Ricardo Sánchez es la representación exaltada de ese derecho tan humano que es cambiar de opinión: es la cosa más común que hay. Es más: muestra inteligencia quien cambia de opinión. Mucha gente cambia su punto de vista, sobre todo si por alguna razón va al oculista. Ricardo, aparentemente, no usa lentes, o sea, no tiene miopía ni astigmatismo ni nada de esas cosas; sin embargo, cambió su punto de vista en algún momento entre los años 2007 y 2013. Es un periodo de seis años, suficiente para pensárselo bien. En algún momento tuvo una epifanía, no parece haber habido una larga reflexión. No es un hombre de reflexiones, Ricardo.
Cualquiera cambia de opinión sobre cualquier tema ―incluso varias veces al día, consecutivamente, si es menester―, pero no cualquiera es bendecido con la experiencia de una epifanía. Ricardo Sánchez lo fue. Se le apareció el ectoplasma del comandante y lo iluminó. Lo iluminó tanto que lo deslumbró.
Puede que, a raíz de la agonía y muerte de Hugo Chávez Frías, se hayan producido más epifanías por ahí, sobre todo en el estado Barinas o en los alrededores de El Calvario. Las epifanías son asunto trascendente y no cualquier mortal las experimenta. A Ricardo se le reveló la verdad y saltó la talanquera justo a tiempo para asistir a la ceremonia de ascensión al poder de Nicolás Maduro quien, como todo el mundo sabe, fue ungido por Hugo Chávez previamente. .
De modo que el cambio de opinión de Ricardo Sánchez, luego de haber sido uno de los estudiantes que en 2007 se echaron a la calle para enfrentarse a un gobierno abusador, mentiroso y corrupto, se da en el contexto de una iluminación. De cierta manera, Ricardo recuerda el cuento de aquella bella mujer que luchó largamente por un collar de auténticas perlas; dejó de luchar y lo consiguió. Ricardo es hoy el ministro de Educación Universitaria de un gobierno que ya no es gobierno; pero es ministro. Lucirá en su CV.
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El presidente en funciones estaba muy dicharachero antenoche durante los anuncios de renovación de su último gabinete. Entre otros nombramientos explosivos, colocó al exdirigente estudiantil, exdiputado suplente, exmilitante de Un Nuevo Tiempo, exmiembro de la coalición opositora Mesa de la Unidad Democrática y exsecretario general de una cosa que se inventó (Alianza para el Cambio, que integraría el Gran Polo Patriótico) donde el chico merecía estar desde el principio: al frente de un ministerio. La razón que dio Maduro para nombrarlo en ese puesto, fue que Sánchez siempre está en las calles: «En una plaza, en una avenida, en un urbanismo: cero oficina».
Tal vez ya no quede espacio en las dependencias de los ministerios para más burocracia, porque hizo referencia muchas veces, en esta aparición pública, a las virtudes de la calle para ejercer cargos públicos. ¿O habrá pensado en que eso es precisamente lo que le ha faltado a su gobierno, contacto con la gente? Y la gente está en la calle. Quizás de esa separación ha venido esta horrible derrota ante González Urrutia.
Como habría dicho Teodoro Petkoff en otro contexto histórico, sobre otro gabinete: le ha faltado burdel a los ministros y ministras de Maduro. Tal ha podido ser su conclusión ante esto que se le ha venido encima con el 28-J: que a sus ministros les ha faltado roce, barrio, oreja para escuchar, burdel. «Urbanismo», como dice él.
Ricardo se dio a conocer en la calle. Ha debido tener burdel, diría Petkoff. Ahora Maduro tiene un ministro con burdel a cuestas.
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Exacto, se había dado a conocer en 2007, en las calles de Caracas, junto a otros universitarios de la época que recibieron, bajo requerimiento del comandante Hugo Chávez, gas del bueno. Se estrenó junto a Yon Goicoechea, Freddy Guevara, Stalin González, Gaby Arellano, Francisco Márquez, David Smolansky, Nixon Moreno, Miguel Pizarro… Algunos han perseverado de alguna manera, llegaron a ser alcaldes, se exiliaron, se convirtieron en empresarios. En fin. Hay de todo.
