Jackson contra el colegio electoral

1824, Washington DC. La democracia de los Estados Unidos no lleva más de 35 años existiendo cuando se encuentra en un callejón sin salida, uno que pone en entredicho no solo la confianza del sistema electoral sino también la moralidad de sus dirigentes: quien termina despachando desde la oficina oval de la Casa Blanca no necesariamente es quien logra convencer a la mayoría de la población con una propuesta política, sino quien obtiene más puntos en el colegio electoral de cada estado. Aunque el método lleva más de tres décadas funcionando, lo que se vive en la elección de 1824 es inédito desde todos los puntos de vistas, especialmente cuando los seguidores de uno de sus protagonistas estelares, empiezan a expresar su descontento y a cuestionar el crédito de las instituciones.

Para 1824, Andrew Jackson es un nombre bien conocido en los Estados Unidos. Nacido en una cabaña de troncos en el sur, no recibió educación formal como hasta entonces lo habían hecho todos los presidentes. De quienes se aleja no solo por eso, sino también por no nacer en Virginia, un detalle que comparte únicamente con John Adams y su hijo, quien por cierto es su principal adversario en las elecciones de ese año. Sin privilegios, su fama se la debe a la matanza de ingleses en New Orleans, durante la segunda guerra contra Gran Bretaña. Reputación que no le es suficiente para ser presidente, porque al final, en los asuntos públicos, el peso de la familia es muy grande, y más cuando su enemigo no solo es hijo de un padre fundador, sino un maestro del lobby político.

John Quincy Adams es el primer presidente de los Estados Unidos que llega al cargo sin haber obtenido la mayoría del voto popular. Lo consiguió haciendo un trato con Henry Clay, quien llegó de tercero en la contienda en la que se midieron cuatro candidatos. El acuerdo fue simple: Clay le cedió sus estados ganados a cambio de que, al estructurar su gabinete, Quincy Adams lo recompensara con el Departamento de Estado. La transacción fue calificada de corrupta por los seguidores de Jackson, que no tardaron en expresar su rechazo. En el Senado, Thomas Hart Benton, de Missouri, dijo que el asunto violaba la idea del demo kratos. Lo mismo pensaba el senador por Kentucky, Richard M. Johnson, quien no tardó en informarle a Jackson. La ira de este era tanta que, en una carta a su amigo y consejero William Berkeley Lewis, disparó:

“Estimado comandante: El coronel R. M. Johnson del Senado me informa hoy que al Sr. Clay se le ha ofrecido el cargo de Secretario de Estado y que lo aceptará. Entonces, ves que el Judas de Occidente ha cerrado el contrato y recibirá las treinta piezas de plata. Su fin será el mismo. ¿Había sido testigo alguna vez de una corrupción tan manifiesta en algún país? El Senado (si se le envía esta nominación) cumplirá con su deber. Ninguna imputación quedará en su puerta. Pronto estaremos contigo, adiós”.

Ese descontento contra el colegio electoral todavía continúa en el tiempo presente por los miembros de su partido, el más viejo del mundo: el Demócrata, que fundó años más tarde, de las ruinas que quedaban del antiguo partido Demócrata Republicano de Thomas Jefferson.

La presidencia de John Quincy Adams fue, como la de su padre, opacada por dos etapas: la de su antecesor, James Monroe, con su mirada al sur del continente; y la de su sucesor, Andrew Jackson, que inauguró el período al que no pocos historiadores denominan como “democracia jacksoniana”, por su significación e impacto político.

Aunque no es la primera elección polémica de los Estados Unidos, esta jornada (la de 1824) es la primera (y la única en su historia, hasta ahora) en la que ninguno de los candidatos consigue obtener más del 50% de los votos populares ni la mitad más uno del número de delegados del colegio electoral, que en la época era de 261 electores. Un reñido resultado que, aunque perdió, impulsó la figura de Jackson, el flamante modelo del billete de 20 dólares.

La fundación de un segundo sistema de partidos, que sepultó definitivamente al primero, se debe en gran medida a la presencia de Jackson en la escena pública. Desde su triunfo en 1828, nadie ha podido borrar la huella de este caudillo en Estados Unidos, al punto de que los demócratas todavía se identifican con el burro, emblema del partido e imagen peyorativa que los críticos antijacksonianos usaban para burlarse del presidente por su origen campesino y no letrado. Su imagen significó el fin de una época en la historia estadounidense, la de los padres fundadores de la nación. Y no es de gratis que sus más tenaces opositores juzgasen su ascenso a la capital como “el reinado de su majestad la chusma”, cuya estatua ecuestre decora la Lafayette Square, al frente de la Casa Blanca.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

rpoleoZeta

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