Liberalismo popular en 12 lecciones: Estado limitado

Lección 4: Estado no mínimo, pero sí limitado

4.1 En el contexto del liberalismo popular, el Estado no debe ser considerado un enemigo al que se acepta a regañadientes. Más bien, debe ser visto como una entidad compleja con tareas esenciales que cumplir para ayudar a preservar la dignidad humana. En primer lugar, el Estado debe garantizar y promover la libertad y la justicia, asegurando que las leyes sean aplicadas de manera imparcial y que los derechos individuales estén protegidos: debe ser un auténtico Estado de derecho. Asimismo, debe velar por la seguridad pública y la integridad territorial. Además, debe fomentar un orden económico basado en la competencia y apertura en los mercados. También es su responsabilidad recaudar y asignar recursos para lograr objetivos colectivos en áreas como educación, investigación científica y tecnológica, salud, seguridad social e infraestructuras. Sin embargo, es crucial que el Estado esté restringido en su actuación para evitar que amenace la libertad de los ciudadanos, genere dependencia en ellos de sus leyes y políticas, otorgue privilegios a grupos de poder o produzca desequilibrios económicos y sociales. Cómo lograr que el Estado cumpla eficientemente con aquellas funciones sin que incurra en ninguno de estos excesos es, sin duda, un complejo desafío. 

4.2 La adopción de esta postura doctrinal requiere justificación. En particular, es necesario ofrecer argumentos para refutar, total o parcialmente, la idea de que las funciones atribuidas al Estado pueden ser asumidas por los individuos a través de mecanismos de coordinación voluntaria en los mercados. Este debate fundamental existe incluso dentro de la propia familia de doctrinas liberales. Aunque no puedo profundizar en el tema en esta lección, puedo mencionar al menos tres razones válidas, a mi juicio, por las cuales el liberalismo popular considera necesaria la acción del Estado, aunque con límites. En primer lugar, no es realista suponer que todos los miembros de una sociedad actúen siempre de acuerdo con los valores básicos de un orden liberal y democrático. Por lo tanto, en defensa de estos valores, es necesario restringir y penalizar ciertos comportamientos, incluso mediante el uso de la coerción. Esta delicada y arriesgada tarea se asigna mayoritariamente al Estado por parte de los pensadores liberales. En segundo término, existen actividades esenciales que no serían llevadas a cabo por la iniciativa privada por la simple pero determinante razón de no tener los incentivos para hacerlo. Me refiero específicamente a los llamados bienes públicos (aclarando que “público” no es sinónimo de “estatal”). Estos bienes se caracterizan por no ser factible restringir su consumo, a diferencia de los bienes privados, solo a aquellos que estén dispuestos a pagar el precio respectivo, de modo tal que su producción o prestación no resulta rentable para nadie. Por ejemplo, la defensa de la integridad territorial beneficia a todos los habitantes de un país. Aunque un ejército privado podría prestar ese servicio, ¿cómo cobraría por él a todos los beneficiarios? Por lo tanto, la defensa territorial es una de las tareas que normalmente cumplen los Estados, quienes obtienen los recursos necesarios mediante la captación de impuestos. En tercer y último lugar, hay grupos y sectores sociales que carecen de los recursos suficientes para acceder a ciertos productos o servicios básicos. Algunos podrían argumentar, razonablemente, que la solución a este problema está en expandir las oportunidades a través del mercado y el crecimiento económico, en lugar de agrandar la intervención estatal, que a largo plazo podría restringir aquella dinámica expansiva. Sin embargo, la evidencia histórica sugiere que incluso en países con un crecimiento significativo y sostenido, la erradicación completa de la pobreza no se ha logrado. Es de esperar que siempre haya sectores rezagados en relación con el desarrollo económico, sobre todo en épocas de transición tecnológica. En tales casos, es responsabilidad del Estado canalizar recursos hacia esos sectores, siguiendo el principio de subsidiariedad. 

