No suelo discutir experiencias personales en esta columna, pero hoy lo haré a manera de ilustración y contraste. Desde que comencé a usar Twitter (o X, nombre que me desagrada profundamente), casi nunca he dejado de aumentar mi número de seguidores. A veces más rápido, a veces más lento. Creo que la única vez que tuve un descenso notable fue en los meses en torno a la elección presidencial estadounidense de 2020.
En aquel entonces ocurrió algo que creo que no tiene precedentes en Venezuela: una especie de psicosis colectiva por el destino de un político foráneo. Buena parte de la base opositora venezolana inmensamente mayoritaria estaba encantada con el entonces presidente Donald Trump y muy interesada en verlo en la Casa Blanca un cuatrienio más. Emitir la más mínima crítica al mandatario norteamericano era anatema, peor que pronunciarse a favor del nestorianismo en el Concilio de Éfeso. Incluso cuando Trump y sus partidarios estaban cantando un fraude inexistente, con todo lo que ello implicaba para la salud de la democracia más poderosa del planeta.
¿Qué pasó? No es ninguna novedad que masas de venezolanos se sientan fascinadas por alguna especie de caudillo carismático, al punto de verlo como figura mesiánica. Ese arquetipo junguiano está arraigado en el inconsciente colectivo criollo y, cuando parece que desapareció, emerge de pronto (verbigracia, Hugo Chávez tras cuarenta años de democracia civil). Muy bien, pero, ¿cómo es que un extranjero ocupó tal puesto? Pues lo cierto es que la oposición, traumatizada por la anulación de facto de la Asamblea Nacional electa en 2015 y por la represión de las protestas de 2017, se había movido a lo que yo he llamado el “polo estratégico anti sistema”, consistente en dirigir esfuerzos por un cambio político hacia medidas fuera de las instituciones del Estado venezolano, controladas por el chavismo. De ahí surgió el “gobierno interino” de Juan Guaidó.
Y si el polo antisistema suele depositar mayores esperanzas en la presión internacional que el polo prosistema, pues dichas esperanzas llegaron a su cenit en aquellos años. Sobre todo luego de que se desinflaran las expectativas en torno al “interinato”. Había una sensación de que los venezolanos interesados en restaurar la democracia lo habían intentado todo (votar, protestar, etc.), sin éxito. Entre eso y la retórica dura sobre Venezuela en Washington (“todas las opciones están sobre la mesa”), había una creencia de que Estados Unidos debía “salvar” a los venezolanos y que la eventual realización de tales aspiraciones dependían de que Trump permaneciera en el poder.
Hoy, la cosa es distinta. Noto un interés mucho menor entre venezolanos por las elecciones presidenciales estadounidenses, muy a pesar de que pudieran ser el regreso de Trump al poder. Más bien el ánimo en general parece ser de indiferencia hacia el resultado. Porque, a mi juicio, ha habido un descenso considerable en las expectativas sobre la capacidad, o incluso sobre la disposición, de Estados Unidos a incidir a favor de un cambio democrático en Venezuela, sin importar quién gane esta vez.
La verdad es que no es un pensamiento del todo desacertado. A ver. Si Kamala Harris sale airosa en los comicios que se celebrarán en un par de semanas, cabe esperar que continuará la política hacia Venezuela de su predecesor, Joe Biden, de quien ella misma es vicepresidente. Harris no ha dado muestras de tener una visión de política exterior significativamente distinta a la de Biden. En todo caso, es más probable que ella imprima un giro individual a aquellos asuntos que concentran la atención del Departamento de Estado, como los conflictos en Ucrania y el Medio Oriente. Pero no para una cuestión que, aunque a los venezolanos nos duela, es bastante marginal para Washington: la suerte de nuestro país.
Sí, a Harris le tocaría lidiar con el 10 de enero, una fecha que en teoría debería marcar un antes y un después para aquellos Estados que han manifestado reservas sobre el anuncio de resultados comiciales por el Consejo Nacional Electoral. Pero, como señalé en la última emisión de esta columna, me parece poco probable que un gobierno estadounidense que sería la prolongación del actual en materia venezolana decida invertir mucho tiempo y esfuerzo intelectual en buscar formas de hacer más efectiva su política de presión mediante sanciones. Lograr eso exigiría más que revocar la licencia que autoriza el bombeo de petróleo venezolano por Chevron, pues esto último supondría regresar al período entre enero de 2019 y noviembre de 2022, durante el cual la élite gobernante venezolana encontró formas de contrarrestar las medidas punitivas de Washington, al menos lo suficiente como para que estas no comprometan su permanencia en el poder.
