Contra viento y marea, y a pesar de los mil motivos que alimentaban la incertidumbre previa, las elecciones presidenciales del 28 de julio finalmente tuvieron lugar. La evidencia disponible con respecto al resultado es clara, al igual que el testimonio de actores autorizados e independientes como el Centro Carter: la victoria del candidato Edmundo González Urrutia fue rotunda e inapelable.
Examinemos por un momento la importancia radical de este hecho incontrovertible. Pase lo que pase a partir de ahora, este resultado electoral eleva la política nacional a un nuevo plano. El asunto no consiste ahora en dirimir a quién le corresponde gobernar, o si procede un cambio político de algún tipo, sino que circunscribe toda la problemática política nacional dentro de un ámbito sumamente concreto y específico: cómo traspasar las riendas de gobierno a quien realmente le corresponde ejercerlas a partir de ahora.
No perdamos de vista lo anterior. La nítida victoria electoral obtenida por el Comando Con VZLA, comprobable mediante las actas que logró recopilar y digitalizar (un 84% del total), ubica al chavismo-madurismo en una posición inédita. Estamos ante una coyuntura sin precedentes, que demanda de nosotros la capacidad de pensar fuera de los rieles de la desesperanza aprendida que fueron sembrados durante los últimos 25 años.
Centrémonos en lo esencial: una autocracia que permite elecciones puede viciar los procedimientos de múltiples maneras; puede realizar fraudes continuados; puede adulterar todos los mecanismos necesarios para que la voz del pueblo se exprese con total claridad… Pero una vez consumada una derrota electoral comprobable, no podrá revertir ese hecho rotundo y luminoso, ni eludir el daño irreparable que dicha derrota le ocasiona al sistema de ideas y mentiras que con esmero se labró durante años para obtener legitimidad. A fin de cuentas, una dictadura que permite elecciones es una dictadura que necesita afirmar que la voluntad manifiesta del pueblo está de su lado.
No todas las dictaduras funcionan así. Hay autocracias que siempre prescindieron de las elecciones, lo cual no quiere decir que renuncien a todo principio de legitimidad. Simplemente, desde fechas muy tempranas, decidieron levantar su legitimidad sobre principios que no son sometidos a la aprobación popular. Tal es el caso de dictaduras como la cubana, la china o tantas otras en el Medio Oriente, levantadas sobre el mito de la revolución socialista, la religión verdadera o cualquier otro dogma incuestionable o premoderno.
«Atrás quedaron los años en los que Chávez pagaba los tragos y todos reían sus bromas»
Lo cierto, en todo caso, es que la legitimidad es importante para todo gobernante, incluso para los autócratas, por razones muy concretas. Al igual que el aceite limpio preserva la vida del motor, la legitimidad es el lubricante del poder. Un gobierno verdaderamente legítimo reduce al mínimo los niveles de fricción y desgaste que entraña el ejercicio del poder. Por eso en las democracias los gobernantes son cambiados con frecuencia, del mismo modo que a un motor se le cambia el aceite.
En cambio, un poder ejercido sin legitimidad funciona de modo parecido a un motor sin aceite: podrá andar por algún tiempo, pero deberá trabajar muy duro mientras se recalienta y experimenta un desgaste brutal, hasta que termina por experimentar peligrosas tensiones internas que lo pueden llevar a fracturarse y colapsar.
El problema que le estalla ahora al chavismo-madurismo es que, a pesar de su siempre presente vocación autoritaria —incluso totalitaria—, en ningún momento eludió la necesidad de pasar por el escrutinio de las urnas. Adulteró las elecciones de mil maneras, las manipuló de los modos más arteros, pero siempre buscó su legitimidad popular en las urnas, manipulando el proceso tanto como le fuera posible. Por años, este modo de actuar le rindió resultados. Pero ahora no tiene cómo ocultar su derrota, ni cómo probar la supuesta victoria del candidato-presidente.
Así las cosas, nos encontramos ante dos grandes macro-escenarios generales: o bien el régimen chavista-madurista decide convertirse en una autocracia enteramente distinta y radical, capaz de levantarse a partir de ahora sobre una legitimidad no electoral —y de convencer a sus amigos en el extranjero (Lula, Petro, López Obrador, etc.) de avalar esa profundización autocrática—, o bien acepta negociar algún tipo de renuncia al poder.
Las dificultades que implica la ejecución del primer escenario son considerables. El chavismo no evolucionó para prescindir por completo de la legitimidad electoral. Los intentos de implantar el Estado Comunal —iniciativa que sin duda apuntaba en esa dirección— nunca pudieron consumarse, ni siquiera cuando Chávez desfalcaba sin escrúpulos a la nación para atornillarse en el poder. Los cuadros y bases del chavismo-madurismo, por su parte, cuentan con las elecciones como mecanismo para acceder a ciertos cargos públicos, y no verían bien su virtual eliminación.
El régimen de Maduro tampoco cuenta con el respaldo que le brindaría una buena situación económica, carta con la que sí cuentan dictaduras relativamente “eficientes” como las de Singapur o Catar. En tales condiciones, el crédito para acometer una profundización autoritaria es mínimo.
Tampoco los amigos de la izquierda global se sienten cómodos ante la perspectiva de un régimen cada vez más autocrático en Venezuela, que no sólo empaña el ideario de la nueva “izquierda rosa” sino que también amenaza con seguir exportando millones de migrantes venezolanos por todo el hemisferio. Maduro se ha convertido en el pariente incómodo, el que les agua la fiesta y los hace pasar pena. Atrás quedaron los años en los que Chávez pagaba los tragos y todos reían sus bromas.
Empero, Maduro ensaya la fórmula. Procura ganar tiempo en las negociaciones con países amigos, que sin embargo no convalidan del todo sus movidas. Desata la represión y el terror, con los presos políticos como carta de negociación. Bloquea las redes sociales para reducir las posibilidades de la ciudadanía de informarse y cooperar entre sí. Pero cada una de estas terribles medidas representa una fuga de aceite en el motor del régimen, que desde el 28-J no para de recalentarse.
El escenario alternativo de la negociación, por su parte, sigue abierto. Se lo explora con discreción, tras bambalinas, en medio de la desconfianza mutua y la zozobra. La posibilidad de liberar y canalizar institucionalmente las tensiones acumuladas durante años está ahí, si bien los cambios que implica no son fáciles de acometer. El PSUV tiene aún la posibilidad de reciclarse para la democracia, y el mejor momento para hacerlo es ahora, antes de que las cosas revienten sin control alguno.
Nada garantiza que ese hipotético tránsito negociado hacia la democracia finalmente tenga lugar. Pero las energías de una nación entera apuntan hacia un cambio profundo. Interponerse, tratar de frenar dichas energías, conllevaría costos extremadamente altos para quien lo intente. Acompañar la ola, avanzar con ella, es seguramente una opción mejor que ser barridos por ella. Porque Venezuela ya habló, ya se pronunció, y lo que pasó, pasó.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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