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El locutor o ancla de Globovisión ―la televisora donde más aparecía en los años en que descollaba― introduce el tema de la conformación de la asamblea nacional constituyente, estamos en 2017 y el invitado es el joven Ricardo Sánchez. Seguramente el invitado va a estar metido en esa constituyente. El periodista alude a Elías Jaua, aún vigente en el madurismo por ese entonces, a quien se le había encargado la tarde. El ancla sigue hablando: la constituyente madurista habrá de dirimirse en una asamblea de 500 constituyentistas, 250 de ellos sectoriales y 250 de las circunscripciones municipales. Le pregunta al entrevistado cómo ve el asunto. Ricardo contesta. De su discurso huye sistemáticamente cualquier idea original, rompedora, persuasiva, verbalmente honrosa. Es un discurso hilado pero sabe a pan integral con leche pasteurizada. La oralidad de Ricardo es un bache en una carretera desierta, cubierto de heno reseco por el sol. Uno lo escucha y te da sed.
Lo que tiene Ricardo es astucia y nada más. No es analfabeta pero tampoco puede decirse que esté alfabetizado. Lo que sí puede decirse es que está adiestrado para hablar. Pero ojo: en vez de «representación parlamentaria» dice «represención parlamentaria». Vive apurado por comerse las sílabas, y lo logra. Por eso es que no rebaja.
A Ricardo, en 2017, la asamblea constituyente con los 500 constituyentistas y toda la parafernalia montada desde el régimen, le parecía de perlas y así lo decía a otro periodista de Globovisión. «El balancealtamentepositivo», soltaba pegando las palabras. Y añadía esta seductora idea: «La democracia se mejora con más democracia y la participación se mejora con mayor participación».
Claro, y la falta de vergüenza se mejora con más falta de vergüenza.
En otro programa de Globovisión se dedicó a reclamar a los medios privados por no haber cubierto a su gusto el suceso de un hombre a quien habían quemado vivo unos días atrás, atribuyéndole el crimen a la oposición. Ya para entonces había cambiado de opinión respecto a sus luchas de 2007. Dijo que mientras los políticos de la MUD siguieran ocupados tratando de resolver los problemas de los políticos de la MUD, «claramente no vamos a contar en este país con-sión-son-gozón…» o eso fue lo que se escuchó.
En otro programa, realizado en las vecindades de unas elecciones municipales, se vio obligado a aclarar que «nosotros [refiriéndose a su partido] seguimos en la oposición venezolana, la única diferencia es que nos desmarcamos de la Mesa de la Unidad»; pero se quejaba porque en ese mismo canal de TV lo habían acusado de brincatalanqueras, y desde el otro lado, de fascista.
En el año 2017 ―a diez años de haber luchado contra las intenciones de Chávez de perpetuarse en el poder y en protesta por el cierre de RCTV― decía que a nadie le debía caber duda en Venezuela de que existía un golpe de Estado continuado contra el presidente Nicolás Maduro. «Aquí todos nos conocemos, esto es un golpe muy parecido al que se montó en Honduras», clamaba. Agregaba que el pueblo tiene pleno derecho constitucional a la protesta y, el Estado, el deber de garantizarlo. Habría que ver lo que dice hoy.
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Otro líder estudiantil de su generación, compañero de lucha en 2007, tenía tres cometidos de cara al futuro cuando fue entrevistado, en febrero de 2012, por una estudiante de la UCAB: «Primero, salir de Chávez este año; luego, crear un partido político que no dependa de nosotros sino que sea de los venezolanos y, por último, hacer una reestructuración de Caracas.»
Ese compañero tenía ímpetu, talento y ambición, pero no pudo llevar a feliz término ninguno de esos tres cometidos que fraguaba. Tenía mejor dicción y mayor verticalidad que Ricardo. Nunca llegaría a ministro dentro de un régimen chavista. Hoy es un cohete quemado, como muchos de los líderes estudiantiles que arriesgaron, en su día, bastante bajo los disparos del gas del bueno y los balines de goma. No pudieron con la realidad, algunos insistieron y han logrado cargos en alguna institución internacional o siguen pendientes en el propio país, desde la penumbra, empeñados en impedir la perpetuación de cualquier cargo público. Pero Ricardo Ignacio Sánchez Mujica, nacido el 16 de julio de 1983, ya es ministro.
@sdelanuez
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