Dice la Real Academia Española que este asunto del periodismo consiste en obtener, tratar, interpretar y difundir informaciones por cualquier medio escrito, oral, visual o gráfico. Una definición aséptica, el periodismo debe ser un dolor de muelas para el poder. Un curtido hombre de medios, que quizás le diga poco ahora a las nuevas generaciones, Armando Durán, director de medios, analista, profesor de literatura española en una universidad del imperio años, sostiene que el periodismo tiene que ser contestatario. De lo contario, no es periodismo. ¿Se acepta el periodismo contestatario, más allá de este período tenebroso que vivimos; por ejemplo, en una simple sociedad a la que baste llamar simplemente democrática?
Hace un año el cara a cara entre un periodista y un político pone en evidencia que un periodista sabe lo que busca y un político acepta el desafío. No es para nada lo usual. Uno, Carlos Alsina, conductor del programa Más de Uno de la cadena española Onda Cero, El otro, Pedro Sánchez, el presidente de gobierno en funciones y en campaña para seguir siendo el presidente de gobierno. Escenario: los estudios de Onda Cero.
Aunque es radio, ahora la radio tiene imagen. Pedro Sánchez entra en las oficinas de Onda Cero, camina por su pasillos, con su aire de hombre de poder, lo acompañan directivos del medio. Entran en un pequeño despacho, toman café, es muy temprano esta mañana. En unos minutos, uno está frente al otro. Alsina al centro de la mesa, Sánchez a su izquierda, como corresponde a quien aborrece a la derecha. “Buenos días, presidente”, “Buenos días”.
— Cuando usted se mira en el espejo, ¿qué ve?
— Lo que ha sucedido en España en particular en estos últimos cuatro años es tan inédito por complejo, por disruptivo, una pandemia, con la cantidad de compatriotas que han perdido la vida; una isla, la de Palma, en la que sucede una catástrofe natural como la erupción de un volcán; ahora la peor crisis humanitaria y con consecuencias que todos los españoles y españolas están sintiendo en sus bolsillos. Yo creo que se tiene que interpretar bien, correctamente, el momento que vive España…
— Cuando usted se ve a sí mismo…
— Yo no me veo a mí mismo, ni interpreto las cosas de esa manera, Don Carlos. Lo que hago es ser consciente de la responsabilidad que uno tiene como presidente de gobierno, tratar de acertar. Lógicamente ha habido materias en las que he cometido errores, pero trato de acertar y gobernar para las mayorías sociales…
— ¿Se ve a sí mismo como una persona fiable?
— Hombre, yo creo que los hechos están ahí. Hemos sufrido dos crisis muy poderosas, mucho más disruptivas en términos sociales y políticos, como son la pandemia y la guerra ahora mismo en Ucrania, y creo que el desempeño de este gobierno, gobierno, insisto, que es el primero de coalición en la historia democrática de nuestro país, ha sido capaz de recomponer consensos rotos durante la crisis financiera y liderar el crecimiento de Europa, merece un notable como calificación.
— Se lo pone usted el notable a sí mismo... Tengo interés, presidente, en cómo se ve usted a sí mismo y saber si usted se ve a sí mismo como un hombre de palabra, como un hombre con principios.
— He tratado siempre de cumplir con mi palabra.
— …Como un hombre sincero.
— Trato de serlo.
—Y por qué nos ha mentido tanto entonces…
— Dígame usted en qué…
***
Detengamos aquí la escena. El periodista — un profesional de experiencia, muy reconocido en el ámbito el español — tiene claro lo que busca e insiste lentamente en su estrategia: cómo es este hombre poderoso que está aquí a mi lado. Sánchez, un político experto en el arte de sostenerse sobre un alambre, intuirá por dónde viene su interrogador pero nada en su semblante, ni en sus gestos, delata molestia ni alteración alguna. Ni uno, ni otro, sube el tono de la voz. No contraataca el político descalificando al inquisidor de turno. ¿Cuán sensibles son nuestros políticos venezolanos para soportar un intercambio de este tipo? No piensen, por favor, en los que ejercen el poder ahora. ¿Es posible escuchar, por ejemplo, ‘tú te prestas para el juego de…’?
El punto es que, cómo no, en nuestra tradición democrática anterior, y en la que presumimos que regresará, hay un reconocimiento de la importancia de la libertad de expresión, de la existencia de una prensa libre, pero ¿está suficientemente asentada esa convicción tanto en los hombres —y mujeres— del poder, y en quienes están llamados a ejercer el contrapoder?
No es un problema de la voluntad de unos y otros, de los que mandan y de los mandados. Tiene tintes de problema filosófico, de nuestra relación con la libertad, de la idea que tenemos de ella, la que nos han inculcado o, aún peor, la que no nos han inculcado. El artículo 58 de la Constitución es un ejemplo muy gráfico de cómo la libertad nace y muere en una línea: “La comunicación es libre y plural, y comporta los deberes y responsabilidades que indique la ley”. Es decir, la ley puede restringir, y de hecho restringe, la “comunicación libre y plural”.
