Venezuela y la necesaria reconstrucción institucional

«Aquellos que sacrifican libertad por seguridad no merecen tener ninguna de las dos». Benjamin Franklin (1706-1790).

Para 1998, Venezuela había experimentado 40 años ininterrumpidos de democracia liberal en un subcontinente caracterizado por férreas dictaduras. En los primeros tres lustros de esa democracia, los avances en materia política, económica y social (sin duda, respaldada por el ingreso petrolero, pero no como única causa) fueron tan espectaculares que el país se consideró un pequeño milagro en América Latina. Pero ya alrededor de 1972-1973, si tomamos en cuenta los datos recogidos del Instituto V-Dem, el deterioro de las instituciones políticas y económicas venezolanas iban en un lento pero claro declive: Deterioro del Estado de Derecho, masificación de la corrupción en la administración pública y un debilitamiento continuo de la eficacia del Poder Judicial, evidenciaba que la democracia vibrante venezolano cada vez más se asomaba a una muy frágil situación institucional.

Esa debilidad institucional tanto en lo económico como en lo político, obviamente estancó los avances sociales alcanzados en los primeros lustros de la democracia y paralizó el vertiginoso proceso de reducción de pobreza que el país experimentaba desde 1958. La combinación de debilidad institucional con la frustración social producto del estancamiento del ascenso social, se intentó atajar en los noventa con profundas reformas políticas y económicas de carácter institucional en el país, primero con Carlos Andrés Pérez y luego Rafael Caldera, en sus respectivos segundos gobiernos. Pero, por un lado, las intentonas golpistas del año 1992 y luego la conspiración de élites políticas, económicas y mediáticas del país que se beneficiaban de la institucionalidad extractiva en que estaba degenerando la democracia, impidieron que esas reformas llegaran lejos.

Con base a lo anterior, no fue raro ver en 1998 que llegara al poder al ex militar golpista Hugo Chávez, en lo que Hannah Arendt llamaría “la alianza entre élites y chusma” (Arendt, 2006) para supuestamente mantener la institucionalidad extractiva de la débil democracia venezolana. Pero el chavismo no se iba a contentar con eso: Quería el acaparamiento de todo el poder posible en la sociedad venezolana. Desde el advenimiento de Hugo Chávez en 1998 y su sucesor Nicolás Maduro, no es para nada exagerado decir que la democracia en Venezuela terminó de morir y los espacios de libertad de los ciudadanos, tanto en lo político, como en lo económico, social y cultural se redujeron a niveles microscópicos. A los regímenes con objetivos totalitarios les gusta definir la realidad de acuerdo a una cuestión de narrativas, tratando de convertir las verdades de opinión en verdades de hecho (Arendt, 1996). Pero el pensamiento científico que Occidente ha heredado de la Ilustración nos muestra que la libertad no sólo es tangible, sino también definible, medible y perfeccionable gracias a las ciencias sociales. Usando datos del V-Dem podemos decir sin acusación que Venezuela:

En 1998, la democracia liberal en Venezuela se registraba como 0,59/1; en 2022 la cifra era de 0,06/1.En 1998, el índice de democracia electoral de Venezuela era 0,74/1; en 2022 era de 0,21/1.En 1998, el índice de componente liberal de la sociedad venezolana (léase el principio liberal de la democracia enfatiza la importancia de proteger los derechos individuales y de las minorías contra la tiranía del Estado y la tiranía de la mayoría. El modelo liberal tiene una visión “negativa” del poder político en la medida en que juzga la calidad de la democracia por los límites impuestos al gobierno. Esto se logra mediante libertades civiles protegidas constitucionalmente, un fuerte Estado de Derecho, un Poder Judicial independiente y controles y equilibrios efectivos que, en conjunto, limitan el ejercicio del Poder Ejecutivo) era de 0,78/1. En 2022 la cifra era de 0,14/1.En 1998, el acceso a los servicios públicos por grupo social (léase, si los servicios públicos básicos, como el orden y la seguridad, la educación primaria, el agua potable y la atención médica, están distribuidos equitativamente entre los grupos sociales) era de 3,02/4. Para el 2022 fue de 1,45/4.Para 1998, el Estado de Derecho en Venezuela era de 0,52/1. Para el 2022 el índice de este factor era del 0,01/1.Para 1998, el índice de propiedad privada en Venezuela era de 52,8. Para el 2022 la cifra rondaba el 0,2 (Fuente: Organización Heritage).

