Lección 1: la ética de la dignidad
1.1 El liberalismo popular, como doctrina, se presenta como un programa ético. Esto significa que asume un conjunto de valoraciones morales relativas a las personas, a sus conductas, a las reglas que rigen la vida social. Estas valoraciones son, en realidad, componentes esenciales de nuestra cultura política y figuran entre las creaciones sociales más trascendentales de Occidente y de la Humanidad. Fruto de la creatividad humana, también han moldeado nuestra experiencia en diversas formas, incluso en nuestra dimensión neurocognitiva. Así, entre las realidades a las que el liberalismo popular atribuye valor moral se encuentran la vida, la libertad individual, la propiedad privada, la solidaridad, la responsabilidad, la igualdad (en dignidad y ante la ley), la paz y la justicia. Mas ¿cuántas veces no hemos oído mencionar estos términos? Es innegable que, debido a su uso reiterado, han perdido parte de su fuerza retórica. Por ello, debemos esforzarnos por recuperar su significado cabal, ya que lo que está en juego es la preservación de la forma de vida más deseable que los seres humanos hemos creado hasta ahora.
1.2 Varias de las cosas a las que el liberalismo popular otorga valor moral son también valoradas por otras corrientes de pensamiento. Esto no debería sorprendernos, ya que diferentes doctrinas pueden asignar significados distintos a un mismo término. De hecho, buena parte del debate doctrinal consiste en esa disputa semántica. Por otra parte, el liberalismo popular valora negativamente otros componentes de nuestra cultura política: la búsqueda de la igualdad (en su sentido material), la pretendida superioridad de unos grupos sobre otros (por razones de género, económicas, sociales, raciales, religiosas) o la preponderancia de lo colectivo sobre lo individual. Esto significa que el liberalismo popular hace una elección ética: elige valorar negativamente estas cosas y valorar positivamente las antes mencionadas. ¿En base a qué criterio? Diferenciando entre las cosas que reconocen la dignidad humana y las que la niegan. Aparece pues la dignidad, es decir, el respeto que cada uno siente por sí mismo y por cada uno de los demás seres humanos, como eje al cual debemos referir los objetos de valoración ética. Esto nos coloca ante un antiguo y enrevesado debate, que aquí solo puedo esquematizar.
1.3 En el debate filosófico en torno a la dignidad humana existen diversas concepciones, no necesariamente excluyentes entre sí. Muchos argumentan que la dignidad es inherente al ser humano y es expresión de lo que se conoce como «ley natural», reflejo de la voluntad divina. Para algunos, sin embargo, la ley natural sería un hallazgo de la razón, capaz de identificar lo bueno y lo malo para el ser humano según le permita o le impida desplegar su naturaleza libre. En ambos casos, la dignidad (o la libertad), servirían de base objetiva para cualquier valoración moral. Por el contrario, hay quienes sostienen que toda valoración moral es inevitablemente subjetiva y personal, y que la dignidad es solo un atributo que nos asignamos mutuamente. Otros ven la dignidad como creación cultural, consecuencia y propulsora del progreso humano; desde esta perspectiva, este atributo solo es objetivo en tanto es reconocido intersubjetivamente. Aunque existen diferencias significativas entre estos puntos de vista, también hay importantes coincidencias entre ellos. Al fin y al cabo, la dignidad, como creación cultural, es, en cierto modo, una forma de dotarnos de una “segunda” naturaleza. Aunque no puedo extenderme más en este punto, sí deseo mencionar que, personalmente, me inclino a favor de la última de las visiones mencionadas: una visión abierta a la experiencia histórica y al conocimiento humano en constante evolución.
1.4 Un problema, con todo, subsiste en los planteamientos anteriores. Ellos nos dan razones para aceptar que la dignidad debe ser reconocida en todos. Pero, en el fondo, ¿qué es lo que nos motiva, a cada uno, a vivir de acuerdo con ese principio? Esta pregunta nos lleva a abandonar el terreno de la razón y nos coloca ante nuestra condición libre o espiritual. Cualquier acto moral es, en última instancia, expresión de la potencia creadora de un sujeto (1). El reconocimiento de la dignidad en nosotros y en los demás es, en verdad, un acto creativo que nos lleva a “religarnos” con los otros, es un acto de religiosidad.