Que diferencia, por ejemplo, con lo que señala la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos: “El Congreso no dictará ninguna ley respecto del establecimiento de una religión o que prohíba su libre ejercicio; o coartar la libertad de expresión o de prensa; o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar al Gobierno la reparación de sus agravios”. Fue establecida en diciembre de 1791, ¡hace más de 200 años¡ Y estuvo precedida de la Declaración de los derechos del buen pueblo de Virginia (1776) que dice: “la libertad de prensa es de los grandes baluartes de la libertad y nunca puede ser restringida por gobiernos despóticos”. No se indica ningún tipo de limitación, lo cual no quiere decir que no la haya habido en el correr del tiempo.
En Venezuela antes, ahora — es de esperar que no sea así en un futuro aún improbable—, es usual escuchar al poder de turno blandir la ley para socavar el principio, al que se dicen devotos, de la libertad de expresión y de prensa. Pero es que lo hacemos los propios periodistas, en particular, cuando alguno o algunos ocupan altos cargos en el ministerio del que se encarga de esos asuntos y entonces descubre que en nombre de la ley puede priorizar las limitaciones y arrinconar los derechos.
Este breve y esclarecedor ensayo sobre la libertad de comunicación en Estados Unidos y en Europa, de Pedro J. Tenorio Sánchez, catedrático de Derecho Constitucional, advierte como en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, se consagra que “la libre comunicación de las ideas y opiniones es uno de los bienes más preciosos del hombre”, muy similar a lo señalado en la Primera Enmienda estadounidense. Hay, sin embargo, un añadido: “sin perjuicio de la responsabilidad por el abuso de esta libertad (de expresión, de prensa) en los casos determinados por la ley”. Parece que desde allí viene nuestro particular y restrictivo legado.
El artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos reconoce, en su primer párrafo, la libertad de opinión y la de recibir o comunicar informaciones o ideas. En su segundo párrafo, resalta el catedrático citado, el ejercicio de tales libertades va seguido de la coletilla con los“deberes y responsabilidades” que conlleva. Lo que se traduce en el establecimiento por ley de un conjunto de medidas de limitación de “notable amplitud”. Asuntos, por ejemplo, que tengan que ver con la seguridad nacional, la integridad del territorio o seguridad pública, la defensa del orden y prevención del delito, la protección de la salud, de la moral, de la reputación ajena, de los derechos ajenos, impedir la divulgación de informaciones confidenciales y garantizar la autoridad e imparcialidad del poder judicial. Es decir….
El estudio del catedrático Tenorio Sánchez compara, como se observa, las disposiciones sobre la libertad de expresión y prensa en Estados Unidos y Europa y advierte, para evitar equívocos, que no se puede establecer una distinción tajante entre uno y otro sistema, como pudieran sugerir los textos citados. Sin embargo, fue una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos de marzo de 1964 la que permitió ampliar el concepto y el significado profundo de la libertad de expresión y de prensa en una sociedad democrática. Esa sentencia ejerció, con el paso de los años, enorme influencia sobre las disposiciones jurídicas al respecto al otro lado del Atlántico.
La sentencia aludida es The New York Times contra Sullivan, resultado de un juicio que se inició en 1960 y concluyó cuatro años después. Se trató de lo siguiente: L.B. Sullivan, comisionado de la ciudad de Montgomery, capital del estado de Alabama, en el profundo sur de Estados Unidos, demandó al NYT por la publicación de un aviso en el que respaldaba al movimiento de Martin Luther King y se hacía referencia a movilizaciones y a respuestas policiales excesivas. Sullivan se consideró aludido y ofendido y actuó contra el periódico y cuatro pastores negros, exigiendo una retractación y una indemnización por 500.000 dólares, que la Corte Suprema de Alabama confirmó.
Sin embargo, el caso llegó ante la Corte Suprema de Estados Unidos. El juez William J. Brennan encontró “inadmisibles restricciones a la libertad de expresión y de prensa” en la actuación de los tribunales que iniciaron y decidieron sobre el caso y concluyó que “ni el error sobre el hecho ni el contenido difamatorio son suficientes para levantar la protección constitucional que pesa sobre las críticas que se formulan a la conducta de los funcionarios públicos”.
Para el catedrático ya citado, Pedro J. Tenorio Sánchez, a partir de la sentencia Sullivan, como se le conoce, se estableció: uno, los errores de expresión de informaciones son inevitables si lo que queremos es proteger la libertad de expresión, y ello es una garantía de que las libertades puedan respirar; dos, debe probarse la intención de difamar; y, tres, el perjudicado habrá de probar la falta de veracidad.
Una última consideración es -solo a mi entender- que también sobra en las disposiciones constitucionales venezolanas en relación al “libre intercambio de ideas” -el mercado de las ideas, que compiten y se mejoran- que se establezca que “toda persona tiene derecho a la información oportuna, veraz e imparcial”. Ganas de enredarse la vida y de no ir al fondo del asunto. A la información no hay que ponerle adjetivos, porque junto con ellos vienen los organismos que pretenden decirnos qué es “oportuno, veraz e imparcial”.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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