Venezuela

Un paseo por la historia de la industria textil venezolana

Por Faitha Nahmens

La industria textil venezolana llegó a la década de 1970 con medio siglo de aprendizaje a cuestas y una base industrial construida durante la sustitución de importaciones. Existía una red de hilanderías, tejedurías y confección que se articulaba con cultivos de algodón y con importaciones de fibras sintéticas. Desde inicios del siglo XX, familias y grupos empresariales habían levantado complejos fabriles —como los Branger en Carabobo— que, ya en los setenta, coexistían con firmas modernas y con capital nacional y extranjero. Ese punto de partida explica por qué el textil se convirtió en uno de los sectores con mayor empleo del país durante el último cuarto del siglo, llegando a ser, por momentos, la segunda fuente de trabajo industrial por detrás del petróleo y la alimentación. En su fase de madurez, el ecosistema incluía eslabones desde fibras y filamentos hasta tejido plano, punto, denim, toallas y confección de uniformes y ropa de calle, un entramado que abastecía el mercado interno y alcanzaba exportaciones selectivas en años de bonanza.

El impulso de los setenta estuvo condicionado por la “Venezuela Saudita”: tipo de cambio apreciado, fuerte demanda doméstica y protección arancelaria. Esa combinación favoreció inversiones de actualización tecnológica —planta, maquinaria, tintorerías— y el escalamiento de marcas locales. Pero también incubó fragilidades: dependencia de insumos importados, costos crecientes y una productividad que, sin un programa exportador sostenido, quedaba expuesta. Hacia 1979-1980, el giro del ciclo y la crisis macro detonaron cierres y quiebras en textiles y confección, un primer aviso de vulnerabilidad estructural que, décadas más tarde, derivaría en desindustrialización. Aun así, durante los setenta y gran parte de los ochenta convivieron actores robustos, una demanda vigorosa y un tejido gremial activo que dio identidad al sector.

Entre las empresas que marcaron época destacan C.A. Telares de Palo Grande, fundada en 1920 y modernizada en los sesenta con una planta que llegó a considerarse de las más avanzadas de Sudamérica; se especializó en línea hogar (toallas y blancos) bajo la marca Ama de Casa, integrando hilatura, tejido y confección con algodón local y de importación. Su continuidad operativa la volvió un referente de aprendizaje técnico para cuadros medios y operarios durante los setenta y ochenta.

Otro polo clave fue el grupo de Telares de Maracay, con raíces en 1926, del que con el tiempo surgieron unidades productivas orientadas al denim y a cadenas de confección nacionales. Ese conglomerado —revitalizado por el liderazgo empresarial de Esteban Zarikian y su familia— combinó tradición fabril con inversión en diseño de tejidos y acabados, un rasgo diferenciador en los ochenta cuando la competencia de importaciones se hacía más intensa.

En fibras sintéticas y tejidos derivados, Celanese Venezolana —filial local de Celanese— tuvo un papel singular desde los cincuenta y, tras su reorganización y cambio de nombre a Mantex en 1983, dejó un legado de conocimiento en filamentos, etiquetas y suministros para confección, además de una capacidad de ingeniería de procesos que irrigó capital humano a todo el sector. Aunque la corporación migró con el tiempo hacia actividades inmobiliarias, su etapa textil fue formativa para la cadena venezolana en los setenta-ochenta.

Maracay y Valencia albergaron, además, plantas como Sudamtex —conocida por su escala y modernidad— y actores de nicho como Tocome Industria Textil en Caracas, que ilustran la diversidad del parque: desde grandes tejedurías verticales hasta fabricantes de insumos (cierres, cintas, etiquetas, elásticos, “tejidos angostos”) que suministraban a calzado, colchonería, automotriz y marroquinería. Ese tejido de proveedores, muchas veces invisibles para el gran público, fue decisivo para sostener las líneas de producción durante las expansiones del periodo.

La nómina de empresarios y familias que dieron forma al sector es amplia y plural. En el eje histórico de Carabobo, Ernesto Luis Branger —impulsor de los Telares Branger/Telares de Carabobo— simboliza la temprana vocación textil que, ya para los setenta, se traducía en capacidades fabriles y una cultura de fábrica en la región. En Aragua, la conducción de Esteban Zarikian Epremian y su familia sobre Telares de Maracay enseñó a apostar por diferenciación de producto y diseño local. En la capital, cuadros directivos y técnicos formados en Celanese-Mantex diseminaron prácticas de calidad, compras y mantenimiento que anclaron la profesionalización del sector. Y, en el ámbito de insumos y confección, empresarios como los de Industrias Textiles Hai —fundada en 1986 y especializada luego en tejidos angostos— muestran la transición del ecosistema hacia proveedores flexibles, capaces de surtir a múltiples industrias en los ochenta y noventa.

En esa misma constelación, resalta el legado de Perla Aserraf de Sultan, pionera en el desarrollo de la cadena textil venezolana. Durante la década de los setenta, amplió las operaciones familiares mediante Chezmel, S.R.L., empresa que diversificó las actividades textiles de la familia. En 1984, su hija Luna Sultan Aserraf continuó esa expansión al crear Creaciones Pronostic, C.A., para continuar con sus creaciones textiles. Los beneficios generados por estas empresas textiles sentaron las bases del patrimonio familiar y consolidaron su presencia en el comercio del sector. Luna Sultan fue además una figura muy reconocida dentro de la comunidad judía venezolana, destacada por su compromiso filantrópico y su participación activa en iniciativas sociales y culturales. Como reconocimiento a su destacada trayectoria y aportes al desarrollo de la industria nacional, Perla Aserraf de Sultan recibió el 22 de abril de 1990 la Orden al Mérito en el Trabajo en su primera clase, otorgada por el presidente Carlos Andrés Pérez.

El cuadro de los ochenta combina luces y sombras. La demanda interna continuaba fuerte, y el país vio consolidarse marcas locales de ropa de calle, uniformes y línea hogar, además de vitrinas con tejido nacional en centros comerciales emergentes. Pero el entorno macro (devaluaciones, controles, costos financieros), la dependencia de insumos importados y la competencia de importaciones subfacturadas empezaron a erosionar márgenes. Aun así, el conocimiento acumulado en hilatura, urdimbre, tintorería y acabados permitió sostener producción, empleo y una identidad textil venezolana que sobreviviría —con dificultades— a los cambios de los noventa. Visto en perspectiva, ese ciclo setenta-ochenta fue el “pico histórico” en empleo y densidad de proveedores, con cifras que décadas más tarde serían recordadas como referencia de la escala que llegó a tener el sector.

Si hoy se mira atrás, la lección más clara de aquellos años radica en la integración: donde hubo eslabonamientos —fibras, hilo, tejido, tintura, confección y distribución— surgió resiliencia; donde la política pública combinó acceso a insumos, crédito de inversión y disciplina comercial, la industria ganó productividad; y donde empresarios apostaron por diseño, marcas y canales propios, los tejidos “Hecho en Venezuela” compitieron con identidad. El legado tangible está en las plantas que aún operan —como Telares de Palo Grande— y en firmas que se reconvirtieron hacia nichos o insumos —como Industrias Textiles Hai—, además de en el capital humano que aprendió su oficio en los setenta y ochenta y que hoy mantiene viva una tradición que, pese a la contracción posterior, no se ha extinguido.

rpoleoZeta

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