Nicolás Maduro vuelve a insistir con un asunto absurdo e irrealizable: que la Historia se disculpe, en este caso, la Historia de España. Ha nombrado una comisión para que levante un expediente del pasado colonial y para que ese pasado pague por las supuestas tropelías que cometieron sus criaturas. O, en su defecto, para que pase por la taquilla el gobierno español de nuestros días.
La actualidad le pide al pasado que se justifique porque, si no lo hace, debe cargar con las consecuencias. Maduro exige la contrición del conquistador por la devastación de Venezuela a partir del siglo XVI, la compunción de millares de pobladores barbados y foráneos que llegaron pobres y se hicieron ricos, el arrepentimiento de los letrados que vinieron a meternos ideas malignas en la cabeza, la penitencia de los sátiros con espada y armadura que se acostaron con unas mujeres de piel cobriza que no los esperaban en sus lechos; o la sentencia por otras conductas perniciosas, eurocéntricas, racistas, monacales, aristocráticas, virreinales, godas, regalistas, carlistas, franquistas, falangistas, legionarias, zarzueleras, flamencas, taurinas, chulescas, machistas y antifeministas que vayan descubriendo y probando los jueces que ha designado. Una sonora necedad que realmente no merece atención, sino una chacota olímpica. Pero no puede pasar inadvertida, porque el régimen la usará como parte de su propaganda y porque no faltarán ilusos que la ovacionen.
La Inquisición de Maduro no es original debido a que encuentra antecedentes en la brocha gorda de Chávez cuando se quiso estrenar como historiador con más audacia que responsabilidad. También en reproches del siglo XIX, cuando los promotores de la Leyenda Negra de España pretendieron que las criaturas del pasado se arrepintieran de haber sido como fueron. O, debido a que ya estaban en la tumba, que sus sucesores lo hicieran por ellas. Esa estrafalaria forma de designar jueces, convocar jurados y procurar sentencias condenatorias contra unos hipotéticos monstruos viene de antiguo y no pasará de la superficialidad y de la fugacidad porque carece de los elementos que le concedan solvencia y le permitan permanencia, pero merece las observaciones fáciles que vienen de seguidas y a las que se hace acreedora por razones obvias.
Los valores del futuro, de un tiempo y de unos fundamentos que no podían pesar en la conducta de unos individuos que se manejaban según los patrones de su época, orientan un reclamo que una postura benévola puede considerar como imposible, pero que en realidad es una solemne estupidez. Maduro y sus detectives ya se rasgan las vestiduras porque Diego de Lozada fue cruel en sus incursiones, como si hubiera tenido otra forma de manejarse un hombre de armas de entonces en un territorio desconocido ante rivales numerosos y enigmáticos. ¿Cómo hacía para imponer su dominación, sino a través de una sangrienta espada y una lengua tramposa? ¿No actuaba al servicio de potestades indiscutibles en su tiempo, que solo un puñado de desesperados y de lunáticos podía despreciar y combatir? ¿No sucederían en breve cosas semejantes en Flandes o en Sicilia o en Londres o en París, sin escándalo de los intelectuales y los prelados?
También levantan la voz contra la aniquilación de las religiones autóctonas, ignorando que la ortodoxia europea de esos tiempos no solo se manejó con generalizado rigor en los territorios encontrados sino igualmente en las viejas comarcas cristianas que alimentaban pecados de herejía condenados a desaparecer a través de métodos inclementes, impuestos desde Roma o desde el interés de los tronos como asunto rutinario. Los hombres que vinieron de España después de Colón ya eran expertos en el arte de perseguir pecadores y achicharrar heterodoxos, y no tenían estímulos para transformar su conducta. Como no se volvieron angelicales y tolerantes, como no sucedió la historia sin tacha que quiso, sino la única que podía suceder, Maduro reclama una disculpa. Como las cosas siguieron su cauce natural porque no podía ser de otra manera, porque no podían atenerse a las pautas que un mandón miope e ignorante diseñaría en el siglo XXI, España debe ofrecer excusas por actuar según la cartilla redactada por su pasado y por las autoridades más veneradas en un determinado presente.
Un disparate gigantesco y singular, sin duda, pero formará parte de nuestra agenda política por un tiempo. En consecuencia, conviene recordar a quienes se metan en su ciénaga, sobre todo a los más animosos, que el juicio que propone y la condena que busca el erudito mandatario nos borra de la historia o, en el más benigno de los casos, nos coloca como sociedad en un oscuro y diminuto rincón. Porque, si todo lo hicieron los conquistadores españoles, hasta establecer un señorío que merece patíbulos, excomuniones, exorcismos y comisiones y decretos revolucionarios que los pongan en el lugar que merecen; si despoblaron y poblaron según su antojo, si cambiaron a los ídolos por la Virgen de Coromoto y al oro por espejitos, y a los caciques por los alcaldes; si se llevaron las perlas hasta que se acabaron, si impusieron listas severas de lo que se podía leer y de la bibliografía prohibida, si imponían la enemistad con los hereje ingleses y holandeses, si hacían la lista blanca de los comerciantes a los que debíamos comprar y la nómina negra de los mercaderes ilícitos; si determinaban quién era mantuano y quién era siervo, quién llevaba capa y quién ropa de dril, quién era libre y quién esclavo, quién vivía en los barrios principales y quién en las áreas modestas, ¿qué carajo hicimos durante trescientos años los venezolanos, aparte de ver cómo los señoríos venidos de España se ocupaban de tratarnos como párvulos o como idiotas?
Tal minusvalía colectiva se puede desprender de los juicios del mandatario convertido en campeón de una versión petrificada de la Historia, negado del todo a comprender que cada sociedad depende de las pulsiones de su tiempo sin que nada se pueda hacer para que quepan en la horma anacrónica que un sujeto sin luces pretende confeccionar en la posteridad. ¿Acaso no quiere restablecer una cátedra parecida como gota de agua a la que, según su hipótesis, impusieron los hombres de presa, los intelectuales y los religiosos de quienes abomina? Es evidente cómo ignora que el entendimiento de los protagonistas del pasado no es cuestión de fulminaciones sino de pericia profesional o de sentido común.
La entrada ¿La Historia debe pedir perdón? se publicó primero en La Gran Aldea.
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