1.5 El liberalismo popular coloca pues la dignidad humana en el centro de su sistema ético. Sostiene que reconocer la dignidad de toda persona y, por tanto, respetar su vida, sin importar quién sea, cómo piense o lo que haya hecho, constituye el fundamento esencial de las valoraciones morales que deben guiar cotidianamente a una sociedad moderna. Una persona que, por ejemplo, haya cometido un delito grave debe ser respetada, recibiendo un juicio imparcial y no estando sometida a tratos infamantes, a pesar de la indignación que sus actos puedan provocarnos. Esta convicción, ya sea vista como una, a veces increíble, invención cultural o como expresión de un mandato divino, se halla entre lo más destacado de la tradición civilizatoria occidental. Se concreta en numerosas instituciones y prácticas sociales, y está intrínsecamente ligada al gran proyecto moral de defensa y promoción de los derechos humanos. Particularmente, en tanto estos derechos se refieran a libertades individuales y no a presuntos derechos colectivos.
1.6 Ahora bien, para esta doctrina la dignidad humana corre el riesgo de convertirse en una noción hueca si no se traduce, en concreto, en el respeto a la libertad de cada persona para crear la vida que considera valiosa, siempre y cuando esto no implique, por supuesto, atentar contra la posibilidad de que los demás tengan el mismo derecho. A su vez, la libertad no es efectiva si no se asumen la propiedad privada y la autonomía contractual como principios básicos, ya que estos no solo son expresiones de nuestra libertad, sino que nos ayudan a no quedar expuestos ante la voluntad arbitraria de otros, especialmente de quienes detentan el poder público.
1.7 Según el liberalismo popular el reconocimiento de la dignidad debe manifestarse también en la solidaridad con aquellos que enfrentan privación o sufrimiento. Una sociedad en la que cada uno sea indiferente ante el destino de los demás no solo carece de decencia, sino que también se torna inviable a largo plazo. En ambos sentidos, además, la solidaridad está íntimamente vinculada a la sostenibilidad ambiental. Este principio no solo se refiere a la viabilidad de la especie humana, sino también a la solidaridad con todas las formas de vida no humanas.
1.8 Establecer a la dignidad como la referencia para la valoración moral involucra buscar cierto equilibrio entre libertad y solidaridad, dos nociones que a menudo se asocian con familias doctrinales antagónicas: la liberal y la socialista. Este balance moral no debe pasar por alto, asimismo, que el respeto a la libertad conlleva, como contrapartida, el establecimiento de la responsabilidad de cada individuo en la creación de su proyecto de vida. Si somos libres para decidir, también somos responsables de nuestros actos. Esto plantea, como un problema de orden moral y político, la interrogante sobre cómo practicar la solidaridad sin que ello signifique eximir a las personas de la responsabilidad sobre sus propias vidas. El alcance de un equilibrio entre libertad, solidaridad y responsabilidad nos exige prudencia analítica, pues no existe ningún algoritmo o fórmula que nos permita hallar una solución definitiva e incontrovertible. De cualquier modo, el debate puede esclarecerse un poco, creo, si consideramos, primero, las maneras en que se concibe la solidaridad y, segundo, el principio de subsidiariedad.
