Un investigador del Instituto de Ciencias Penales y Coordinador de la especialización en Ciencias Penales y Criminológicas de la Universidad Central de Venezuela (UCV), y director del Monitor del Uso de Fuerza Letal en Venezuela (MUFLVEN), Keymer Ávila ha pasado años estudiando y documentando cómo la violencia estatal, tal como se despliega en Venezuela por la OLP y FAES, es una guerra contra los más vulnerables disfrazada de política de seguridad. En esta entrevista, partiendo de la premisa de que estos son países muy diferentes, examina cómo esa historia se asemeja a lo que ahora lleva a migrantes venezolanos encadenados desde los EE. UU. a prisiones de máxima seguridad en El Salvador y Cuba.
Enmarcar al extranjero como un enemigo interno ha sido utilizado a menudo para movilizar el apoyo público y justificar políticas típicas de un estado de guerra o excepción. En Venezuela, Maduro y figuras como Néstor Reverol (Ministro del Interior de 2016 a 2020) enmarcaron a los paramilitares colombianos como un enemigo público para justificar los excesos de la OLP. Trump ahora está utilizando al migrante venezolano—de bajos ingresos y aún no completamente integrado—como un chivo expiatorio para impulsar una serie de leyes severas contra el crimen como la Ley de Enemigos Extranjeros y la Ley de Laken Riley. Su gobierno no pasa mucho tiempo explicando cómo opera el Tren de Aragua, pero sí da al tema de la migración una dimensión internacional, insinuando que está en guerra con los venezolanos. Considerando los diferentes contextos de cada país, ¿de qué otras maneras crees que las políticas de mano dura de Trump y Maduro se parecen?
Estas comparaciones no siempre contribuyen a un debate público informado, ya que estamos hablando de dos países muy diferentes, con contextos y trayectorias históricas distintas. Pero a pesar de esas diferencias claras, hay características compartidas en esta lógica de la política “duro contra el crimen” y la construcción de enemigos. La primera y más fundamental es el ejercicio del poder sin control—una grave regresión en los derechos de los ciudadanos y un movimiento hacia la consolidación de estados cada vez más autoritarios, donde las personas son más vulnerables a la arbitrariedad estatal. Se instala un estado de excepción permanente, una lógica de guerra en la que se suspenden derechos para combatir un mal absoluto: inseguridad, crimen, drogas, comunismo, socialismo, capitalismo, imperialismo, terrorismo, invasiones alienígenas—cualquier comodín que el líder a cargo quiera jugar.
La segunda es la enmarcación de la seguridad como el centro de la agenda mediática y política. En nombre de la seguridad estatal—es decir, la seguridad de la coalición dominante—se sacrifican los derechos de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables. La tercera es que los pobres, en todas sus variantes, no son tratados como titulares de derechos, sino como objetivos de las políticas de seguridad. Tienen el menor poder para exigir justicia—social, política y mediáticamente. El costo de violar sus derechos es mínimo. Por eso, pueden ser instrumentalizados según las necesidades de quienes están en el poder. En este caso, incluso se han convertido en mercancías—fichas de negociación, oportunidades de negocio.
La cuarta característica común es que la seguridad ciudadana no es el verdadero objetivo. Es solo la excusa, la campaña de propaganda utilizada para encubrir problemas estructurales más profundos, como la crisis económica, la pobreza o los problemas de legitimidad.
En ambos países, estas políticas son respaldadas por varios segmentos de la sociedad y a lo largo del espectro político. Alrededor de 46 representantes demócratas apoyaron la Ley de Laken Riley este año. En Venezuela, las operaciones militarizadas para eliminar el crimen han disfrutado del apoyo tanto de las clases bajas como de las altas, a pesar de los evidentes costos y la falta de respeto por la vida humana que implican. La Ley de Vagabundos y Ladrones, por ejemplo, estuvo en vigor durante 58 años. ¿Por qué persiste la simpatía pública por este tipo de políticas tanto en Venezuela como en los Estados Unidos?
El estado moderno se apoya en el monopolio del uso legítimo de la fuerza y su adecuada administración—esto ha sido así desde los primeros teóricos, desde Hobbes hasta Weber. En un estado regido por el estado de derecho, la fuerza debe ser utilizada solo para proteger los derechos de las personas en situaciones donde hay una amenaza real que debe ser neutralizada dentro del marco legal. El estado debe contener la violencia y reservar su uso para proteger a los ciudadanos, especialmente a los más vulnerables. Nunca debe generar, promover o amplificar la violencia—mucho menos el terror. Si lo hace, está fallando en su papel y borrando su razón de ser. A menos que el objetivo sea regresar al Estado Absoluto, que siguió una lógica muy diferente.
