La oposición venezolana se encuentra en una situación cruelmente paradójica. Primero, por el movimiento masivo que forjó durante la campaña para las elecciones presidenciales. Segundo, por el reclamo formulado en torno al resultado de los comicios anunciado por el Consejo Nacional Electoral. La paradoja es que el poder derivado de ambas cosas es totalmente simbólico y las condiciones para que se vuelva un poder fáctico son muy desfavorables.
Sucede tanto en la dimensión interna como en la externa, los dos ámbitos desde los cuales es posible, y a todas luces indispensable, ejercer presión para que en Venezuela haya una transición democrática. Dentro del país, la represión mediante un número sin precedentes de arrestos ha reducido las manifestaciones opositoras a la intermitencia y a una disposición a participar notablemente menor que antes de las elecciones. La respuesta desde la dirigencia ha sido enarbolar una estrategia de “enjambre” cuyas virtudes y flaquezas ya fueron discutidas en esta columna. ¿Qué está pasando mientras tanto con la presión externa? Veamos. Nota bene: Todo lo que diré a continuación no debe interpretarse de ninguna manera como un clamor personal sobre lo que debería hacerse, sino como mi opinión sobre lo que podría ocurrir, sin juicios de valor míos al respecto.
Desde el momento en que el CNE hizo su anuncio de resultados electorales, empezó una oleada de cuestionamientos por parte de gobiernos democráticos extranjeros, que habían puesto sus esperanzas en que los comicios zanjarían, finalmente, un problema político, humanitario y migratorio que llevaba años dándoles jaquecas. Tales críticas se consolidaron luego de que la oposición empezara a mostrar actas de votación, extendiéndose por la mayoría de Latinoamérica, por Norteamérica y por la Unión Europea. Los gobiernos de México, Colombia, Brasil y España, si bien expresaron escepticismo sobre la versión oficialista de los hechos, tampoco han avalado el reclamo opositor, al parecer bajo el razonamiento de que eso les permite mantener trato con Miraflores y así propiciar negociaciones que pongan fin al entuerto.
El reclamo le da a la oposición una narrativa en teoría muy poderosa ante la comunidad intencional específicamente democrática. Obviamente es inservible ante regímenes autoritarios y sobre todo aquellos que son aliados del chavismo, como Rusia o China. Pero para las democracias del mundo es muy difícil ignorarlo. Tanto es así, que aliados históricos del chavismo en esos países, como Gustavo Petro y Luiz Inácio “Lula” da Silva, se han visto obligados a reconocer que en Venezuela hay un problema gordo. Las condiciones no democráticas de la política venezolana no son ninguna novedad. En efecto, fue eso lo que llevó al cuestionamiento de las elecciones presidenciales de 2018 y al consiguiente reconocimiento del “gobierno interino” de Juan Guaidó por medio centenar de países. Pero había entonces actores políticos que, por afinidad con la izquierda que el chavismo representa o representó, podían resistirse a criticar al gobierno venezolano, alegando que la oposición no tenía nada convincente que mostrar por no haber participado. Todavía los hay, pero son menos.
No sé si la dirigencia opositora está pensando, por lo tanto, en erigir un segundo “gobierno interino” si para el 10 de enero no se ha producido ninguna negociación que apunte a una transición, con González Urrutia en el exilio y la expectativa de que el mayor reconocimiento internacional hará la diferencia. Según relata la periodista Celina Carquez, el Comité Político de Primero Justicia votó la semana pasada en contra de una “juramentación” de González Urrutia en el exterior. ¿Y María Corina Machado? ¿Qué piensa la líder actual de la oposición, cuyo perfil es mucho más antisistema que el de otros dirigentes? De nuevo, no lo sé. Pero el mero hecho de que no se haya manifestado en dirección opuesta a lo que supuestamente decidió PJ indica que, tal vez, ella tampoco ve la idea con buenos ojos. A fin de cuentas, ningún “gobierno interino” tendría sentido si no recibe reconocimiento internacional. Quizá el fracaso del primero haya hecho inviable que surja un segundo, ya que los gobiernos democráticos no tendrían interés en repetir algo que no funcionó.
Ahora bien, el referido reconocimiento en todo caso sería una abstracción. Sea cual sea la postura de las democracias americanas y europeas sobre González Urrutia a partir del 10 de enero, ¿qué pueden hacer estas para presionar por una negociación verdadera en Venezuela? Desde hace años que esa presión se ha venido ejerciendo, en forma de sanciones, tanto dirigidas a miembros individuales de la élite gobernante y, en el caso de Estados Unidos, a las exportaciones de petróleo y otras materias primas que históricamente han constituido la principal fuente de ingresos para dicha élite. Estas medidas no han podido, al menos por sí solas, cumplir con su objetivo de precipitar una transición negociada entre el chavismo y la oposición, aunque evidentemente sí molestan al primero, que en reiteradas ocasiones ha tratado de que las eliminen mediante diálogos con la oposición y con Washington, sin ofrecer concesiones relevantes a cambio.