7. Para 1998, el índice de libertad empresarial era 70,0. Para el 2022, la cifra era del 30,8.

Índices de democracia electoral, liberal, Estado de Derecho, componente liberal de la sociedad venezolana y acceso a los servicios básicos por grupo social en Venezuela, 1998. Fuente: Instituto V-Dem.Índices de democracia electoral, liberal, Estado de Derecho, componente liberal de la sociedad venezolana y acceso a los servicios básicos por grupo social en Venezuela, 2022. Fuente: Instituto V-Dem.Evolución del índice de propiedad privada en Venezuela entre 1996 y 2022. Fuente: Fundación Heritage.Evolución del índice libertad para hacer negocios en Venezuela entre 1996 y 2022. Fuente: Fundación Heritage.

Al examinar cualquier indicador elaborado por organizaciones independientes al Gobierno, se evidencia que la libertad en Venezuela ha retrocedido a niveles abismales en el país durante 24 años de gobierno chavista. Las libertades personal, política, social y económica han sido revertidas a niveles casi premodernos. Esto no es cuestión de concursos de narrativas (verdades de opinión) sino de datos duros de una realidad que algunos por sofismas tratan de esconder (verdades de hechos).

Podríamos definir a la oposición política a la tiranía del chavismo con una frase: por más de dos décadas ha estado al borde del exterminio, y paradójicamente por más de dos décadas ha sobrevivido. Una parte de la ecuación de que porqué el chavismo ha sobrevivido se debe a errores estratégicos de la oposición, tales como apostar a medios insurreccionales cuando los electorales estaban aún abiertos; y luego apostar a canales de resolución de conflictos con base a la negociación política; y la competencia electoral en momentos cuando el chavismo ha cerrado institucionalmente dichos canales. La otra variable de la ecuación es la falta de escrúpulos del régimen chavista, especialmente al usar a los más vulnerables como escudo contra toda oposición contra él: desde la represión salvaje de las fuerzas policiales (paramilitares) de toda manifestación de calle contra su poder, así como empeorar las condiciones económicas y sociales del país a niveles críticos para garantizar su hegemonía. De estas dos partes de la ecuación ha permitido la estabilidad y continuación del régimen chavista en Venezuela. Dicho régimen consolidado ha creado una situación de caos en el país que ya se siente en todo el mundo por la gigantesca diáspora de venezolanos que inunda a diferentes países de la región y del mundo. La comunidad internacional, no teniendo muy claro cómo ayudar a parar este caos, ha implementado desde el año 2014 hasta el presente, sanciones del tipo económico. Inicialmente contra personajes específicos del gobierno venezolano, escalando a medidas más generalizadas que han afectado las exportaciones petroleras de Venezuela y las transacciones financieras del Banco Central de Venezuela.

El nuevo error estratégico de la oposición venezolana unida una vez más a la falta de escrúpulos del Gobierno, ha impedido que estas sanciones puedan afectar positivamente un cambio político en Venezuela. En abril de 2019, luego de un fallido y muy torpe intento de golpe de Estado contra Nicolás Maduro, la oposición dejó a la comunidad internacional y sus sanciones el trabajo de implosionar al régimen chavista; en vez de usar las sanciones internacionales como recursos para fracturar los elementos que sostienen al régimen venezolano (cooptando a sus integrantes descontentos) y así crear un cambio político basado ya sea en negociaciones políticas, competencia electoral o nuevamente un intento de salida insurreccional.

