En esta columna, siempre trato de ser lo más austero posible en cuanto a juicios de valor y emociones, limitándome a los hechos públicos notorios y comunicacionales, así como a sus posibles implicaciones que solo se pueden notar con criterios teóricos y técnicos que, creo, manejo con destreza. Sin embargo, no puedo evitar confesar la tristeza que me embarga al escribir estas líneas. No tengo que poner en contexto a nadie, porque estoy seguro de que absolutamente todo venezolano con uso de razón es consciente de los sucesos trágicos que han ocurrido en el país desde la madrugada del lunes. Hemos entrado a una etapa incluso más oscura y peligrosa que sus predecesoras en los últimos 25 años. Bueno, hecho el pequeño híbrido entre desahogo y aclaratoria de que no soy moral ni emocionalmente indiferente, pasemos al estudio.
No me gusta atribuirme voces o pensamientos ajenos, pero tampoco tengo dudas de qué es lo que casi todos los venezolanos piensan en estas horas tan horrendas. ¿El chavismo logrará una vez más su objetivo de seguir en el poder como sea, y a pesar de todos los costos que le han surgido luego de que el Consejo Nacional Electoral proclamase a Nicolás Maduro ganador de las elecciones presidenciales del domingo, sin un escrutinio transparente que dé fe de ello? ¿Podrá, más bien, la oposición hacer valer su reclamo de que fue ella la que ganó esos comicios? No soy Casandra, y si lo fuera, el mito manda que nadie me crea de todas formas. Así que no puedo responder estas preguntas con garantías. Lo que sí puedo hacer es decir lo que a mi juicio el chavismo y la oposición harán a partir de ahora en pro de sus objetivos. Esa visión más modesta ha de tener mayor suerte en la audiencia que la de la hija de Príamo y Hécuba.
Pienso, en primer lugar, que la apuesta de Maduro y compañía consiste en reprimir las protestas en contra del anuncio del CNE hasta que el miedo, la fatiga y la frustración desmovilicen de nuevo a las masas, por un lado, y en resistir cualquier presión internacional resultante de su insistencia en el resultado comicial anunciado el domingo, por el otro. Es decir, superar dos obstáculos que ya ha superado antes, aunque nunca de forma simultánea. Las mayores manifestaciones contra el gobierno de Maduro ocurrieron en 2014 y 2017, cuando la presión intencional era muy poca. Dicha presión aumentó inmensamente solo a partir de principios de 2019, lapso durante el cual las protestas se podrían contar con los dedos de una mano. Puede ser que la simultaneidad de los dos retos esta vez haga más difícil superarlos, pero primero hay que considerar variables que toman tiempo en definirse claramente.
Comencemos con las protestas. Naturalmente, entre más duren, peor para el gobierno. Pero es difícil, por no decir imposible, prever cuál es la disposición de las masas a seguir protestando. Sobre todo de cara a una represión que desde un principio ha sido característicamente brutal. Las manifestaciones de 2014 duraron casi tres meses y tuvieron un saldo de 43 muertos; las de 2017 duraron más de cuatro meses y concluyeron con al menos 127 muertos. Cuando escribo esto, solo ha habido dos días de protesta, durante los cuales el Foro Penal verificó 11 muertos. También confirmó 429 detenciones. El discurso desde el poder sobre los detenidos es draconiano. Maduro les auguró entre 15 y 30 años de cárcel. Desde el Ministerio Público los tildan de “terroristas”.
La actuación de los organismos de seguridad del Estado ha sido hasta ahora en general como en ciclos de protesta previos. A saber, un sinfín de violaciones de Derechos Humanos y uso desproporcionado de la fuerza. Una vez más, las expectativas de muchos civiles de que los uniformados no se atreverían a actuar de esa forma se están viendo frustradas. Siempre ha habido en tales suposiciones un elemento de disuasión moral hipotética: “No nos van a reprimir porque saben que protestamos contra violaciones a una Constitución que juraron defender”. “No nos van a reprimir porque saben que el país está arruinado y que solo estamos exigiendo una calidad de vida decente”.
Pero nunca ha ocurrido. Porque lo cierto es que la élite gobernante siempre ha privilegiado a las cúpulas de estos organismos de seguridad en el acceso a bienes públicos para asegurarse así su lealtad. Más difíciles de entender son las motivaciones de los niveles inferiores en la jerarquía. Los que llevan a cabo la represión físicamente. Pudiera ser adoctrinamiento ideológico. Pudiera ser la convicción inducida desde arriba de que cualquier apego a los principios institucionales por encima de los intereses de la élite gobernante acarreará represalias severas para quien así actúe. Pudiera ser la convicción inducida desde arriba de que, si el Estado de Derecho es restaurado, el futuro de estos organismos y de sus integrantes será aciago (temor que se agravaría, en un círculo vicioso, con cada acción represiva). Pudiera ser ambición de llegar algún día a un puesto alto en la jerarquía y así gozar de los beneficios derivados. Pudiera ser todo lo anterior. Como sea, la dificultad para entender las motivaciones supone que sea igualmente difícil entender qué tiene que pasar para que cesen.