Incrementar la probabilidad de que las sanciones alcancen su propósito requeriría rediseñarlas para contrarrestar los mecanismos de evasión a los que ha recurrido el gobierno, con ayuda de aliados como Rusia e Irán. También, tal vez, que otros países se sumen a esa política. Pudiera equivocarme, pero no veo indicios de que tal cosa vaya a ocurrir. Aunque sin duda frustre a los millones de venezolanos interesados en un cambio político, lo cierto es que nuestro país no es tan importante para el resto del mundo como para estimular el esfuerzo de trazar políticas innovadoramente sofisticadas y coordinadas.
Si eso era así en 2019, lo es más aun hoy, cuando hay otros problemas que captan mucho más la atención de los centros de poder global, empezando por la invasión rusa de Ucrania y un renovado conflicto árabe-israelí que pudiera convertirse en una guerra total entre Israel e Irán y desestabilizar así a todo el Medio Oriente. En ambos casos hay consideraciones energéticas que pudieran hacer el petróleo venezolano atractivo para países occidentales, incluso considerando la producción mermada de Pdvsa. Una guerra prolongada en Ucrania hará que los países europeos sigan buscando alternativas al crudo ruso. Cualquier inestabilidad en el Medio Oriente puede complicar el flujo de petróleo proveniente de la región.
Tenemos por último los intentos de varios gobiernos izquierdistas por buscar una solución negociada a la crisis política venezolana, no mediante presiones sino su relación cordial con el chavismo. Dada la novedad de que esos gobiernos manifestaran preocupación por lo que sucede en Venezuela, en un principio cupo dar el beneficio de la duda a aquellas gestiones. Pero con el tiempo, han aparecido señales de que tienen poca probabilidad de éxito. No ha habido ninguna conversación directa entre Maduro y sus pares interesados. Cada vez que los segundos, o sus representantes, manifiestan descontento por la falta de resultados electorales escrutables, algún vocero del chavismo lo desestima con furia.
Andrés Manuel López Obrador, en México, siempre fue el que mostró más ambigüedad y menos compromiso con las gestiones. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, al parecer se desentendió del todo, de ellas, en una nueva aplicación de la “Doctrina Estrada” (cuya recurrencia, hay que decirlo, ha tenido un marcado sesgo ideológico, puesto que México la invocó para justificar sus relaciones con la Cuba castrista, lo cual no le impidió romper vínculos con Chile durante la dictadura de Pinochet). El papel de España ha sido por su parte titubeante a lo sumo, caracterizado por la doble posición de haber brindado asilo a Edmundo González Urrutia (con una participación de ética dudosa en las maniobras que obligaron al candidato opositor a salir del país) por un lado, y una reticencia a molestar a Miraflores, por el otro. Reticencia que pudiera deberse al temor por lo que pueda ocurrir a los negocios de capitales españoles en Venezuela, bajo la advertencia del chavismo sobre un posible corte de relaciones diplomáticas con Madrid. O pudiera deberse a alguna información comprometedora para el presidente Pedro Sánchez y manejada en Caracas, habida cuenta de revelaciones recientes de la prensa española sobre relaciones entre ambos gobiernos. Pudiera deberse a ambas cosas.
Petro y Lula han sido más insistentes, tal vez porque, a diferencia de México o España, ven en la continuidad del statu quo en Venezuela garantía de un éxodo migratorio prolongado del que sus países de seguro serán los mayores receptores. Pero su poder para presionar es muy poco. Un Brasil en malos términos con el chavismo pudiera ser un obstáculo para que Venezuela ingrese al grupo de los Brics, como tanto ambiciona Miraflores. O usar su peso como potencia regional para tratar de que Rusia y China reconsideren su respaldo a la elite gobernante venezolana. Sin embargo, no veo que Lula esté interesado en irse por ese camino. De hecho, el diario Folha de São Paulo reportó esta semana que el mandatario brasileño tiró la toalla en su intento de producir negociaciones en Venezuela.
A eso, en mi opinión apunta el chavismo: a que el resto del mundo desista y vea una causa pérdida en Venezuela. Si para eso tiene que pasar primero por un aislamiento con respecto a las democracias incluso mayor que el anterior, pues dice “Que así sea”. Mientras tanto, la oposición puede insistir en que se mantenga el respaldo internacional a su causa. Como dije antes en esta columna, González Urrutia puede desempeñar un papel importante en eso. Ya lo está haciendo, al haberse reunido con los mandatarios de España y Portugal. Pero teniendo en cuenta los fracasos previos, tal vez la oposición tendrá que pensar en alternativas.
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