Este punto muerto a nivel político le ha permitido al Gobierno vender la narrativa de que las sanciones internacionales son la causa y no la consecuencia de la crisis que vive Venezuela, y con ello extorsionar tanto a nivel interno como externo sosteniendo que, si no se retiran, no hay ni siquiera posibilidad de un diálogo político para resolver la crisis. Pero esta narrativa ha sido replicada no sólo por voceros de gobiernos y los beneficiarios del statu quo que ha construido. Organizaciones sociales y personalidades que hasta el momento habían demostrado una incuestionable integridad, lentamente adoptan este discurso oficialista. Ante la desesperanza actual producto de esa percepción que de momento siente que es imposible un cambio político en Venezuela, afirman de forma delirante que la mejor forma de procurar un cambio en Venezuela es respaldando la actual dirigencia del Gobierno y el statu quo dominante. Bajo el discurso que ellos mismos saben que es falso, creen que la libertad política y económica volverá a Venezuela por medio del levantamiento de las sanciones, sin contraprestaciones de liberalización y democratización política. Siendo un grupo de personas autodefinidas con una supremacía moral por encima de cualquier otro sector de la sociedad venezolana, podemos llamar a esto “la capitulación de los decentes”. Porque ninguna presión política internacional, sean sanciones o de otro tipo, crea una transición política: son las oposiciones a una tiranía usando entre otras cosas las sanciones internacionales como medios para crear fracturas en una autocracia, las que construyan las transiciones políticas combinando con otras acciones como presión callejera y negociaciones con los elementos del régimen descontentos con el statu quo.

Este discurso podría tener alguna validez si Venezuela, como en el caso cubano, las sanciones internacionales se hubieran implementado casi de inmediato a la instauración del régimen castrista. El caso venezolano queda en evidencia que luego de 14 años de destrucción institucional del país, que las sanciones fueron implementadas y que el grueso del daño que sufre la población no nace de ellas sino del autoritarismo en todos los aspectos del gobierno venezolano, comenzado con la presidencia de Hugo Chávez y continuada por Nicolás Maduro. En más de dos décadas se ha destruido toda institucionalidad política y económica en Venezuela y creer que un simple levantamiento de sanciones resolverá el problema sólo puede calificarse de forma cortés como ingenuo. Porque más que destruir la productividad, el PIB per cápita y la infraestructura del país, así como los derechos políticos, lo que se ha destruido en Venezuela es su institucionalidad, y esta destrucción es lo que sostiene la actual élite política en el poder. Rescatar la institucionalidad en Venezuela es primordial, ya sea en lo político, económico y social. Y nada de eso puede lograrse sin un cambio político. Para que Venezuela se salve y renazca debe reconstruir y reinventar sus instituciones ante el destrozo que el chavismo ha hecho a las mismas en más de dos décadas.

El presente texto se divide en 3 partes: La primera, que desmonta el argumento altamente utilizado en América Latina en general y en Venezuela particularmente, de que su subdesarrollo se atribuye a una tara cultural de los sectores más pobres de la sociedad y no de la incompetencia de sus élites para construir instituciones políticas y económicas inclusivas para generar libertad y prosperidad. La segunda, rondará sobre que más allá la construcción de instituciones políticas y económicas sólidas y libres, es necesario para garantizar la libertad en un país, un constante y regulado conflicto entre Estado y sociedad por medio de instituciones sólidas, donde la democracia es la mejor opción para garantizar esa dinámica. Y, la tercera, sortearemos tanto para el caso venezolano como el de países que sufren experiencias similares, la elaboración de quiebres en las coaliciones autocráticas, para generar una fractura política que posibilite la construcción de una institucionalidad política y económica para la libertad. 

1. No hay pueblos tarados, pero si élites taradas

Douglass C. North, economista norteamericano y ganador del Premio Nobel de Economía 1993, define a las instituciones como: “restricciones que surgen de la inventiva humana para limitar las interacciones políticas, económicas y sociales. Incluyen restricciones informales, como las sanciones, los tabúes, las costumbres, las tradiciones, y los códigos de conducta, como así también reglas formales (constituciones, leyes, derechos de propiedad)… Las instituciones facilitan la estructura de incentivos de una economía; a medida que la estructura va cambiando, dan forma a la dirección de cambio económico hacia el crecimiento, el estancamiento, o el declive” (North, 1981, Structure and Change in EconomicHistory).

Las instituciones son aquellas reglas que regulan nuestras interacciones como seres humanos, nuestras expectativas, cómo competir y cómo cooperar en sociedad entre otras cosas, tanto a nivel político, económico y social para alcanzar nuestros objetivos, personales y colectivos. Si bien los valores morales de cada individuo son vitales para su realización como persona; los valores sociales internalizados, gracias a las instituciones, son en la psique de los habitantes de cada ser humano las reglas vitales que posibilitan la convivencia y prosperidad de una sociedad, independientemente del nivel de integridad moral de los sujetos que la integran.