4.3 Así pues, el Estado tiene tareas fundamentales que cumplir, pero debe hacerlo dentro de ciertos límites y a través de formas organizativas que minimicen los problemas mencionados al comienzo de esta lección. Ahora bien, al abordar el problema de la organización y funcionamiento del Estado, es necesario, entre otras cosas, ser conscientes de ciertos usos lingüísticos que pueden sesgar nuestros diagnósticos y propuestas. Es común que hablemos del Estado como si fuera un macroindividuo con atributos humanos como razón, previsión y voluntad. De hecho, al inicio de esta lección me referí a él como una “entidad”. La verdad es que el Estado constituye uno de los ámbitos de acción en los que los individuos operan. Las decisiones estatales provienen en definitiva de personas investidas de autoridad y, en ocasiones, desprovistas de ella. Desde esta perspectiva, es preciso entender que aquellos que ejercen o aspiran a ejercer el poder del Estado no experimentan automáticamente un cambio en su condición humana. Al igual que cualquier persona, tienen sus creencias, valores e intereses. Les preocupa su bienestar personal y el de sus familiares y amigos. Con autonomía moral, pueden comportarse de acuerdo con la justicia o no. Pueden establecer redes de corrupción y tráfico de influencias, actuar negligentemente o de manera ineficiente, e incluso convertirse en autócratas y tiranos. La historia nos ha demostrado repetidamente cómo aquellos que ostentan el poder del Estado pueden defraudarnos. Pero el asunto es aún más complejo. Si consideramos que aquellos que actúan en el marco del Estado, siendo como cualquiera de nosotros, se comportan de maneras reprochables, ¿no lo haría acaso cualquiera de nosotros en las mismas circunstancias? ¿Quién no estaría tentado, por ejemplo, a acumular una fortuna rápidamente otorgando favores a personas o grupos, especialmente si el riesgo de ser descubierto es bajo? Es importante destacar, además, que no solo existen los corruptos, sino también los corruptores. En última instancia, el problema con el Estado radica en su diseño institucional y en la necesidad de una vigilancia pública efectiva. Deben establecerse y mantenerse límites y estructuras de incentivos, tanto negativos como positivos, para hacer que la conducta de quienes ejercen el poder se ajuste a ciertos patrones. Aunque existen, desde luego, personas honestas, competentes y justas que podrían cumplir plenamente con sus responsabilidades estatales, el propio Estado debe ser protegido de aquellos que no alcanzan esos estándares personales.

4.4 El Estado debe, ante todo, contar con límites éticos. Debe ser, en los términos explicados en la lección 2, un Estado que actúe con apego a instituciones destinadas a materializar la aspiración común de que cada individuo pueda vivir su vida según sus deseos, respetando el derecho de los demás a hacer lo mismo y, en caso de necesidad, contando con el apoyo mínimo necesario para llevar una vida digna. En tal sentido debe ser algo más que un Estado de derecho: debe ser un Estado congruente con una concepción amplia de la justicia. Para lograrlo, el Estado debe cumplir primeramente con principios bien establecidos a lo largo de la historia y respaldados por la razón pública. Estos principios incluyen, entre otros, el carácter abstracto y general de las leyes, la igualdad de los ciudadanos ante ellas, la efectiva separación de los poderes públicos, el debido proceso, la libertad de expresión, elecciones libres y abiertas, la alternancia en los cargos de representación pública, la rendición de cuentas y la autonomía política de los jueces. Además, el Estado debe adoptar un enfoque subsidiario, interviniendo solo cuando las personas no pueden garantizarse a sí mismas condiciones mínimas para una vida digna. No es moralmente aceptable que el Estado sea paternalista o benefactor, es decir, que pretenda garantizar el bienestar o incluso la felicidad de cada ciudadano. El bienestar es responsabilidad individual, y el Estado debe ayudar a crear las condiciones para que las personas desarrollen sus proyectos personales de vida, siempre y cuando no infrinjan los derechos de los demás. Un Estado que no respete estos límites y principios es un Estado capturado e injusto. Estas consideraciones de carácter moral nos permiten afirmar que nuestros Estados deben ser sometidos a un progresivo, pero decidido proceso de depuración. 

