Por lo menos desde la época de los libros de caballería -si solo nos detenemos en el comienzo de los tiempos modernos-, el miedo ha tenido mala prensa y ha sido poco considerado por los historiadores. La apología del valor y el desprecio de los cobardes, llegado a la cúspide en los best sellers de Amadís de Gaula que vienen a América en el equipaje de los conquistadores, imponen un entendimiento de los valores de la humanidad teniendo como eje el coraje físico de los protagonistas más dignos de celebración. Pero es una tradición que remonta a la Eneida, en la cual sentencia Virgilio que «el miedo es la prueba de un bajo nacimiento».
Y una evidencia difícil de contener, si nos atenemos a las palabras de don Quijote para Sancho cuando está a punto de iniciar el disparate de pelear con un rebaño de carneros. Como el supuesto escudero le dice que no va a luchar con el ejército de Pentapolín, sino con unos animalitos, responde el caballero: «El miedo que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos … y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo: que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda». Mayor publicidad para el desaire del miedo, debido a que hace, según la criatura de Cervantes, que el entendimiento de la realidad desparezca para conducir a la perdición de los hombres comunes.
Es así como el público se solaza en historias como las de Orlando Furioso, Juan sin Miedo y Carlos el Temerario en el caso europeo; y en las de José Félix Ribas, Ricaurte, Negro Primero y el bravo Colina en el predicamento nuestro, por ejemplo. Gracias a trabajos como los de Lucien Febvre y G. Depierre, pero especialmente debido a una extraordinaria investigación de Jean Delumeau sobre El miedo en occidente, la valoración ha cambiado. Ahora es un tema más frecuente de la historiografía, gracias a cuyas novedades lo entendemos no solo como un elemento persistente en la evolución de las sociedades, sino también como su causa en numerosos trances. Partiendo de los hallazgos de Delumeau escribí una larga serie de artículos sobre el tema en el portal Runrunes, cuando la última pandemia evidenciaba el pavor universal ante una amenaza que evocaba plagas, pestes y espantadas medievales.
La necesidad de un estudio metódico de la existencia de temores y pavores se plantea por primera vez en los análisis de Gugliemo Ferrero, un destacado historiador italiano que se atreve a lanzar una proposición que pareció escandalosa para la mayoría de sus colegas: «toda civilización es el producto de una larga lucha contra el miedo». Un solo sentimiento no puede ser la gran motivación histórica, respondieron los otros maestros, no sin fundamento, pero es evidente que dio en el clavo al poner a pensar a los investigadores de la primera la mitad del siglo XX en un resorte poco trajinado. En el fondo lo que hacen después las luminarias del análisis histórico es la explotación de un filón desconocido – una estimación diversa de la bravura y la cobardía-, gracias a la que se han encontrado pistas confiables para entender en términos equilibrados la conducta de los antepasados y de nosotros, sus sucesores, sin caer en desprecios como el de Virgilio.
Venezuela ha experimentado capítulos dominados por el miedo, por un miedo capaz de paralizar a los agentes sociales que deben enfrentarlo. No hablo de las reacciones naturales en tiempos de guerra. Acudo a períodos de inercia en cuyo establecimiento fue fundamental el predominio de unos temores colectivos capaces de impedir transformaciones políticas o simples reacciones contra el despotismo. Lo que han leído no tiene propósitos eruditos, sino solo el interés de llamar la atención sobre las respuestas de la sociedad ante la represión de la actualidad, que encuentra antecedentes cercanos y visibles en períodos o procesos oscuros y dolorosos como el gomecismo y el perezjimenismo. Ambos lapsos se caracterizaron por una dominación que en gran medida se prolongó por el pánico impuesto a la mayoría de la población, por un terror compartido que condujo a la turbación de los sentidos, como el atribuido por don Quijote a Sancho Panza. En la novela es un discurso del caballero desorbitado a su sirviente, pero ahora es una reflexión que nos incumbe a todos.
Pero, si no quiero pecar de erudito, tampoco de caprichoso. Ahora no se trata de pedirles que vean un ejército de Pentapolín, que no existe, sino hechos concretos, como el escandaloso de la prisión de una destacada y aguerrida luchadora por los derechos civiles llamada Rocío San Miguel. El tormento de los valientes es un mensaje para quienes lo observan desde los límites de su individualidad, desde los estrechos confines de su vida y de las relaciones que puede establecer con sus semejantes. ¿Estamos ante un suceso particular y aislado? Es algo más envolvente, me temo. Es una emulsión preparada por la dictadura para fortificar el miedo de las mayorías, un anuncio de la carga que puede pesar en los hombros de quien no esté de acuerdo con las arbitrariedades maduristas, con sus escandalosas injusticias. Por consiguiente, es una elocuente invitación para el predominio de un miedo generalizado. Nadie tiene a mano la receta para desterrarlo de la comarca, pero no parece inoportuno que ahora se plantee como pieza clave del rompecabezas venezolano.
La entrada La imposición del miedo se publicó primero en La Gran Aldea.
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