Ya Immanuel Kant en el siglo XVIII nos expresaba que la moralidad de cada uno dirige la acción de cada ser humano y sus consecuencias; mientras que el Derecho, respaldado en el Estado, garantiza las reglas mínimas posibles entre seres humanos para convivir.

“El problema del establecimiento de un Estado tiene siempre solución, por muy extraño que parezca, aun cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean entendimiento. El problema es el siguiente: «He aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se inclina siempre a eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y el resultado público de la conducta de esos seres sea el mismo exactamente que si no tuvieran malos instintos”(Immanuel Kant, “De la garantía de la paz perpetua”, Sobre la paz perpetua, 2002).

Y antes de Kant, casi un siglo antes, John Locke, al que se le atribuye ser el padre de lo que entendemos como liberalismo, nos asomó la necesidad de reglas comunes y un árbitro como tercero dentro de las interacciones humanas para asegurar la existencia y convivencia de seres humanos en sociedad:

“Y para que los hombres se repriman a la hora de invadir los derechos de los demás, eviten los daños mutuos y se observe la ley natural, cuyo deseo es la paz y la preservación de la humanidad, en este estado ha sido puesta a disposición de todos los hombres la ejecución de la ley de la naturaleza, por la cual, cualquiera tiene el derecho a castigar a los transgresores en un grado tal que impida su violación…  No es razonable que los hombres sean jueces en los casos en que ellos mismos están implicados, pues el amor propio puede inclinarlos a actuar con parcialidad, a favor suyo y en el de sus amistades. Y por el contrario, la ofuscación y la sed de venganza les pueden llevar demasiado lejos a la hora de castigar a los otros…  Pues, allí donde existe una autoridad, un poder terrenal al que apelar para obtener la oportuna reparación, desaparece el estado de guerra, pues las controversias se resuelven ante ese poder… Sin embargo, allí donde no existe tal apelación por carecer de leyes positivas y de jueces con autoridad, y tal es el caso del estado de naturaleza, una vez que da comienzo el estado de guerra, éste no cesa”(John Locke “Dos ensayos sobre el gobierno civil”, 1662).

Entonces, ¿los países subdesarrollados están predeterminados a nunca tener sociedades libres porque son tarados culturalmente? La respuesta es no. En el caso latinoamericano se vendió la idea de que la única manera de alcanzar la modernidad política y económica en América Latina era a través del modelo positivista, el cual concibió el progreso de las sociedades de una forma lineal y única a través del modelo europeo, especialmente el anglosajón. Bajo este sesgo filosófico, las sociedades latinoamericanas no estaban maduras para la industrialización, el Estado de Derecho y la democracia, y por eso necesitaban de un déspota, “un gendarme necesario” que las pusiera en cintura hasta que tuvieran la madurez cultural de la Europa Occidental.

Pero entonces, si el problema no era la cultura sino las instituciones, ¿por qué los latinoamericanos en general, y Venezuela en particular, presentan tantos fracasos? Durante la Guerra de Independencia, las élites que modelaron la sociedad separada de España por un lado necesitaban imitar un modelo republicano que justificara su separación del Imperio español, al mismo tiempo que se heredaba las instituciones políticas y económicas extractivas (ergo, que favorecían sólo a unos pocos) para beneficiar a la élite que dirigió la Independencia.

Por otro lado, hay que considerar que la formación ideal de una nación es Constitución-Estado-República-Democracia (Mires, 2006). Pero en la mayor parte de los países latinoamericanos la cuestión se invirtió. Los ejércitos republicanos no surgieron de un Estado Republicano sino el Estado Republicano nació de los ejércitos independentistas que tenían como estandarte una República. Las Constituciones no se construyeron para regular el uso de la fuerza del Estado, sino que la fuerza del Estado nacida de los ejércitos creó la Constitución. Por eso la jefatura militar parece el estado natural de los latinoamericanos, con una institucionalidad para regular las interacciones humanas sumamente débiles. Esto generó un ciclo vicioso en el que la institucionalidad débil creaba los tiranos (el modo más básico de institucionalidad es la fuerza y la coacción), a su vez para derrocar a los tiranos se generaban terribles guerras civiles, que sólo llegan a su fin cuando un nuevo tirano alcanzaba el poder, en un continuo y perverso círculo vicioso que destinaba a estos países a la miseria y la tiranía.