4.5 La concepción de un Estado justo no está exenta de otras dificultades, tanto teóricas como prácticas. La solidaridad, considerada como un valor político, implica brindar apoyo subsidiario a personas que viven en condiciones precarias. Esto puede llevar a leyes que no se apliquen de manera uniforme a todos. A menudo se argumenta que esta situación es admisible, ya que permite beneficiar a sectores que necesitan oportunidades mínimas para vivir con dignidad, sin perjudicar al resto de la sociedad. Pero esta es una aseveración que, aunque compartamos, tiene que ser ponderada cuidadosamente. El uso de recursos gubernamentales para financiar políticas sociales, por ejemplo, puede implicar una mayor carga impositiva para algunos sectores, lo que podría afectar los derechos de propiedad y la libertad de numerosos individuos. Aunque el proceso político puede proporcionar respuestas aceptables para la mayoría de la sociedad, esto no garantiza la moralidad de dichas respuestas. En muchas democracias, la tendencia a transformar objetivos de políticas sociales en derechos humanos ha dado lugar a enormes aparatos burocráticos cuyo financiamiento afecta no solo la estructura moral de las sociedades, sino también el crecimiento y la estabilidad de sus economías. Al respecto es importante enfatizar que el liberalismo popular no busca la desaparición de las políticas sociales, sino más bien la racionalización y limitación de la acción estatal. La apuesta liberal consiste en que una sociedad desarrollada, que evite la captura del Estado por grupos de interés, creará oportunidades para que la mayoría de los individuos y familias prosperen y puedan asumir la responsabilidad de sus propias vidas sin depender en exceso de la acción del Estado. En estas circunstancias, solo una minoría de ciudadanos requerirá el apoyo estatal subsidiario.

4.6 Un segundo límite al cual un Estado liberal debe estar sometido es de carácter financiero. En tal sentido, la concepción liberal del Estado resalta un aspecto que pocas veces se discute en el ámbito público: la fuente de los recursos para satisfacer las múltiples demandas de diversos sectores hacia los gobiernos. No se trata de negar a priori que muchas de estas demandas estén justificadas. El punto decisivo radica en que los recursos son limitados, y su obtención implica, en principio, dos posibilidades. Primero, no satisfacer las demandas de otros sectores, lo que podría generar insatisfacción y conflictos. Segundo, extraer recursos de manera coercitiva, es decir, mediante impuestos, de otros sectores. La obtención y asignación de recursos estatales conlleva, pues, entre otras cosas, un conflicto distributivo. Sin embargo, en muchas democracias, el proceso político tiende a evadir este trance, financiando la expansión del gasto público a través del endeudamiento o incluso de la emisión monetaria. Se crean de este modo otros graves problemas. Desde una perspectiva liberal, lo deseable es que el Estado esté claramente restringido con relación a estas últimas formas de financiamiento. Esto debe conducir a la sociedad y al proceso político a ocuparse seriamente del conflicto distributivo que supone siempre la acción estatal. De lo contrario, resultará difícil ya no solo garantizar ciertos derechos individuales, sino mantener un ordenamiento fiscal sostenible, el cual es imprescindible para la estabilidad y el crecimiento económico. 

