¡Ding! Suena el aviso en el teléfono móvil y Ricardo se apresura a aceptar el pedido. El sistema le indica que debe ir a Pizza Hut a buscar un par de especiales con pepperoni para alguien que debe estar frente a la pantalla viendo alguno de los juegos de la NFL. Sabe que los días de fútbol sube el consumo de comida chatarra. Es parte de la cultura de este país, piensa.
Viaja veloz, pero pendiente de la policía que se oculta para multar a quienes traspasan los límites de velocidad. No le abandona la idea fija de los hábitos de consumo y el comportamiento de masas. Eso era parte de su línea de investigación durante los más de 25 años que fue profesor de sociología en la Universidad Central de Venezuela.
“A veces me gustaría ser solamente un repartidor de pizzas”, se repite mentalmente mientras se acerca a su destino. A diario se cuestiona esa manía de vincular cualquier actividad cotidiana con su experiencia docente y de investigación. No lo puede controlar: su mente divaga, analiza variables, evalúa hipótesis, pero sólo se trata de entregar la pizza a tiempo y nada más…
-Sería bueno investigar cómo el fútbol llegó a ser parte de la identidad de esta gente, una suerte de ejercicio de la violencia reglada, no hay otro país en el que este deporte tenga estas dimensiones de aceptación…
Se distrae en estos pensamientos cuando una especie de frustración le invade. ¡Cómo quisiera ser solamente un repartidor de pizzas y no un doctor en sociología!
Ricardo es parte de esa promesa que fue Venezuela. Profesional e investigador prematuro, accedió a estudios de postgrado en el exterior a través del programa “Gran Mariscal de Ayacucho”, ese intento de sembrar el petróleo en el que se invirtió en el capital humano como palanca del desarrollo, siempre bajo esa mirada petrolera del mundo, en la que la abundancia no acabaría jamás. Volvió para enseñar lo aprendido en su amada universidad, lo hizo durante años, hasta que tuvo que abandonarlo todo apostando a nuevo comienzo. Ya no podía ganar ni para comer, a pesar de ser un profesor titular, con publicaciones y cantidad de méritos académicos.
Desde que Tom abrió la puerta de una gigantesca casa típica de la clase media acomodada, le pareció familiar el rostro del repartidor de Pizza Hut. Luego de agradecerle y darle 5 dólares de propina por haber llegado antes del segundo tiempo del juego de los Patriots, le preguntó el nombre.
Ricardo sí lo reconoció de inmediato. Sabía que Tom era un investigador con el que había coincidido en numerosos foros y encuentros académicos. Habían compartido en el pasado como ponentes, pero también como alumnos en sus años de maestría en Europa.
-Soy Ricardo… ¿cómo estás, Tom? Qué placer volver a encontramos…
Se adelantó Ricardo para romper el hielo e iniciar una conversación. “¿Ricardo, el profesor venezolano? ¡Claro que eres tú!”, le dijo sorprendido ratificando que era cierta su percepción.
Transcurrió una breve conversación de dos viejos profesores poniéndose al día. A Tom siempre le llamó la atención que progresivamente dejó de leer investigaciones, revistas científicas y publicaciones de la UCV, las cuales fueron desapareciendo. Por eso le había perdido la pista a Ricardo. A todas estas, Ricardo sorprendido por la casualidad, pensaba que cada minuto que transcurría eran dólares que estaba perdiendo en su trabajo de entregas a domicilio.
Finalmente, intercambiaron números y quedaron en planificar un reencuentro, ya el juego estaba por reanudarse. Pero antes de despedirse, Tom se animó a preguntarle a Ricardo si la entrega de pizzas a domicilio hacia parte de alguna novedosa investigación académica. Su curiosidad pudo más que la prudencia. Frente a la incómoda pregunta, Ricardo optó por responder: “¿Recuerdas a un personaje primitivo llamado Hugo Chávez Frías?”
¡Apúrate Leti, que vamos a llegar tarde y este contrato es importante!, le grita Susana a su amiga desde la calle.
Ambas son migrantes venezolanas y tienen dos años trabajando en la empresa de limpieza de un emprendedor local dedicado al mantenimiento de edificaciones. Usan una pequeña van cargada de peroles para llegar al edificio de la Corte. Es domingo, por lo que los espacios están vacíos, pero la seguridad sigue siendo rigurosa. Tienen la autorización para hacer limpieza profunda a las salas de audiencia. Es un buen dinero para la empresa y el dueño optó por enviar a sus empleadas más aplicadas y responsables. También es una buena entrada para las trabajadoras.
Cargando sus implementos de limpieza llegan a un torniquete donde son recibidas por funcionarios de custodia impecablemente trajeados. Les toman los datos y fotos para el ingreso y otra funcionaria les espera más adelante para llevarlas hasta la primera sala de audiencia que deberán limpiar.
La bandera de fondo en el estrado de los jueces luce imponente, el escudo de armas de la república en la pared, todo más alto que el resto del recinto, como suele ser en las salas de audiencias judiciales. El puesto del orador, los espacios para el acusado y su defensa, del otro lado el espacio para la víctima y los fiscales.
La funcionaria de seguridad les da algunas indicaciones a las recién llegadas,como si fuera una especie de guía de museo. Insiste en la solemnidad del recinto y la necesidad de un resultado óptimo.