Pero, ¿realmente la cultura no tiene nada que ver con el éxito y fracaso de las naciones? Sí y no. Sí, en el sentido que las normas sociales, que están relacionadas con la cultura, importan y pueden ser difíciles de cambiar y, en ocasiones, apoyan o adversan a las instituciones.

“Pero, en gran medida, no, porque los aspectos de la cultura que se suelen destacar (religión, ética nacional, valores africanos o latinos) no son importantes para comprender cómo llegamos aquí y por qué persisten las desigualdades en el mundo. Otros aspectos, como hasta qué punto la gente confía en los demás o es capaz de cooperar, son importantes, pero sobre todo son resultados de las instituciones, no una causa independiente” (Acemoglu y Robinson, “¿Por qué fracasan los países?”. Página: 43).

La moral y las inclinaciones éticas de las personas, ya sean construidas esencialmente por sus experiencias personales o por la cultura en la que se criaron, son importantes en general, pero poco relevantes para definir la convivencia en sociedad. Como decía Kant en todo momento, es más importante la construcción de un andamiaje de reglas y pautas de conductas (a las que llamamos instituciones) para que los individuos, aunque tenga nobles o perversas inclinaciones, las acepten para garantizar su propia sobrevivencia, competencia y su cooperación en sociedad en la persecución de sus objetivos.

Las instituciones al ser normas que constriñen nuestro comportamiento, también constriñen al poder, sea de los particulares, sea del Estado en su rol para constreñir la violación de la libertad entre los propios sujetos. El Estado es una de las instituciones más importante de una sociedad, ¡pero no la única! Y para evitar que acumule un poder desmedido debe estar respaldado y controlado por otras instituciones, para no caer ni en la tiranía gubernamental ni en la tiranía de las costumbres sociales. Las sociedades libres se construyen por un complejo andamiaje de reglas e instituciones, tanto a nivel vertical como horizontal, tanto alrededor del Estado como alrededor de los individuos sometidos a su poder, para asegurar de estos últimos el mayor nivel de libertad que puedan disfrutar sin aplastar a las de sus coetáneos.

Según el sociólogo Max Weber el poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social aún contra toda resistencia, y cualquiera sea el fundamento de su probabilidad. Toda sociedad por muy igualitaria que sea, tiene desigualdades y de esas desigualdades nace el poder. A su vez, ese poder es necesario para poder construir fines comunes libremente acordados entre individuos. Pero si el poder no se encauza en instituciones sólidas, libres e inclusivas, sólo beneficiará a un grupo reducido de personas a costa de las otras. No es cuestión de ética individual sino de andamiaje institucional lo que hace corrupta o virtuosa una sociedad.

Las tiranías, despotismos y autocracias odian la institucionalidad. La detestan, aborrecen y la denigran. Porque si bien el autoritarismo ama el Estado, detesta cualquier constreñimiento al poder bruto que pueda emerger del Estado. Vaciar de institucionalidad al Estado lo convierte en una maquinaria brutal para imponer su voluntad o de la élite que lo sostiene en el poder, siendo imposible construir consensos hacia fines comunes. Reducen el poder del Estado a mera coacción activa. No es casualidad que lo países con mayor debilidad institucional (política y económica), sean a su vez los más autoritarios, corruptos, poco competitivos económicamente y con peor bienestar social:

-Para el año 2022, el Índice de Calidad Institucional (ICI) registró que en el año 2013 la calidad institucional de Venezuela era de 0,13/1 a nivel global (luego de 14 años de gobierno chavista). Para el 2022, Venezuela registró que en institucionalidad política el país rondaba el 0,0718/1 y la institucionalidad económica 0,0232/1.

-Para el año 1998, según datos del V-Dem, la corrupción en el sector público era de 0,54/1. Para 2022, el índice registraba 0,98/1.

-Para el año 1998, según datos del V-Dem, el Gobierno basado en la mera autoridad personal o neopatrimonialismo en Venezuela (la regla neopatrimonial refleja la idea de que las formas personalistas de autoridad impregnan las instituciones del régimen formal -Clapham, 1985-. -Según Bratton y Van de Walle, 1997-, un régimen de neopatrimonialismo es aquel que combina relaciones políticas clientelistas, presidentes fuertes y sin restricciones y el uso de recursos públicos para la legitimación política) era de 0,4/1. Para el año 2022, el índice registraba 0,98/1. -Para 1998, la Fundación Heritage registraba que en Venezuela existía 54,8 de libertad económica. Para el año 2022 la cifra era de 25,8.