Puede que el Departamento del Tesoro incluso mantenga la licencia. Insisto: el interés en Venezuela es relativamente bajo y, además, quizá a EE.UU. le interese mantener el mayor número de fuentes alternativas de petróleo posibles en un contexto de inestabilidad en el Medio Oriente (aunque, por otro lado, un gobierno recién electo se sentirá menos preocupado por el malestar que un aumento temporal en el precio de la gasolina produzca entre los votantes).
Muy bien, pero, ¿y si es Trump quien gana? Si el entusiasmo que generaba entre los venezolanos seguía siendo inmenso justo cuando perdió las elecciones de 2020, ¿por qué no hay una expectativa altísima sobre su posible regreso al poder? Creo que la respuesta radica en que nadie espera que un hipotético segundo mandato de Trump vaya más allá con respecto a Venezuela que lo que el expresidente hizo en el primero. Habían pasado casi dos años entre enero de 2019 y noviembre de 2020. Para el momento de esas elecciones en Estados Unidos, el “todas las opciones están sobre la mesa” había quedado expuesto como una fanfarronada. Tal vez la gente pensaba que, a falta de algo más directo y contundente, Trump aseguraría la preservación de las sanciones que él mismo implementó y que estas eventualmente lograrían su cometido. Pero luego vinieron dos años más de la misma política bajo supervisión de Biden, hasta la emisión de la licencia para Chevron, sin que lograran su objetivo. De manera que si Trump se limita a restaurar lo que había en su primer mandato, revocando la licencia, ello sería regresar a las condiciones ya descritas.
Además, adivinen qué: tampoco hay garantías de que Trump haga eso. No hay ninguna garantía de que un Trump de vuelta en la Casa Blanca sea el mismo de su primer período, con su discurso agresivo hacia la élite gobernante venezolana. Se puede encontrar mil formas posibles de criticar al binomio de Biden y Harris, pero este tiene una cosmovisión en general consistente, que permite prever hasta cierto punto sus decisiones. Trump, por el contrario, es sumamente errático, incluyendo en política exterior. Recordemos su discurso belicoso hacia el régimen totalitario de Kim Jong-un, en Corea del Norte, durante su primera campaña y los primeros días de su presidencia. Dio paso a una política conciliadora de reuniones cara a cara entre los dos mandatarios, que en última instancia fracasó, sin que ello hiciera que Trump reanudara su furia hacia Pyongyang. El asunto a todas luces perdió interés para él.
No digo para nada que va a ocurrir, pero tampoco puede descartarse que Trump prefiera un entendimiento con el chavismo a partir de ahora. Así lo advirtió quien fuera su asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, devenido hoy en uno de sus críticos acérrimos (lo cual se debe tener en cuenta a la hora de ponderar la veracidad del señalamiento). La verdad es que Trump ha dado pocas pistas sobre sus planes de política exterior. Su mensaje de campaña ha estado enfocado en la situación interna de Estados Unidos. Más que nunca, tiene una fijación especial con la inmigración, lo cual le ha hecho irónicamente mencionar en muchas ocasiones a Venezuela, pero solo para caracterizarla como una fuente fecunda de inmigrantes indeseables y hasta peligrosos. No me parece descabellada la posibilidad de que llegue a un acuerdo de cordialidad con Miraflores solo para que haya un puente aéreo mediante el cual deportar a venezolanos indocumentados.
Hay un merengue caraqueño de la primera mitad del siglo pasado, escrito y compuesto por Luis Fragachán, cuyo nombre es “El norte es una quimera”. Sus versos narran el desencanto de un venezolano que va a Nueva York en busca de una mejor vida, pero regresa, decepcionado por lo que consideró una sociedad fríamente materialista, mentirosa y de sofisticación pomposa e innecesaria. La canción ha tenido muchas versiones, incluyendo, sin sorpresas, una de Cecilia Todd. No me propongo exaltarla, pues huele a arielismo, corriente de pensamiento que siempre me ha chocado por parecerme una forma burda de los latinoamericanos para lidiar con un complejo de inferioridad (también ridículo) hacia Estados Unidos. Pero sí creo que muchos venezolanos que esperaban por un redentor foráneo hoy han aceptado que aquello fue wishful thinking (con el perdón de Fragachán, quien en la canción proclama su desdén por la lengua inglesa y los ascensores de los rascacielos de Manhattan). En otras palabras, una quimera.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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