Han pasado casi 100 años desde que empezaron las primeras exportaciones de petróleo, hecho que cambiaría la dinámica de nuestro país tanto en lo económico, como lo político y sin quedarse atrás, lo social.
Lo anecdóticamente trágico es que el pico de tamaño de nuestra economía per cápita fue alcanzado cerca de 50 años después, y a partir de allí el país se sumió en una dura etapa (cinco décadas) de estancamiento económico, acompañado de profundas crisis políticas y sociales. La debacle ha sido tan dramática que hoy el PIB per cápita es similar al de los años 1940-1950.
Hablar sobre el balance del petróleo en la vida de Venezuela como república no es un asunto sencillo. ¿Fue maná o maldición?
En realidad tenemos buenos argumentos para cada posición. El petróleo funcionó como palanca para el crecimiento económico. Pasamos de ser un país pobre, con limitadas exportaciones de productos agrícolas, a ser uno con un inmenso ingreso de petrodólares que ayudaron a mejorar la infraestructura del país y a proveer al ciudadano de una capacidad de consumo elevada, además de una red de servicios básicos notablemente superior al que tenía antes de la era petrolera.
Con el pasar de los años, la renta petrolera empezó a tomar cada vez más protagonismo. Los gobiernos de turno prometían un mejor uso de la renta, y por tanto reclamaban un mayor control sobre esta. Por un lado, la población venezolana asumió como idea válida y sostenible que podía tener un nivel de consumo y bienestar mucho más allá de su trabajo y productividad. Éramos, en fin, un país rico y lo central, lo esencial era un reparto equitativo de esa renta.
Por otro lado, el Estado, alineado con ese pensamiento, quiso apropiarse de esa renta, la cual dejó de ser destinada a áreas concentradas al desarrollo de capacidades y autonomía del ciudadano, para cada vez más ser fuente de financiamiento del gasto público corriente. El modelo terminó siendo uno de reparto de renta (no de producción) en el que el ciudadano es un sujeto pasivo y dependiente, y el Estado es el actor de mayor importancia en lo que a poder respecta, y también el mayor propietario y el mayor productor de la sociedad.
El Estado productor no es un modelo sostenible, ni uno que incentive los valores democráticos. El final del cuento todos lo sabemos porque lo sufrimos: terminamos con un gobierno hegemónico y autoritario, y el extenso período de desinversión y gasto clientelar redujo al mínimo la actividad petrolera.
Nuestra realidad actual debe ser aliciente para discutir de manera amplia la relación Estado – ciudadano – petróleo. Les dejo algunas inquietudes que pueden funcionar como referencia inicial para tal debate:
¿Cómo podemos reducir o eliminar la discrecionalidad de la Presidencia de la República sobre el uso de la renta petrolera?¿Cómo llegar a un modelo en el que el Estado dependa de la ciudadanía y no al revés?¿Cómo suavizamos los efectos originados por la volatilidad de los ingresos petroleros?¿Cómo evitamos que se sobrevalúe la moneda y ello impida el crecimiento de otras áreas económicas?¿Cómo llevamos a norma que ese uso de la renta no sea destinado al gasto corriente sino a áreas que fomenten el desarrollo de capacidades y la autonomía del ciudadano?
Estas son tan solo algunas de esas inquietudes. Mi invitación es que hagamos de este importante tema, un asunto fundamental para definir el futuro del país.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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