1.9 Si asumimos que la solidaridad implica principalmente la redistribución de la riqueza a través de la intervención estatal, podríamos encontrarnos con consecuencias desagradables. En efecto, los derechos de propiedad y la libertad de numerosos ciudadanos podrían verse perjudicados, destruyéndose así los incentivos a la inversión y, por ende, afectando negativamente el crecimiento y el bienestar general. Paradójicamente, un Estado solidario podría convertirse entonces en un Estado empobrecedor, especialmente para aquellos que ya se encuentran en situación de pobreza y que podrían volverse aún más dependientes del Estado y los políticos. Sin embargo, esta paradoja podría atenuarse o incluso desaparecer si entendemos que la solidaridad se basa en el ideal de inclusión. Este ideal busca que nadie quede excluido del proceso de creación de valor en una economía y de la obtención de ingresos propios a través del mercado. En última instancia, la solidaridad no persigue una imposible igualdad material, sino más bien la incorporación de todos en un orden de libertad y responsabilidad. Por ello, puede afirmarse que, en la práctica, la solidaridad y la libertad resultan más compatibles entre sí de lo que lo son la solidaridad y la búsqueda de la igualdad material.
1. 10 El mencionado principio de subsidiariedad guarda una estrecha relación con lo anterior. Este principio establece, de acuerdo con una interpretación liberal (más precisamente, ordoliberal), que las autoridades estatales solo deben intervenir en apoyo de los individuos o de comunidades de individuos, como la familia, mientras estos no sean capaces de garantizarse por sí mismos las condiciones mínimas para vivir dignamente. Esa intervención subsidiaria, de requerirse, debería estar a cargo además de las instancias gubernamentales más cercanas a las personas, como los municipios y organizaciones civiles, y solo excepcionalmente del gobierno nacional. Debe notarse que este principio no implica sustituir a la responsabilidad individual, sino hacerla posible. Y que constituye igualmente un freno moral a la acción del Estado, el cual no debería intervenir, en nombre de la solidaridad, sin límite alguno en la sociedad. Las políticas que hacen dependientes a las personas del Estado son, sin duda, un atentado en contra de su dignidad.
1.11 El amplio acuerdo que hoy en día existe en torno a los anteriores valores morales, al menos en Occidente, debe colocarse en una perspectiva histórica para entender que se trata de una posibilidad que se ha materializado y, en ningún caso, de un destino que debíamos alcanzar. Este logro, contingente como todo lo histórico, ha implicado innumerables luchas, disputas y aprendizajes, y está expuesto a desvíos y retrocesos. En la actualidad, caracterizada por el cambio, la incertidumbre y la confusión, factores como el racismo supremacista, el nacionalismo tribal, la fragmentación identitaria o el fanatismo religioso están socavando el basamento moral de nuestra civilización. Por lo tanto, quienes hemos sido socializados con base en estos valores morales, especialmente una interpretación liberal de los mismos, tenemos el deber de reapropiarnos de ellos con base en nuestro juicio ético y contribuir a su difusión mediante el debate ético, la educación, la producción cultural y la acción política.
1.12 Una manera de alcanzar tal reapropiación moral, inspirada en una conocida perspectiva filosófica, consiste en imaginar una situación en la que, como miembros de una sociedad, nos tocase decidir sobre sus fundamentos morales, suponiendo además que ninguno conociese, de antemano, la posición en la que se hallaría si tales fundamentos fuesen establecidos. En esas circunstancias, sería de esperar que lo más razonable para cada uno sería suscribir aquellos principios que impedirían que quedase en una condición en la que sería incapaz de desarrollar su proyecto de vida. Tales principios serían, básicamente, dos: primero, que todos deberán disfrutar de igual libertad; segundo, que todos recibirán, en caso de necesidad, el apoyo solidario de los demás para contar con un mínimo de capacidades y oportunidades para vivir dignamente. Esta sería, desde luego, una aproximación moral centrada en el interés propio. Otro acto de la imaginación que nos puede conducir a resultados similares se basaría en nuestra capacidad para ser empáticos y saber ponernos en la situación del prójimo, sobre todo en la del más necesitado. Este es un acto proverbialmente asociado a la compasión y a la fe religiosa, vivencias humanas de las cuales un liberalismo sensato no puede prescindir sin peligro de minar sus propias bases sociales y culturales. Podemos usar aún otros medios con el fin de validar moralmente los valores que hemos heredado. Podemos imaginar, por ejemplo, cómo sería la sociedad de la que somos parte si la dignidad no fuese un valor que reconociésemos en todos o que solo fuese otorgado a unos y negado a otros. Es muy probable que solo unos pocos desearían vivir en un mundo como ese.