Fuente: Índice de calidad institucional política y económica venezolana, 2022. Red liberal de América Latina.Índice de corrupción en el sector público y neopatrimonialismo en el Estado venezolano en 1998, caso venezolano. Fuente: Instituto V-Dem.Índice de corrupción en el sector público y neopatrimonialismo en el Estado venezolano en 2022, caso venezolano. Fuente: Instituto V-Dem.Índice de libertad económica en Venezuela, entre 1996 y 2022. Fuente: Fundación Heritage.

Como vemos, la debilidad institucional de una sociedad o una institucionalidad esencialmente extractiva se traduce en autoritarismo político; supremacía del prestigio personal sobre el meritocrático, altas tasas de corrupción y escasa libertad económica. Sin reglas y mecanismos para hacerlas vigentes, tanto para contener el poder bruto del Estado como las interacciones de los individuos, la libertad muere y la miseria prospera. Las élites, al menos en América Latina, ya sean por su incompetencia en crear instituciones libres o su deseo de crear instituciones extractivas que le beneficiaran siempre, apelaron a que el ciudadano promedio era un tarado culturalmente. Y si la ciudadanía era tarada tanto para ejercer su libertad en lo político, económico y social, era necesario imponer una bota militar para evitar el caos en la sociedad. Su coartada era que la corrupción de la sociedad nacía de la moral privada y no de la institucionalidad pública.

Pero el verdadero origen de la corrupción no es la condición social, racial, sexual, nacional, partidista o independiente, civil o militar, religiosa o seglar de un individuo o un pueblo (Caballero, 2009). Tanto un latinoamericano, un árabe, un africano, tienen el mismo potencial moral para corromperse como un canadiense, un danés, un japonés o un neozelandés. Porque los fundadores de repúblicas autoritarias en el mundo vendieron la idea de que la moralidad pública es una cuestión de honestidad personal. Para que una sociedad llegue a ser virtuosa, la cuestión no descansa es que esta sea gobernada por hombres incorruptibles (coartadas favoritas de los tiranos con complejo de mesías) sino que por medio de la libertad protegida por instituciones una sociedad será honesta, incluso si quienes están en el poder son unos delincuentes. El verdadero origen de la corrupción es el poder, sea el de un individuo o el Estado y a este se le contiene entre normas e instituciones estables. Necesitamos de la institucionalidad del Estado para regular que el poder de determinados individuos pueda ser usado para coartar la libertad de otros individuos; pero a su vez necesitamos una institucionalidad tanto dentro como fuera del Estado para evitar que el mismo haga desmanes sobre la libertad de todos los individuos en sociedad.

2. El muy estrecho pasillo hacia la libertad

“Seamos esclavos de la ley, para poder ser libres”, Marco Tulio Cicerón.

Si usamos cualquier base de datos que toque los temas políticos en torno a la libertad, sea Freedom House, el diario The Economist o Instituto V-Dem, llegaremos a una conclusión: el grueso de la humanidad no vive en libertad. Sólo en una pequeña porción del planeta se puede afirmar que se vive en sociedades realmente libres; mientras el resto, o está cautivo entre el miedo y la represión que infligen los Estados autocráticos, o de la violencia y la anarquía que surgen en su ausencia. Darle mucho poder al Estado nos dirige a la tiranía del gobierno; ningún poder de este nos dirige a la tiranía de individuos o grupos sociales altamente organizados. Sólo equilibrando correctamente el poder de los gobiernos y el poder de la sociedad, los individuos humanos pueden alcanzar la libertad a través de ese estrecho pasillo.

“El pasillo estrecho” libro de Daron Acemoglu y James Robinson publicado en 2019, nos deja claro que para que el individuo tenga libertad el Estado y la sociedad que gobierna tienen que estar en constante conflicto; bajo instituciones y reglas estables, aunque adaptables al tiempo. No existe una fórmula perfecta para que este conflicto sea diseñado de forma permanente para asegurar la libertad individual humana, sólo el precepto que ninguno de los dos polos en conflicto puede tener demasiado poder, porque de lo contrario la libertad muere. No hay equilibrio perfecto sino conflicto asegurado. Sólo la muerte del individuo y la sociedad son el equilibrio perfecto que se puede alcanzar, y tenemos razones para pensar que no es lo que aspiramos.

