar una discusión del mismo nivel y mejor fundamentada en el nivel de los principios.
En esta dinámica, la Iglesia ha desarrollado a lo largo de los siglos, y especialmente en los últimos 150 años, su propia enseñanza -la Doctrina Social de la Iglesia- que manifiesta una riqueza considerable capaz de hacerla parecer, y no sólo a mis ojos, la mejor ‘filosofía pública’ disponible hoy a nivel global y planetario. En segundo lugar, el relativismo y el secularismo plantean cuestiones fundamentales que no pueden responderse con una apelación a lo exclusivamente religioso, sino desarrollando una visión filosófica y metafísica que no se doblegue demasiado fácilmente al repudio a priori del pensamiento metafísico y a la alabanza de la postmetafísica. El dicho «nunca más metafísica» resuena ampliamente, con el objetivo de cerrar todas las grietas por las que pueda reaparecer la racionalidad ontológica. Propongo dos temas en los que la intervención del discurso filosófico parece indispensable: la cuestión de si los derechos humanos son sólo derechos de libertad; y el de la idea de naturaleza humana. ¿Es esta última una noción universal o una construcción del individuo?
La frase de Ratzinger citada anteriormente ofrece una apertura a un problema inevitable, que me ha parecido muchas veces formularlo así: ¿son los derechos humanos sólo derechos de libertad? Es claro que el derecho a la vida no es un derecho a la libertad, ni el derecho al trabajo, ni el derecho a no ser sometido a torturas o situaciones degradantes. El tema merece un desarrollo que aquí no es posible. Bastarán algunas indicaciones sobre el delicado problema de la esencia y la naturaleza humanas. Ningún valor, ningún derecho o deber humano puede ser declarado universal si la naturaleza humana no fuera universal, y fuera sólo una variable que cambia según las culturas. La universalidad de la naturaleza humana constituye una base común sobre la cual construir valores universales. Con este enfoque nos liberamos de las pretensiones de deconstrucción sistemática, interpretación infinita y relativismo historicista.
En segundo lugar, desde hace tiempo se está produciendo un proceso de «desnaturalización» del hombre, en el sentido de que el sujeto cree que no tiene naturaleza, sino que ésta debe ser su propia construcción basada en preferencias y elecciones. El pseudohumanismo libertario hace que la dignidad del hombre consista sólo en el postulado de su autonomía absoluta, identificando el «principio de dignidad» y el «principio de autonomía». Naturalmente no son opuestos, ya que el segundo está incluido en el primero, pero la interpretación libertaria alimenta una desconfianza creciente hacia la idea de dignidad, creyendo que este concepto conduciría a negar el corazón de los derechos humanos y la libertad del sujeto. La dignidad limitaría la autodeterminación absoluta del individuo en la relación que mantiene consigo mismo.
Por otro lado, este “yo orgulloso” y separado es el orgullo de unos pocos. En los tiempos calamitosos en los que vivimos, el yo es a menudo un ‘yo mínimo’ que se contrae sobre sí mismo, tratando de cortar los vínculos con los demás para evitar las dificultades de la relación. El “yo mínimo”, que se niega a participar en la vida pública, se encierra y levanta el puente levadizo para encontrar un espacio de supervivencia. El “yo soberano” de la autodeterminación, que también es un yo narcisista y prometeico, puede entonces transformarse en el yo enojado y ensimismado.
– Una de las consecuencias de ese “Yo” exacerbado se materializa en un momento donde cada quien convierte su deseo en derechos, ¿cuál es su perspectiva sobre el aborto en el contexto de los derechos humanos?
– En las grandes Cartas y Declaraciones sobre derechos humanos, por ejemplo, en particular la Declaración Universal de Derechos Humanos 1948, no aparece en ninguna parte el «derecho al aborto», que algunos países han introducido recientemente o quisieran introducir en su Constitución como un derecho. Tal pretensión carece de fundamentos, ya que en la Declaración de 1948 aparece el derecho a la vida, no el «derecho al aborto». Ello sólo puede establecerse con un acto arbitrario de derecho positivo, que se apoya en una mayoría política cambiante que en un momento dado se impone, sin poder exhibir ningún fundamento racional.