1.13 Quiero mencionar que la versión del liberalismo que presento se aleja, en cuanto programa moral, de la rama del pensamiento económico convencional dedicada al análisis ético de la economía, la llamada economía normativa. Esta suele valorar moralmente a una economía o a una política económica con base en la utilidad que esta permita alcanzar a los ciudadanos. La utilidad se entiende como la satisfacción subjetiva que las personas obtienen al consumir un bien o servicio. Dada la dificultad que supone cuantificar dicha variable en la práctica, el pensamiento económico convencional la asimila a varios indicadores económicos y sociales, sobre todo, al ingreso promedio por persona. Mientras más alto sea el ingreso de una persona más elevada será su capacidad de consumir una mayor cantidad y variedad de bienes y servicios y, puede suponerse, mayor será la utilidad total que podrá conseguir (2). El ingreso per cápita es, sin duda, un indicador relevante, pero la dimensión moral de un orden económico y político es, como hemos visto, una cuestión mucho más amplia y profunda. Al considerar solo esa variable, no resulta extraño que se valore positivamente a, por ejemplo, la economía de China. Esto no es liberalismo, desde luego. O lo es solo en un sentido muy pobre. Aun así, la defensa del liberalismo —que, como se puede ya apreciar, es mucho más que economía de mercado— podría hacerse incluso desde ese punto de vista crudamente utilitario, pues esta doctrina no solo es consistente con valores morales occidentales, sino que también ha demostrado, desde hace más de dos siglos, su capacidad para promover la innovación, el bienestar y el desarrollo.
1.14 En la introducción de este ensayo señalé que una doctrina abarca tres dimensiones: ética, científica y política. En esta lección, me he centrado en el liberalismo popular como programa moral. Sin embargo, es importante subrayar que el sistema de valores que esta doctrina propone y defiende no puede estar desconectado de una comprensión válida de la condición humana y la realidad social, política y económica. Una doctrina que no logre mantener un firme puente entre su reflexión ética y su interpretación del mundo sobre el cual pretende influir puede desembocar en una utopía moral inalcanzable o, peor aún, en una pesadilla totalitaria. “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, nos recuerda la sabiduría popular. En definitiva, el liberalismo, en su conjunto, puede considerarse como un humanismo: no solo pretende basarse en la comprensión de lo humano y sus circunstancias, sino también aspira a fomentar el progreso de la vida humana.
En la dimensión política del liberalismo popular, se destaca su carácter plural y tolerante. Dentro de un orden liberal, innumerables puntos de vista, modos de vida y proyectos personales pueden coexistir. Los fines particulares de las personas no necesariamente deben coincidir, y para mantener la paz, “solo” es necesario que cada individuo respete la dignidad del otro, ya sea por convicción moral o por presión institucional, y que el Estado también lo haga. Esto no niega la aparición de conflictos relacionados con diversos factores, como el poder, los intereses o las creencias. A pesar de ello, los conflictos, independientemente de su naturaleza, no deben traspasar los límites éticos que definen a un orden liberal, si queremos preservar la vida civilizada. Moral y política no son tan distantes entre sí, como a veces se afirma. En la lección dedicada a la política y la democracia, profundizaré en este tema.
Como nos lo recordó tantas veces el maestro Emeterio Gómez.No puedo adentrarme aquí en el debate sobre utilitarismo y economía. La perspectiva que mencioné enfatiza la importancia de un orden social que permita a los individuos decidir libremente con base en la utilidad subjetiva que aspiran a alcanzar. Sin embargo, el utilitarismo en economía adopta a menudo un enfoque diferente, más inclinado hacia el intervencionismo estatal. Ciertas políticas podrían considerarse moralmente justificables si generan la mayor utilidad posible para el mayor número de personas, incluso si causan desutilidad a una minoría. Esto es algo cuestionable desde otras perspectivas morales, pues implica tratar a algunas personas como medios y no como fines en sí mismos.
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