4.7 Un tercer límite que el liberalismo establece al Estado se refiere a su ámbito de acción en materia empresarial. Corresponde al Estado, como se ha visto, garantizar el marco institucional que proteja los derechos de propiedad y la autonomía contractual, por una parte, y el adecuado funcionamiento de un orden basado en la competencia, por la otra. No le corresponde, salvo contadas excepciones, hacer lo que los ciudadanos pueden hacer, es decir, actuar como emprendedores que, motivados por el logro de beneficios, aspiran a crear bienes y servicios valorados por los consumidores. En relación con este tema, resulta interesante considerar, aunque sea someramente, propuestas relativamente recientes que defienden la idea de un Estado empresario en un sentido algo diferente al tradicional. Según esta perspectiva, el Estado debería liderar el esfuerzo emprendedor en la economía mediante la creación de una gobernanza que articule a diversos sectores en torno a grandes objetivos estratégicos. No se trataría de un Estado planificador, se afirma, sino más bien de un Estado inteligente y dinámico, capaz de impulsar «misiones» audaces e inspiradoras (orientadas, por ejemplo, por los Objetivos del Desarrollo de las Naciones Unidas). En este enfoque, el Estado podría, en acuerdo con otros sectores, catalizar, financiar, monitorear y evaluar proyectos innovadores en materia empresarial, científico-tecnológica, activismo civil, etc. Alcanzaría acuerdos sobre estructuras “predistributivas” y riesgos compartidos, dando forma a nuevos mercados y promoviendo la creación de valor tanto público como privado. Estos planteamientos requerirían, desde luego, un análisis exhaustivo, por lo que, en el contexto de esta lección, solo puedo aventurar dos hipótesis y una pregunta. (En otra lección, relativa al desarrollo y al cambio estructural, regresaré a este tema).  En primer lugar, suponer que los Estados de nuestros países puedan desarrollar capacidades para liderar el esfuerzo emprendedor de una economía es, cuando menos, poco probable. En segundo lugar, considerando los antecedentes de nuestros Estados, las mencionadas «misiones» podrían fácilmente transformarse en nuevos mecanismos de captura de renta para sectores políticos y privados que actúen en colusión. Si hablamos de grandes iniciativas estratégicas, la pregunta decisiva sería: ¿no deberíamos priorizar la creación de un verdadero Estado de derecho? En este sentido, parece más sensato centrarse en mejorar el Estado actual, haciéndolo más consistente con un orden de libertad, bienestar y progreso. A pesar de ello, las perspectivas estatistas insisten en ver al Estado como el solucionador de la mayoría de nuestros problemas e idean nuevas funciones para él. Algunos pensadores no llegan a tanto y prácticamente se limitan a abogar por el fortalecimiento de políticas redistributivas, proponiendo impuestos globales y confiscatorios para los más ricos. He insistido en que unas cuantas fortunas son el resultado de la captura del Estado, pero muchas otras provienen del éxito empresarial. La «misión» más importante de todas sea quizás ordenar nuestras instituciones para que, en el marco de ellas, los auténticos emprendedores prosperen y, con ellos, el resto de la sociedad, al tiempo que los capturadores de renta dejen de enriquecerse a costa del bienestar general. Simplemente dar más dinero al Estado sin considerar estos aspectos solo implicará profundizar el rentismo y, con ello, el estancamiento, la desigualdad y el descontento social. 

4.8 Me he referido, de manera general, a las funciones que debe cumplir el Estado y a los límites dentro de los cuales debe hacerlo. Es preciso que considere ahora, también en forma esquemática, cómo debe cumplir el Estado con algunas de las tareas de las cuales es responsable, desde la perspectiva doctrinal que estoy ofreciendo. Este tema, el relativo a las capacidades estatales, es copioso y diverso en planteamientos y experiencias. Una opción analítica adecuada me parece la ideada, hace ya algún tiempo, por el economista A. Hirschman.  Este autor propuso un esquema a partir de las que consideraba dos respuestas alternativas que los consumidores o miembros de organizaciones adoptan ante el deterioro en la calidad de los productos o servicios que adquieren o de los beneficios que reciben. Llamó a tales respuestas «salida» y «voz». «Salida» consiste en el acto de marcharse, debido a que se cree que otra firma u organización suministrarán mejores bienes, servicios o beneficio. «Voz» es el acto de quejarse o de organizar la queja o la protesta con el fin de lograr, de manera directa, la calidad del producto o del servicio a la que se aspira.  