El punto más decisivo se refiere a la ideología libertaria extrema que trasluce en la operación y que la vicia: es decir, no aparece ningún otro derecho o sujeto sino la «libertad de abortar». En el centro está sólo la mujer y su elección: el concebido, el niño ha desaparecido. No hay equilibrio entre la libertad de la mujer de disponer de su propio cuerpo y el derecho, no tomado en cuenta, del hijo concebido a nacer. El escrito aparecido en la Torre Eiffel en marzo – en el momento de la aprobación de la ley en el Parlamento – sobre «mi cuerpo» implica una concepción propietaria que descuida o borra al otro presente en él. El cambio introducido no gira en torno a “la libertad del aborto y/o su contención”, sino exclusivamente a “la libertad del aborto”. Se crea así una neolengua nominalista que acomoda las cosas según la perspectiva elegida. La desaparición del otro, su cancelación son resultados coherentes de la ideología del individuo egocéntrico que dice «yo soy yo» y no me interesa el otro.
Un elemento llama nuestra atención: el «derecho al aborto» no puede tener fundamento en la Declaración de 1948, ni en la Declaración de Independencia Americana que comenzó citando los tres valores supremos: vida, libertad, pursuit of happiness; sin embargo, el horizonte cambia radicalmente si leemos la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Francia (1789) cuando dice: “Los derechos naturales e imprescriptibles del hombre son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión… La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a los demás: así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre tiene como límites sólo aquellos que aseguren el disfrute de esos mismos derechos a otros miembros de la sociedad. La Ley tiene derecho a prohibir únicamente acciones perjudiciales para la sociedad. Todo lo que no esté prohibido por la Ley no puede impedirse, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena.» La primera gran sorpresa reside en el hecho de que el derecho a la vida no figura entre los derechos fundamentales. Por muy particular que nos parezca, la Declaración de 1789 situaba la libertad y no la vida en la cima de todo. El derecho a la vida está ausente no sólo en la tríada Liberté, Égalité, Fraternité, sino que tampoco está en toda la Declaración.
La Constitución francesa de 1958, aún vigente, también hace referencia a la mencionada tríada, pero no al derecho a la vida. De hecho, el concepto clave es el de soberanía, (increíblemente, ¡el de Federación Europea!) En cuanto a Alemania, su Ley Fundamental de 1949 es clara: “Toda persona tiene derecho a la vida y a la integridad física”, al igual que el CEDH, “El derecho de toda persona a la vida está protegido por la ley” y la Carta de Niza del año 2000: “Toda persona tiene derecho a la vida”.
– Ratzinger es reconocido por seguidores e incluso adversarios como uno de los grandes pensadores en toda la historia de la Iglesia y quizá occidente. Usted ha sido citado numerosas veces por Joseph Ratzinger. ¿Qué significó para usted ser referencia de Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI, sobre un tema crucial como la verdad y cómo influyó esto en su camino filosófico? ¿Cómo aborda la relación entre religión y filosofía?
– Abordé la conexión entre verdad y política en el volumen Las sociedades liberales en la encrucijada. Rasgos de la filosofía de la sociedad (publicado en español por la Editorial Nuevo Inicio en el año 2014), quizás mi mejor obra en el campo del pensamiento político. Creo que le envié el libro como regalo al Cardenal Joseph Ratzinger. El Cardenal citó el volumen varias veces, especialmente para el problema de la verdad política práctica y para la delicada cuestión de la conexión entre democracia y verdad, que sigue siendo muy importante hoy frente a la tentación «democrática» de considerar la opinión de la mayoría como verdad como mencionamos anteriormente. La quaestio de Veritate ya me había desafiado durante varias décadas y había escrito sobre ella en varias ocasiones, asumiendo la perspectiva y la tradición de la filosofía del ser y del realismo. Unos años más tarde, el tema estuvo en el centro de la encíclica de Juan Pablo II en 1998 Fides et ratio, que relanzó tanto el realismo clásico como la idea de verdad y definió al ser humano como aquel marcado por un deseo indomable de alcanzar la verdad. En noviembre de 1998, el Cardenal Ratzinger y yo, moderados por el Cardenal Ruini, comentamos algunos núcleos primarios de la encíclica en la Basílica de San Juan de Letrán.
