Los rezos de los pastores evangélicos en el palacio de Miraflores no son lo que parecen, sino un atentado contra una sociabilidad carísima que seguramente las personas comunes no están en capacidad de valorar. Tampoco las recientes persecuciones contra jóvenes de la oposición son una demostración singular de arbitrariedad, sino un fenómeno que igualmente no se puede calibrar en toda su magnitud sin mirar más allá de lo que desfila frente a los ojos.
No son pocos lo que han considerado la ceremonia de las preces llevadas a cabo en un espacio simbólico del poder como una señal de la desesperación de Maduro ante la cercanía de su descalabro electoral, como una búsqueda de votos entre una masa de evangélicos cada vez más numerosa y popular, pero se trata de una demostración de abandono de rutas históricas que puede hacer de la sociedad no solo un universo irreconocible, sino también indeseable.
Rezar en Miraflores es postrarse ante la antirepública. Clamar a Dios por televisión con la presencia del jefe del estado en un salón pensado para ceremonias cívicas, es una bofetada para los que anhelaron una forma laica de régimen desde 1811 y apenas lo lograron a partir de 1870 para refrendarlo después de 1945. Demasiado tiempo dilapidado en media hora.
Es probable que un ignorante como el actual inquilino de palacio no sepa de qué se trata, que desconozca en todo o en parte la hazaña que llevó a la construcción de un estado laico en Venezuela, pero es probable que tampoco estén al tanto del asunto millones de individuos poco versados que solo se rasgan las vestiduras porque observan ritos excesivamente plebeyos en espacios de alto coturno. No obstante, algo que tal vez se sienta como trivial, como una desesperación pasajera del presidente-candidato, no es otra cosa que un descarrilamiento colosal de la historia patria. ¿Por qué? Porque, sin pedir nada a cambio, le devuelve al templo lo que los representantes del pueblo le quitaron en antiguas y valientes querellas. Una capitulación innecesaria, deshonrosa y casi sin remiendo, en suma.
«Mucha atención: ahora no se trata de rezos peregrinos en altar inadecuado, ni de vejámenes corporales que pasarán, sino de amenazas letales contra nuestra armazón republicana»
Pasa lo mismo con las prisiones y las persecuciones recientes. Pensar que la actual represión es solo la reacción ante una emergencia va por un mismo camino de desentendimiento y tontería. No se trata de sacar los colmillos durante una temporada con el objeto de evitar la desaparición de millones de sufragios, sino de resucitar los períodos más tenebrosos de nuestro pasado. Es volver hacia los charcos de porquería del gomecismo y del perezjimenismo. Es arrojar a la basura el Decreto de Garantías expedido después de la Guerra Federal y la cohabitación decorosa que se logró en la época de la democracia representativa, nada menos. Es entregar el circo a los domadores más férreos, cuando se suponía que no existía ya ese tipo de amansadores porque la función no los necesitaba. Nada menos.
Desde la reacción contra el imperio español, los líderes de la sociedad trazaron el plano de una manera republicana de vivir que se fue haciendo realidad en forma paulatina. En medio de capítulos violentos, de hazañas deslumbrantes, de polémicas dignas de memoria y rectificaciones de importancia vital, los próceres de diferentes tiempos nos metieron por el carril del republicanismo e hicieron que nos habituáramos a su molde. Como no pasó únicamente en nuestros días sino en procesos más antiguos, carecemos de idea cabal en torno a lo que costó la hechura de esa especie de molde venerable, y de la necesidad de seguirlo para evitar catástrofes colectivas. Ellos hicieron para nuestro bien el carril y nos acostumbramos a manejarnos en su interior, sin siquiera preocuparnos por su mantenimiento, mucho menos por su mejoría, hasta el punto de dejarnos engañar por lo que han querido destruirlo para hacer otro que es su antípoda y su riesgo mortal.
De allí que hoy estemos ante la obligación de saber que ese carril existe todavía, pese a los esfuerzos de la «revolución» para hacerlo picadillo, y ante la necesidad de evitar que un dictador y sus huestes lo destrocen del todo para que el itinerario colectivo se confunda en sus componentes esenciales.
Mucha atención: ahora no se trata de rezos peregrinos en altar inadecuado, ni de vejámenes corporales que pasarán, sino de amenazas letales contra nuestra armazón republicana. Y sin esa armazón no seremos nada porque negaremos lo que para enaltecimiento compartido fuimos debido a las hazañas de nuestros antepasados. ¿Permitiremos que, por ignorancia, perversidad y conveniencia, Maduro termine de tirar esas proezas al estercolero?
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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