“Debe esmerarse en que esta parte quede impecable”, le dice a Leticia señalando el estrado de los jueces: “Algunos de los magistrados se han quejado de la suciedad de las alfombras y del polvo en las maderas. Debe entender la importancia de lo que en esta sala ocurre”.
Leticia intenta contener las emociones. Sin embargo, no puede evitar decirle a la encargada en voz baja, como para no ser escuchada: “Entiendo perfectamente lo que acá se desarrolla, hace un tiempo, en mi país, quien estaba sentada en ese estrado administrando justicia era yo, lo hice por más de 15 años con honor y dignidad”.
Sorprendida, la funcionaria de seguridad solo atinó a preguntarle: “¿Y qué ocurrió?”
-¿Ha escuchado hablar del socialismo del siglo XXI?
Dentro de la tragedia que ha significado el éxodo venezolano, solemos ser bombardeados por historias de experiencias migratorias “exitosas”, en las que se resalta la capacidad de adaptación de los protagonistas a los retos que implica la migración forzada. Este éxito generalmente se mide desde la perspectiva económica, la integración efectiva a la nueva comunidad o los emprendimientos que logran cierta notoriedad o viabilidad económica.
Sin embargo, poco o casi nada se dice de quienes han tenido que trabajar en actividades sustancialmente distintas a su formación profesional o académica, compelidos por la necesidad de sobrevivir. A este tema quiero referirme. Especialmente a aquellos casos en los que la nueva realidad implica una renuncia total de lo que fue el leitmotiv de sus vidas.
“Estudie mijo”, era una de esas consejas recurrentes con las que crecimos los venezolanos nacidos en democracia. La preparación académica era como una suerte de talismán para el logro de los objetivos de vida, ya que en algún momento tuvimos un país en el que la dedicación al estudio podía apalancarte hacia el ascenso social. De hecho, todos tenemos ejemplos familiares sobre las ventajas que implicó el acceso a la educación superior y como esto mejoraba o mantenía condiciones favorables de vida respecto de la generación anterior que enfrentaron mayores dificultades para acceder a la educación universitaria.
Ese plan, esa dedicación a una línea de conocimiento y su práctica hace parte de la identidad de cada uno de nosotros y es lo que la justicia afortunadamente ha logrado conceptualizar como “proyecto de vida”.
La primera vez que el sistema interamericano de justicia se refirió a este constructo, fue en la sentencia del caso Loayza Tamayo vs Perú, en el que señaló que a la víctima injustamente encarcelada por razones políticas se le había lesionado su proyecto de vida, el cual definió como “la realización integral de la persona afectada, considerando su vocación, aptitudes, circunstancias potenciales y aspiraciones, que le permiten fijarse razonablemente determinadas expectativas (…) se trata de un daño que impide o menoscaba gravemente la realización de las expectativas de desarrollo personal, familiar y profesional factibles en condiciones normales en forma irreparable”.
Cuando Ricardo reparte pizzas o Leti limpia las alfombras del tribunal, ponen de manifiesto una nueva forma de daño deliberadamente causado por el proceso político chavista, causante del mayor éxodo que ha vivido país americano alguno.
El daño al proyecto de vida es de una importancia fundamental para comprender la dimensión de la catástrofe humana que ha provocado este periodo histórico en el que millones de venezolanos van por el mundo dedicándose a cualquier actividad laboral que pueda permitirles algún sustento, a costa de abandonar sus vocaciones, intereses y todo aquello que les apasiona y para lo cual se habían preparado por años. No hay que separar en este punto la expectativa de progreso personal de las posibilidades de desarrollo del país, pues la premisa para el desarrollo colectivo está en la capacidad de la gente.
Hoy tenemos a cientos de miles de dedicados profesionales, técnicos, y expertos en diferentes oficios y conocimientos dispersos por el mundo y dedicados a las más disímiles actividades. Todos conocemos a alguien en estas circunstancias. Muchos han suspendido su proyecto de vida e intentan construir un nuevo camino.
Como mecanismo para enfrentar el dolor de esta realidad, no faltan los “gurús”, coachs, inspiradores o influencers que te invitan a reinventarte, a aceptar, a asumir las nuevas circunstancias y sacarle provecho. Eso está bien en la medida en que hace menos conflictiva, mejor gestionada y más agradable la vida cotidiana, pero también relativiza el alcance y consecuencias del daño generacional ocasionado por los gobiernos del chavismo.
La migración forzada implica muchas veces una renuncia o suspensión temporal del proyecto de legítimas expectativas. Muy bien por quienes han conseguido reencaminar sus destrezas y capacidades, pero tanto quienes lo hayan logrado o no, e incluso para quienes estén inmersos en ese proceso, no es bueno olvidar cuál fue el origen de su circunstancia, quiénes y cómo generaron esta situación, que no es más que un proceso político dedicado a causar la mayor suma de sufrimiento posible.
No se trata de autoflagelarse, sino de cultivar la memoria que será necesaria para la reconstrucción de una mejor sociedad, en la que la barbarie nunca más pueda hacerse del poder. Esta reflexión para nada impide que, por el momento, la pizza llegue caliente a su destino y la sala de audiencias quede impecablemente limpia.
La entrada Tu proyecto de vida: otra víctima del chavismo se publicó primero en La Gran Aldea.
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