Para los autores, la libertad es más un pasillo y no una puerta porque “lograr la libertad es un proceso; hay que recorrer un largo camino en el pasillo antes de que la violencia se controle, las leyes se escriban y se impongan, y los Estados empiecen a proporcionar servicios a sus ciudadanos. Es un proceso, porque el Estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que les impone la sociedad y diferentes sectores de la sociedad tienen que aprender a trabajar juntos a pesar de sus diferencias” (Acemoglu y Robinson, 2019, Pág. 12).

El argumento inicial de los autores podría resumirse en esto: para que una sociedad prospere, tanto el Estado como la sociedad deben ser fuertes, y a su vez, el conflicto entre ellos dos debe estar claramente regulado por normas establecidas por una institucionalidad robusta. “Un Estado fuerte es necesario para controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos que son cruciales para una vida en la que las personas tienen poder para hacer elecciones y luchar por ellas. Una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte”(Acemoglu y Robinson, 2019, Pág. 12).

El fetichismo jurídico nos hace creer que un Estado cuya formulación en su funcionamiento sea jurídicamente impecable, garantizará que su poder no sea usado contra la libertad de las personas. Sin la vigilancia de la sociedad canalizada a través de instituciones libres y fuertes, las constituciones y leyes orgánicas no valen mucho más que el papel en el que están escritas. “En la mayoría de lugares y en la mayoría de casos, los fuertes han dominado a los débiles y la libertad humana ha sido anulada por la fuerza o por las costumbres y normas. O los estados han sido demasiado débiles para proteger a los individuos de estas amenazas, o los estados han sido demasiado fuertes para que las personas se protejan contra el despotismo. Únicamente cuando se logra un equilibrio delicado y precario entre el Estado y la sociedad, logra emerger la libertad” (Acemoglu y Robinson, 2019, Pág. 5).

El filósofo inglés Thomas Hobbes, defensor del absolutismo monárquico contemplaba el Estado como un gran Leviatán (enorme monstruo marino bíblico) para evitar el conflicto existencial entre seres humanos (es decir, que culmina con la exterminación de todo aquel que compite por mis intereses). Los Estados se crean para monopolizar el uso legítimo de la defensa en un territorio dado (Weber, 1997) y hacer cumplir las leyes. Pero Hobbes subestimaba que también sin Estado se puede regular los conflictos humanos en detrimento de la libertad. A su vez también Hobbes omitía que el poder no define lo que es correcto y lo que no lo es, y ciertamente por sí solo no garantizaba la vida y la libertad: la vida bajo el yugo del Estado también puede ser salvaje, despiadada y breve.

El Estado puede impedir la guerra entre individuos, proteger a los ciudadanos, impartir justicia de manera razonable, proporciona servicios públicos, y oportunidades económicas que sirven de base para la prosperidad económica. Pero, por otro lado, el Estado puede silenciar a los ciudadanos, dominarlos, encarcelarlos y matarlos, para robarles el fruto de su trabajo o permitir que otros ciudadanos lo hagan.

Por otra parte, sin Estado no necesariamente caeremos en la guerra perpetua de individuos contra individuos cuando sus intereses lleven al conflicto. Las personas pueden organizarse de manera comunitaria en pequeña escala y garantizar el orden social con relativa eficacia, pero a cambio de la falta de libertad. Como ya dijimos, el poder en sociedad deviene de las desigualdades que tiene toda comunidad humana, y siempre dentro de esas desigualdades habrá individuos más ricos, más influyentes o con mayor capacidad de ejercer la violencia. Pasamos de la bota tiránica del Estado todopoderoso a la jaula de las normas de las sociedades sin Estado. En ambos casos, la libertad de los individuos, de los ciudadanos, está anulada.

La libertad de los individuos nace de un constante conflicto y un precario equilibrio entre Estado y sociedad. Los Estados poderosos (no confundir con Estados grandes y con infinitas atribuciones) deben encontrar oposición de la sociedad a través de las normas e instituciones, no sólo para hacer el conflicto entre individuos agonal (sujeto a normas y a la competencia) en vez de existencial (exterminio del otro), sino para hacer frente al Estado y controlarlo. La democracia liberal es de momento el sistema político que mejor ha logrado este objetivo, pero está lejos de ser infalible. La democracia como diría Sartori (2003), es un espacio permanente de incertidumbres. Dentro de la tiranía, sin libertad, ya sea del Estado o de la sociedad, siempre habrá certidumbres y certezas basadas en el autoritarismo. El Estado como el Leviatán bíblico, para garantizar la libertad debe ser encadenado más allá de los instrumentos jurídicos a través de la eterna vigilancia de la sociedad que es gobernada por él.