La relación entre religión y filosofía es muy compleja y va más allá de la tarea de alianza entre razón y teología, que surge de la fides quaerens intellectum: la fe que busca a través del ejercicio del intelecto su autocomprensión. La conexión entre religión y filosofía está desequilibrada, porque la primera ofrece lo que la segunda rara vez puede ofrecer; es decir, una respuesta a las preguntas perennes del ser humano y su deseo de ser reconocido por otra subjetividad: que haya alguien que pueda abordar mi precaria y frágil subjetividad y reconocerla, haciéndole justicia.
Esto es lo que da la religión en su más pura esencia. La religión, que se sitúa más allá y por encima de la ciencia y la filosofía, consiste en una relación absoluta con lo Absoluto, en un diálogo entre persona y Persona, con todas las confusiones, deleites, perdidas y desencuentros de una conversación entre dos subjetividades.
Es algo elevado vivir según la ética y la razón; pero es algo superior existir ante Dios del modo como lo experimentaron Moisés, los profetas y los místicos. Me refiero a la “existencia completa” que va más allá de la “existencia auténtica”, de la que nos habla Heidegger. Por ello, la experiencia religiosa no puede decaer, extinguirse, no puede prescindirse de ella, porque en esa experiencia el hombre siente que no está objetivado, sino comprendido en su más profunda subjetividad y por tanto reconocido.
Vamos a considerarlo en los hechos. La filosofía y la ciencia objetivan al sujeto, porque sólo lo conocen en la medida en que lo plantean como objeto, a través de la abstracción, la universalización, el concepto. Estos acontecimientos, no dependen de la buena o mala voluntad de los individuos, sino de la estructura, la condición y el conocimiento humano; no son voluntarios, sino realidades insuperables e inherentes.
Si a través del intelecto intentáramos conocer plenamente al sujeto como objeto, no le hacemos justicia, pues es imposible sumergimos en su verdad, en su interioridad, mucho menos en su misteriosa pero real intuición que todo sujeto tiene de sí mismo como persona. El concepto universaliza y objetiva, el amor individualiza y subjetiva: sólo en la experiencia de tal amor se me revela de alguna manera la subjetividad del otro, en sentido distinto de cualquier fenomenología de “la mirada del otro”, analizada por Sartre.
Quizás la necesidad humana más fundamental sea la de ser reconocido. Es posible que con gran dificultad el hombre pueda renunciar o moderar el impulso hacia la felicidad; sin embargo, no puede despojarse de la necesidad primordial de ser comprendido, es decir, de que haya alguien que le haga justicia. La experiencia de que no haya nadie, ni hombre ni nada, que pueda hacer justicia a mi singular subjetividad, comprendiéndola, es para el hombre la entrada en la desesperación y una especie de anticipo del infierno.
La relación religiosa tiene una particularidad que la mayoría de los intercambios humanos no tienen: en ella tiene lugar una experiencia de diálogo y de misericordia, en la que mi ego no es objetivado y por tanto universalizado, sino comprendido en su singularidad. Al conocer abiertamente mi singularidad, Dios me conoce más de lo que yo me conozco a mí mismo. Él me hace justicia, al menos en el sentido de que ante Él mi subjetividad no se vuelve abstracta, sino es capturada en su propia existencia. Él me comprende, para que mi yo pueda emerger de la soledad y de las relaciones no auténticas.
Precisamente una filosofía máximamente realista, como la filosofía del ser, que tiende con todas sus fuerzas a conocer, universalizando y objetivando en el concepto, sabe también que no todo puede afrontarse así, y que la vida profunda de la persona no es alcanzable.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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