No hay peor remedio que un mal diagnóstico

Durante mucho tiempo, demasiado diría yo, el diagnóstico sobre Venezuela ha sido erróneo. Aunque la crisis tiene una dimensión política significativa y consecuencias económicas y sociales brutales, lo esencial, lo que define la realidad y las opciones, es la criminalidad extrema en el Estado. Venezuela está en manos de mafiosos que, con y sin uniforme, han secuestrado a todo un país, abusando de los instrumentos y armas del poder. Políticos, diplomáticos, burócratas, analistas e individuos con buenas intenciones han querido reducirlo a un problema de prácticas y convivencia política. El resultado de ese enfoque ha sido fracaso, agravamiento y éxodo.

La crisis en Venezuela es el reto de administración de justicia más grave que ha enfrentado la región en su historia. No se trata de combatir carteles y otras organizaciones criminales en un país, sino de lidiar con mafiosos enquistados en el poder. Y lidiar significa separar a estos criminales de los instrumentos e instituciones del Estado, que deberían estar al servicio de los ciudadanos.

No hay peor remedio que un mal diagnóstico, y el caso venezolano es el ejemplo más patético de mala praxis política y diplomática jamás visto. Hay un grupo de países con aparatos de inteligencia y justicia que conocen plenamente lo que ocurre en Venezuela y su inmensa malignidad. Lamentablemente, en esos países, los gobiernos discuten con lujo de detalle la inteligencia y la evidencia judicial y optan por ignorarla por completo. Como resultado de un diagnóstico erróneo, la ‘comunidad internacional’ nos pide que nos mantengamos en el sendero democrático, que lleguemos a un acuerdo con nuestros secuestradores y que pensemos en dar clemencia a quienes nunca la han tenido.

La mayoría de los venezolanos han ratificado su voluntad de una salida pacífica, y un número considerable ha buscado la solución emigrando sin plan o recursos. No hay más evidencia del estado de la nación o del error del remedio recetado que el escalofriante y ruinoso éxodo de casi un tercio de su población. La oposición ha hecho de todo. Ha votado cuando había que votar, ha respondido cuando ha sido consultada, ha salido a la calle arriesgando sus vidas, se ha abstenido cuando el mensaje debía ser de repudio, y finalmente, el domingo votó de forma aplastante para confirmar en acta lo que llevamos semanas viendo en la calle. El país se hartó de una revolución que devino en criminalidad organizada y no tan organizada. Los venezolanos, sin distingo de sus preferencias políticas, buscan reunificarse con sus seres queridos en Venezuela, y no en algún país extranjero. El resultado de ese histórico acto estaba a la vista: el más grande y burdo fraude electoral en la región. El robo descarado, sin sutilezas, de la voluntad de la inmensa mayoría de los venezolanos que votaron y seguramente de todos los que no pudieron votar por una u otra de las trabas que conforman el fraude continuo. Los venezolanos votaron sin condiciones para elegir, porque esa es la vocación de un pueblo que no ha respondido con violencia al abuso grosero y permanente de sus derechos y dignidad.

El pueblo venezolano ha demostrado al mundo que es democrático hasta la médula. Los venezolanos hemos pagado muy caro el haber permitido que un militar golpista llegara al poder con votos. Y más caro que le hayamos permitido a su sucesor robarse una y otra elección. El costo es incalculable. Ningún país lo ha pagado sin una guerra por medio. El problema es nuestro, pero hay muchos cómplices fuera. Es ahora el turno del mundo de enfrentar a Maduro y sus militares como lo que son: criminales. No será fácil. Los mecanismos multilaterales y las negociaciones políticas han demostrado ser inútiles. Enfrentarlos directamente no es trivial, pero no hay otra opción. Estamos frente a un fenómeno inusual. Repetir el remedio con un diagnóstico errado es irresponsable y cruel.

Pedro Mario Burelli en X @pburelli

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