Eso me lleva a la presión externa. Si la referida principal motivación es material, pues se complica si los bienes públicos para repartir se reducen. A su vez, dicho conjunto de bienes públicos disminuye si las exportaciones de recursos naturales administrados por la élite gobernante caen. Entonces, ¿caerán? Pues eso depende de las posibles medidas que tomen las democracias del mundo con respecto a las exportaciones del Estado venezolano. Ah, pero el chavismo ya ha demostrado que tales medidas no necesariamente representan un riesgo existencial para sí, gracias a sus propios mecanismos de evasión y la colaboración de amigos poderosos. Como he dicho antes en esta columna, los politólogos Steven Levitsky y Lucan Way sostienen que la capacidad de una potencia para presionar por cambios en un país se reduce si otra potencia interviene a favor de ese país. En efecto, Rusia, China e Irán no tardaron en reconocer el resultado electoral tal como lo presentó el CNE, por lo que, caeteris paribus, cabe esperar que sigan colaborando con Miraflores. Las medidas de presión internacional solo pudieran acercarse más a su objetivo si son rediseñadas para anular evasiones.
¿Y qué hay de los vecinos? Colombia y Brasil tienen poco margen de presión directa. El chavismo puede prescindir de buenas relaciones con ellos, como demuestra la ruptura durante los gobiernos de Iván Duque y Jair Bolsonaro. Pero tal vez sí puedan presionar indirectamente. Al tener ahora mandatarios muy respetados por la izquierda, una actitud crítica de su parte quizá lleve a un endurecimiento de posiciones entre democracias del mundo sin importar la ideología de sus respectivos gobiernos. Menos probable es que puedan reducir el respaldo de las potencias autoritarias, aunque a lo mejor Brasilia, como miembro del grupo Brics, interviene en tal sentido ante Pekín y Moscú. Claro, la precondición para que cualquiera de estas cosas se dé es que el chavismo no pueda convencer a Gustavo Petro y/o a Lula da Silva de que la proclamación por el CNE es aceptable. Cuesta saber qué decidirán los presidentes vecinos por ese lado, dada su actitud ambigua con respecto a Venezuela en los últimos meses.
La respuesta será mucho más corta, pues la verdad es que los adversarios del gobierno no tienen ninguna opción muy deseable. Ellos ya presentaron las cifras que, según aseguran, les dan la victoria en las elecciones. Pero nadie con dos dedos de frente puede esperar que el chavismo aceptará esos números. ¿Cómo puede la oposición hacer que cambie de parecer? No sé me ocurre otra manera que con movilizaciones pacíficas masivas. Pero sabemos que ese tipo de protestas está criminalizada de facto por el poder. Las manifestaciones que se han dado sin que la dirigencia opositora las convoque ya fueron reprimidas en el tenor descrito unos párrafos más arriba. De manera que no hay forma de que la oposición convoque movilizaciones sin riesgo de más represión a los asistentes y persecución de los convocantes y organizadores. En verdad, no me siento con autoridad alguna para decir qué puede hacer la oposición ante un dilema así.
Menos problemático para la oposición sería presentar su versión de los hechos a aquellos gobiernos interesados en la restauración de la democracia en Venezuela, para así pedirles que insistan en esa dirección. Lo más probable es que tengan mayor éxito con Estados Unidos, Europa y los países latinoamericanos que se mostraron escépticos sobre el anuncio del CNE. Con respecto a Colombia y Brasil, repito que no se puede saber, porque sus pareceres en la materia han sido ambivalentes. Además, los últimos cinco años han comprobado que la presión internacional muy a duras penas basta para que la oposición cumpla sus objetivos de una transición negociada con el chavismo.
Más temprano que tarde veremos cómo se desarrollan todas las variables descritas en este artículo y si la simultaneidad de desafíos para el gobierno produce un desenlace distinto. Como dije en la última emisión de esta columna antes de las elecciones, el chavismo pudo escoger una forma de llevar a cabo unos comicios de manera que su permanencia en el poder esté garantizada y sin asumir tantos costos.
Verbigracia, anular la candidatura de González Urrutia tan pronto como fue anunciada y esperar que la oposición, harta, decidiera abstenerse de participar pero sin un plan de acciones alternativo. En vez de eso, escogió este camino, que le trajo consecuencias indeseables y que al parecer no se esperaba. Es decir, actuó por debajo de su racionalidad política habitual en el balance de costos y beneficios. Quedó así expuesta como mito su infalibilidad. Nos toca a todos estar pendientes de lo que sigue. Ruego que sea para bien.
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