Desde un punto de vista legal, los derechos fundamentales—especialmente los referentes a la vida, la integridad personal y la libertad de movimiento—no pueden ser sometidos a referendos públicos ni reducídos para apaciguar a mayorías o multitudes en línea. Cuando se comete un crimen, el perpetrador es el actor más fuerte en ese momento específico, y la víctima es la más débil. La ley penal interviene para proteger a la víctima. Pero también debe proteger al perpetrador de las fuerzas de solidaridad con la víctima—fuerzas que son más poderosas que el delincuente individual: el estado, las fuerzas de seguridad, segmentos de la sociedad. El objetivo es prevenir tanto el crimen como los castigos arbitrarios o desproporcionados. Por eso, unos tribunales fuertes, autónomos e independientes son cruciales para contener el poder del Ejecutivo.
Desde una perspectiva política, el chivo expiatorio tiene como objetivo crear cohesión social, para unir a la población contra un enemigo común en tiempos de crisis. Se polariza al “nosotros”—las personas decentes—de ellos—los enemigos, las personas que supuestamente no merecen derechos. La peor parte es el consenso autoritario que se forma en torno a estas medidas: las políticas promocionadas por la élite terminan siendo aplaudidas por las mismas personas que sufrirán por ellas.
Las personas vitorean estas acciones impulsadas por impulsos negativos. En Venezuela, he conocido a ancianitas muy dulces que aprietan los puños ante las noticias sobre crimen y dicen: “deberían matarlos a todos”. Pero cuando vieron un video viral de una ejecución extrajudicial, cambiaron de opinión. Se oyen cosas como “enciérralos a todos”, “todos son del Tren de Aragua, no muestres misericordia”, “deportarlos”—hasta que le sucede a su hijo, sobrino, esposo, vecino o alguien que conocen. Sería interesante medir la opinión pública sobre esto en sectores de bajos ingresos, pero a juzgar por los resultados recientes de las elecciones del gobierno, dudo que haya mucho apoyo por estas políticas provinientes de ahí en este momento.
El régimen de Maduro está recibiendo a los deportados como héroes y retratando a los venezolanos encarcelados en El Salvador como mártires de la agresión de los EE. UU. contra Venezuela y su gente. ¿Puede esta narrativa de víctima ayudar al régimen de alguna manera?
Estamos tratando con tres gobiernos autoritarios que no respetan sus propias leyes, no tienen controles institucionales y prosperan en el populismo punitivo. Cada uno está girando propaganda para su propio beneficio—negociando con el dolor, la dignidad, la libertad y la vida humana. Y hay otra dinámica en juego: el doble rasero. Si lo hace la figura política que me gusta, está bien—lo justificaré. Si lo hace el partido que me opongo, es terrible—lo condenaré. Pero esto no se trata de posiciones partidistas o ideológicas. Se trata de principios básicos y derechos humanos, que son no negociables.
Esta es una deportación masiva, en violación del derecho internacional, dirigida a personas que huyeron de su país de origen. Incluso el regreso a Venezuela es cuestionable bajo el principio de no devolución. Todos tienen derecho a buscar y disfrutar de asilo. Estas son acciones discriminatorias y estigmatizantes que violan los derechos fundamentales de los migrantes venezolanos, la mayoría de los cuales simplemente buscan protección, refugio y estabilidad.
Algunos creen que la propaganda basada en el miedo y el abuso policial hacen que estas políticas sean más efectivas—animando a las personas a auto-deportarse o mantenerse alejadas de la actividad criminal. ¿Cómo contrarrestamos estas ideas y enfoques?
Estas políticas solo son efectivas en la construcción y consolidación de regímenes autoritarios, a través de una erosión constante y agresiva de las libertades civiles. Tenemos que luchar por nuestras libertades. Los derechos no son regalos generosos de quienes están en el poder—se ganan, se luchan y se defienden. Donde hay opresión, también hay resistencia.
¿Qué debemos esperar para los delincuentes deportados que regresan a Venezuela, dado la situación de seguridad actual en las prisiones del país?
No puedo hablar sobre el futuro, pero la pregunta en sí misma refuerza la narrativa de los gobiernos de EE. UU. y El Salvador. La Escuela de Chicago demostró hace casi un siglo que el crimen no migra con las personas—se queda en los lugares donde hay una falta de oportunidades para medios de vida legales e integración. Por otro lado, sin estadísticas oficiales en Venezuela, es muy difícil decir si las tasas de criminalidad están aumentando o disminuyendo. Lo que parece claro, en cualquier caso, es que la mayor amenaza para la seguridad de las personas hoy es el propio estado.
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