Este conflicto permanente y en constante ajustes entre Estado y sociedad, es definida por Acemoglu y Robinson como el Efecto Reina Roja, en alusión al famoso personaje del cuento infantil “Alicia en el país de las maravillas” de Lewis Carroll. “El Leviatán puede crear una capacidad mayor y volverse mucho más fuerte cuando la sociedad está dispuesta a cooperar con él, pero esta cooperación requiere que la gente confíe en poder controlar al monstruo marino… El efecto de la Reina Roja se refiere a una situación en la que hay que seguir corriendo para simplemente mantener la posición, como el Estado y la sociedad corriendo rápido para mantener el equilibrio entre ambos. En la novela de Carroll, toda esa carrera era inútil. Pero no es así en la lucha de la sociedad contra el Leviatán. Si la sociedad se relaja y no corre lo bastante rápido para seguir el ritmo del poder creciente del Estado, el Leviatán encadenado puede convertirse con rapidez en uno despótico. Necesitamos la competencia de la sociedad para mantener al Leviatán bajo control, y cuanto más poderoso y capaz sea el Leviatán, más poderosa y vigilante debe hacerse la sociedad. También es necesario que el Leviatán siga corriendo, tanto para expandir su capacidad ante nuevos y formidables retos como para mantener su autonomía, lo cual es fundamental no sólo para resolver disputas y hacer cumplir las leyes de manera imparcial, sino también para romper la jaula de normas… Aunque sea enrevesado, dependemos de la Reina Roja para lograr el progreso humano y la libertad. Pero la propia Reina Roja crea muchas oscilaciones en el equilibrio de poder entre el Estado y la sociedad, cuando una de las partes y luego la otra se ponen por delante” (Acemoglu y Robinson, 2019, Págs. 55-56).

Continuará el miércoles 10/01/2024.

Bibliografía impresa:

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-Acemoglu, Daron; y Robinson, James. E (2019). El estrecho pasillo. España, Deusto S.A. Ediciones.

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Bibliografía electrónica:

-The Economist. 2023. “The world’s most, and least, democratic countries in 2022”. London. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en:  https://www.economist.com/graphic-detail/2023/02/01/the-worlds-most-and-least-democratic-countries-in-2022  (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Fraser Institute. 2020. “Economic freedom”. Vancouver. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en:https://www.fraserinstitute.org/economic-freedom/map?geozone=world&page=map&year=2020&countries=VEN  (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Freedom House. 2023. “Freedom in the World 2022”.Washington D.C. [Web enlínea]. Disponibilidad en Internet en: https://freedomhouse.org/country/venezuela/freedom-world/2022 (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Heritage Fundation. 2023. “2023 Index Economic Freedom”. Washington D.C. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en: https://www.heritage.org/index/visualize (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Institute V-Dem. 2023. “Country Graph”. Gothenburg. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en: https://www.v-dem.net/data_analysis/CountryGraph/  (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Manuel Caballero. 2009. “La corrupción y el encubrimiento”. Caracas. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en:   https://www.analitica.com/opinion/opinion-nacional/la-corrupcion-y-el-encubrimiento/  (Con acceso el 20 de abril de 2023).

-Red Liberal De América Latina. 2023. “Índice de Calidad Institucional ICI 2022. Secuelas de la pandemia”. Ciudad de México. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en: https://relial.org/ici-indicedecalidadinstitucional-2022/  (Con acceso el 20 de abril del 2023).

-World Justice Proyect. 2023. “WJP Rule of Law Index”. Washington, D.C. [Web en línea]. Disponibilidad en Internet en: https://worldjusticeproject.org/rule-of-law-index/global  (Con acceso el 20 de abril de 2023).

*Las tablas y gráficos, conjuntamente con sus leyendas, fueron facilitados por el autor,

Rafael Quiñones Acosta, al editor de La Gran Aldea.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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