Chávez y el chavismo se ocuparon de convertir a Simón Bolívar en un elemento banderizo, es decir, en el actor de un papel que jamás había representado ante la sociedad desde el momento de su muerte. Desaparecido en 1830, sucesivas generaciones de venezolanos se encargaron de negar su muerte para convertirlo en una especie de brújula perenne e indiscutible. Bien porque así lo comenzó a sentir el pueblo que empezaba su tránsito en medio de carestías que parecían insuperables, o por manejos interesados de los políticos que se disputaban el poder, fue sentido como el único elemento capaz de reunir las esperanzas y de superar las necesidades de las generaciones que existieron desde la fundación de la República. Hugo Chávez y el chavismo se encargaron de destruir la ilusión.
Una conclusión de naturaleza histórica que no dejó de ser beneficiosa, debido a que cortó las alas de una fantasía, los imanes de un mito que parecía indestructible, pero que cambió la apreciación del héroe hasta dejarnos sin una encarnación susceptible de crear la confianza colectiva que habitualmente hace falta para sortear los valladares de la realidad. Cuando bajan a Bolívar del sacro pedestal para ponerlo a la cabeza de las marchas rojas-rojitas y para mezclarlo con los delirios del “comandante eterno”, el pueblo pierde la única referencia de naturaleza histórica en cuyo regazo podía arrojarse sin suspicacias. Si entendemos que esas figuras hacen falta como factores de congregación, como elementos capaces de sobreponerse ante los intereses partidarios y de producir aliento en medio de tragedias y declives colectivos, estamos ante una falencia que no se debe subestimar.
“En medio de las flaquezas y de las limitaciones del entendimiento común, anhelan la guía de protagonistas más oportunos, más certeros, para atender las solicitudes de la realidad”
La falencia predominó hasta la beatificación de José Gregorio Hernández, quien ocupó con creces el nicho del antecesor supremo para convertirse en elemento unificador ante las tragedias individuales y colectivas que la sociedad ha padecido, o que lo ha sentido así. La bendición romana del culto popular levantó la hornacina de un personaje que ya gozaba del fervor colectivo, pero a quien faltaba la licencia papal. Ahora, con venia pontifical, arropó las intenciones y los clamores de inmensas mayorías para llenar un vacío que probablemente no se percibía a cabalidad, pero que se experimentaba en todos los rincones del mapa. Nadie, desde el explicable descenso patriotero del Libertador, subía tan alto en medio de apoyos multitudinarios.
En nuestros días se ha encarnado un nuevo factor de congregación, una nueva atadura amable y consentida que nos ha hermanado al producir un orgullo mayoritario que pocas veces se concreta, una posibilidad de compartir cualidades estéticas que enaltecen a la generalidad de los miembros de la sociedad. Cuando el rey de España consagra al poeta Rafael Cadenas con el otorgamiento del Premio Cervantes, el más trascendente que pueden merecer quienes escriben en lengua castellana, produce un regocijo generalizado que se parangona con la beatificación del doctor Hernández, y con las palmas que se habían batido antes por el héroe prostituido por el chavismo. El hecho de que se trate de una distinción de naturaleza intelectual o académica permite observar la real trascendencia del nuevo factor de unificación, si consideramos que son minoría los habitantes de la república de las letras que pueden sentirse realmente concernidos por el enaltecimiento de uno de sus protagonistas; pero se da el hecho de que no solo se premió ahora una obra literaria sino también una vida modesta y sin relumbrones. De allí la aclimatación o el crecimiento gigantesco de un sujeto unificador que tal vez pocos avizoraban, entre ellos los mandones de la dictadura que manifestaron su frialdad ante un símbolo aclimatado en la esquina contraria. Una esquina mayoritariamente iletrada, pero curada de espantos y necesitada de baluartes macizos, que se ufanó y se ufana por el autor de Barquisimeto.
Ahora concluye la nómina con una figura que tal vez pueda parecer fuera de lugar, debido a que proviene de la parcela de la política pura y dura. Si consideramos que la política venezolana ha sido hasta hace poco un imperio de huecas parcialidades, o de pleitos no pocas veces grotescos e infructuosos, que se incluya el nombre de María Corina Machado como encarnación de una flamante hermandad colectiva, o como alternativa de congregación en medio de una atmósfera descompuesta y poco auspiciosa, puede parecer exagerado. Pero, si sentimos que no solo se ha elevado por sus cualidades personales, mostradas cabalmente en dos décadas de tenaz pugilato, sino también por las carencias evidentes e indiscutibles de quienes rivalizaban con ella; parece difícil negar que sea el flamante elemento unificador que parecía perdido en el desierto de las frustraciones. Además, si consideramos que ahora se agrega su nombre por la clamorosa victoria que obtuvo en la primaria de la oposición, algo realmente aplastante, gigantesco, referirse a ella no es producto de un capricho.
Cuando conviene a cada tiempo, y generalmente en situaciones desesperadas, las criaturas de un determinado lapso se aferran a figuras del entorno, o cercanas a su escena, para que se conviertan en salvavidas o para que lo parezcan, debido a que entienden la necesidad de un soporte que ellas no son capaces de idear para salir de su atolladero; o porque, en medio de las flaquezas y de las limitaciones del entendimiento común, anhelan la guía de protagonistas más oportunos, más certeros, para atender las solicitudes de la realidad. Les dejo un cuarteto de ellos.
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