4.9 Debe ser evidente que la lógica de la «salida» es la del mercado. Se trata de crear estructuras de incentivos para que los proveedores estatales tengan que prestar atención a la calidad de los servicios que ofrecen, dado que los ciudadanos, actuando como clientes, tendrían otras opciones a su disposición. Esto significa, en otras palabras, acabar con monopolios estatales e introducir la competencia entre proveedores, que tantos beneficios genera a los consumidores. Una forma de materializar esto en algunos servicios estatales es separar el financiamiento de la provisión. Aunque el financiamiento puede seguir siendo estatal, la provisión podría estar a cargo de organizaciones privadas, con o sin fines de lucro, operando en un marco competitivo. Esto implica, visto de otra manera, no financiar con recursos estatales la oferta de los servicios, sino transferir tales recursos a los ciudadanos que demandan dichos servicios. Este esquema ha sido utilizado, con cierto éxito, en varios países en relación, en especial, con programas sociales en materia de salud, educación y pensiones. No es una panacea, desde luego, y ciertamente la experimentación y el aprendizaje con respecto a estos arreglos institucionales resultan imprescindibles. De cualquier modo, tales propuestas lucen más atractivas que la dinámica monopólica estatal, no solo por razones de eficiencia económica, sino sobre todo por la ampliación de libertad individual que conllevan. Debe añadirse que los incentivos derivados de esta manera de gestionar servicios estatales deberían tener expresión también en las remuneraciones que reciban los funcionarios públicos, en reconocimiento a su mayor o menor agregación de valor en la prestación de tales servicios. Es razonable esperar, incluso, que de este modo se vayan hábitos y valores propios de una cultura meritocrática y al servicio del ciudadano. Aunque es cierto que muchos sistemas burocráticos son deliberadamente sostenidos por quienes se benefician de ellos, es innegable que hablamos también de muchas personas normales atrapadas dentro de estructuras de incentivos perversos, desmotivadas por empleos ingratos y, con frecuencia, desprestigiadas ante muchos ciudadanos.

4.10 El buen funcionamiento de los servicios estatales es, en parte, un asunto de mercados, clientes y proveedores. Pero es también, esencialmente, un asunto de naturaleza política.  En tal sentido, la opción de usar la «voz» es clave para que impulsemos la mejora gubernamental, ya no como clientes sino propiamente como ciudadanos. Para lograr esto, se requieren mecanismos de participación que faciliten la comunicación entre los responsables de los servicios públicos y sociales, y los ciudadanos. La descentralización del Estado puede aumentar la viabilidad de estos mecanismos. Además, es crucial garantizar la transparencia y la rendición de cuentas en la gestión de políticas y programas. En este contexto, las tecnologías de la información y la inteligencia artificial pueden desempeñar un papel significativo. Permiten a los ciudadanos ejercer su derecho a la información y supervisar la actividad de gobiernos «abiertos». (Esta estrategia contrasta, por cierto, con la tendencia actual seguida por algunos gobiernos, los cuales desarrollan sistemas cada vez más sofisticados de vigilancia de la ciudadanía, en detrimento de la libertad individual.) Todo ello daría forma, en definitiva. a una gobernanza democrática alineada con los valores de un orden liberal.

4.11 El Estado, según un liberalismo popular, debe ser pues, justo y fuerte, con capacidad para gobernar en función del bien común y de resistir las presiones de grupos de intereses de diversa naturaleza. Para ello deben estar definidas sus competencias y limitados sus niveles de gasto y endeudamiento. El Estado no debe ser, en definitiva, un Estado mínimo, pero sí debe ser un Estado claramente limitado. Una pregunta surge de manera natural: ¿quién exige e impulsa una reforma del Estado guiada por esa visión? Es una pregunta primordial a la cual no puedo proporcionar una adecuada respuesta aquí, dada su complejidad. Sí deseo, sin embargo, referirme a las tareas que en esta materia se nos plantean a los ciudadanos. En primer lugar, debemos asegurarnos de que el poder coercitivo que permitimos al Estado se mantenga dentro de límites éticamente aceptables. Además, debemos aceptar las funciones estatales hacia ciertos ámbitos y rechazarlas en otros. Por último, debemos garantizar las posibilidades de elegir y/o de alzar nuestra voz para obtener servicios estatales de calidad. No abordar estas tareas significa, en realidad, renunciar a nuestra libertad y perpetuar un sistema de dominio dentro del cual nos asemejamos a súbditos ante quienes ejercen el poder. En tal sentido no hay que olvidar, ni por un instante, la naturaleza coercitiva del Estado. El Estado, insisto, no es un enemigo, pero ciertamente es ocupado por personas sometidas a la tentación del poder. Así pues, uno de los cambios básicos en la creación progresiva de un orden liberal debe ocurrir en el ámbito de nuestra cultura política: la superación del estatismo. Entendiendo que esto no equivale al antiestatismo. Todo esto nos lleva a reflexionar sobre el proceso político desde una perspectiva liberal, tema que exploraremos en la siguiente lección, titulada «La política de la dignidad». 

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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