Finalizando mi entrenamiento clínico en Boston, comenzaron tiempos difíciles en mi país, Venezuela. Quedarnos en los Estados Unidos surgió como la mejor opción para nuestra naciente familia, pero necesitaba un permiso especial, una “dispensa” para poder trabajar en este país. Una oportunidad apareció en la Florida, pero preferíamos quedarnos en Boston.
Una mañana, escuché por radio que citaban un artículo del Boston Globe que indicaba que no había suficientes anestesiólogos en Massachusetts. Quirófanos estaban siendo cerrados, cirugías estaban siendo canceladas y clínicas del dolor posponían citas. Busqué el artículo, lo recorté y le escribí una carta al Departamento de Salud del estado, explicando mi situación y manifestando que, si me otorgaban la dispensa, me quedaría para ayudar a solucionar la crisis que estábamos enfrentando. Metí el artículo y la carta en un sobre de manila, le puse una estampilla extra al sobre y lo deposité en el buzón de correos (el correo electrónico no era aún de uso corriente).
Dos o tres semanas más tarde, recibí una respuesta del Departamento agradeciendo mi interés y diciéndome algo que ya sabía antes de haber enviado la carta: “estas dispensas son solo para médicos primarios; anestesiólogos no califican”. Como me había enseñado mi madre, Dorita Aroca de Azocar, tocar la puerta no es entrar.
Un par de meses más tarde me llegó un mensaje por el buscapersonas que decía “lo llaman del Departamento de Salud, llame a este número”. Ni siquiera recordaba las cartas. Con miedo de estar en problemas, llamé de inmediato. La persona al otro lado de la línea me dijo: “Dr. Azócar, anoche la Junta Directiva del Departamento se reunió y decidió aprobar dos dispensas para anestesiólogos este año, y como usted nos contactó en el pasado reciente, una de ellas es para usted si la desea”. Acepté de inmediato, y el resto de mi vida profesional hasta ahora ha sido en nuestro estado de Massachusetts. Este evento permitió que después de mí, muchos otros anestesiólogos extranjeros se pudieran quedar en nuestro estado con las requeridas dispensas. Como también hubiera dicho mi madre: “pero no hay peor diligencia que la que no se hace”.
Muchas veces, al querer algo, hay algo o alguien que nos dice que no es posible, que es difícil, que ni se nos ocurra. A ese punto, podríamos “tirar la toalla” y dejar esa meta o ese sueño de lado. O, podemos “tocar la puerta” y hacer “esa diligencia” (por fastidiosa que pudiera ser) y la puerta se abre, y la diligencia trae el final que uno desea.
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