Una madrugada de agosto de 1961 comenzó la construcción de ese símbolo oscuro de la historia de la humanidad que fue el Muro de Berlín. Esta edificación estuvo en pie durante poco más de 28 años hasta su caída el 9 de noviembre de 1989. Lo que ello significó fue un cambio absoluto para el mundo entero. En los paradigmas internacionales hay un antes y un después de ello.
Desde luego que comienzo recordando el Muro de Berlín porque, los venezolanos, también estamos intentando romper nuestro propio muro. Este, como aquel, inició una madrugada; específicamente una de febrero de 1992 cuando un teniente coronel (así, en minúscula), decidió dar un golpe de Estado y asesinar al entonces presidente de la República, Carlos Andrés Pérez. Hablamos, por lo tanto, de 32 años del inicio de la época más oprobiosa de la historia contemporánea de Venezuela, de los cuales 25 años ha sido con ellos en el poder. Ellos, que son uno solo: Hugo Chávez, el padre de la desgracia y Nicolás Maduro, el hijo pródigo que, con la misma crueldad y odio por los venezolanos que le enseñó su padre, ha liderado “la revolución” durante más de una década. Con una chequera más corta y sin buena oratoria, dato no menor.
Durante todo este tiempo (el de una generación entera), profundizaron los problemas que existían en Venezuela antes de su llegada y acabaron con todos los avances logrados hasta el momento. Duplicaron la pobreza y triplicaron la pobreza extrema. “Desaparecieron” más de seiscientos mil millones de dólares. Destruyeron PDVSA. Generaron una larga hiperinflación solo sustituida por una dolarización de facto donde el 10% de la población tiene todo y el 90% tiene poco y nada. Acabaron con el sistema educativo, el sistema eléctrico, el sistema de agua por tubería y el sistema sanitario. Expropiaron miles de hectáreas de tierras hoy inutilizadas. Expulsaron a cientos de empresas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, acabaron con la democracia y sus instituciones, y rompieron por completo a las familias siendo los responsables únicos de la migración más grande del mundo: 8.8 millones de venezolanos en el exterior. Un país fuera de un país.
Nuestro muro, primero pintado de rojo y durante los últimos tiempos disfrazado de otros colores, no fue hecho con ladrillos, bloques y concreto sino con el resentimiento de un grupo que instaló el lema de “patria, socialismo o muerte” y, al final, lo cumplieron casi a rajatabla: la patria solo para ellos, el socialismo para el resto y la muerte (en todos los sentidos posibles) para sus adversarios.
Este muro, para mantenerse en pie, necesita de varios elementos, entre los que se encuentra el miedo, el terror, la represión, la tortura, la persecución, la corrupción y la barbarie. Es eso, al final: una gran pared de barbarie. Y por ello, durante muchos años, parecía una edificación infranqueable, poderosa. Aquellos años de la Venezuela de las colas, de la panadería sin pan y de las farmacias sin medicina hizo parecer que el muro era demasiado grande. Imposible de romper e imposible de saltar. Fue aquella época, que inició durante los últimos tiempos de (des)gobierno del “comandante” cuando comenzó la migración masiva y el deseo de cambio, que iba creciendo, se expresaba en murmullos porque el poder estaba allí, acechando.
Pero durante esos tiempos, complejos, dolorosos y angustiantes, se fue gestando una sociedad unida, resiliente y profundamente clara. Mientras había quienes aseguraban que la gente no estaba interesada en la política o que se había normalizado el autoritarismo, los ciudadanos, en realidad, esperaban el momento para comenzar a agrietar el muro. Y el momento llegó. Ocurrió con el liderazgo de una mujer que no hablaba dádivas sino de libertad, que no prometía nada sino que ofrecía trabajar juntos para rescatar el país y, luego, reconstruirlo. Así ocurrió la compenetración perfecta entre un liderazgo no mesiánico pero sí histórico con una población golpeada pero jamás arrodillada. Así, entonces, se dejaron atrás los chantajes de la vieja política y, en una elección Primaria autogestionada y transparente, el nombre de María Corina Machado quedó acompañado de un porcentaje: 92,35%. Más que una elección, una aclamación.
Lo que ocurrió desde ese 23 de octubre de 2023 hasta la escogencia de nuestro hoy presidente electo, Edmundo González Urrutia, lo vivimos prácticamente en vivo y directo. Quizás el mejor resumen de esos tormentosos días lo desarrolló Paola Bautista de Alemán en dos maravillosos artículos: El hoy que era imposible (Parte I) y El hoy que era imposible (Parte II). Vaya que parecía imposible, ciertamente. Pero se logró.
Y llegamos al 28 de julio de 2024. Llegamos luego de varias detenciones arbitrarias, de persecuciones y amenazas, de una campaña obscena desde el poder (con más millones gastados que votos, al final), de bloqueos y de negocios cerrados. Pero, también, llegamos después de una campaña admirable encabezada por Machado, González Urrutia y por dirigentes que ya tienen su nombre escrito en los libros de historia de nuestro futuro democrático, como Delsa Solórzano y Juan Pablo Guanipa, entre varios otros. Fue una campaña sin vallas ni recursos, pero tan fuerte como los mensajes en cada cartelito. Fue, como la periodista argentina Carolina Amoroso bautizó, “la revolución de la dignidad”.
Y esto no fue menor. No lo fue ni debemos obviarlo porque se levantó a un país entero. Se levantó a pesar de la bota opresora. Se levantó y se hizo más grande que el muro. Por primera vez, en más de dos décadas, no veíamos hacia arriba para apreciar (con tristeza e impotencia) la enormidad de la barbarie sino que comenzamos a verla hacia abajo. La enfrentamos. La retamos. Y, al final, le ganamos.
Los Comanditos y la Plataforma 600K se organización y fortalecieron como nunca pudo lograrlo el chavismo con su pretendido “modelo comunal”. Se hizo a través de WhatsApp y el boca a boca. Fueron las familias y los amigos. Fue la gesta ciudadana más grande en décadas. Y no podía ser de otra forma, porque esto no se trataba (ni se trata) de política ni de partidos. Esto se trata de un movimiento social que surge desde el deseo de libertad y de reencuentro.
Por ello el 28 de julio, que ya más nunca será recordado como natalicio del padre de la desgracia, sino como el día de nuestra gesta histórica, significó el triunfo contundente de Edmundo González Urrutia. La oposición tiene seguro 7.303.482 votos (con 83.50% de las actas en mano). Siguiendo la tendencia, estaríamos hablamos de, más o menos, 8.700.000 votos. Un millón más de lo que obtuvo la oposición en 2015. Más de medio millón por encima de la máxima votación de Hugo Chávez (2012).
«¿Por qué tanta saña? Porque la élite chavista nos odia«
Se votó, se defendió el voto y se mostró al mundo en una movida tan inteligente como valiente de los testigos de mesa y del liderazgo político. Y la respuesta del chavismo ante ello, fue avanzar hacia un totalitarismo al estilo soviético. Han decidido profundizar el terrorismo de Estado y el control social, legislar las atrocidades de la «ley AntiONG» y la «Ley contra el fascismo», crear campos de concentración, sacar a familias enteras de los Misión Vivienda, usar a la Sala Electoral del TSJ para avalar el fraude que no se puede vender e incluso sugerir que avanzarán hacia un régimen de partido único (siempre disfrazado con las tarjetas de sus alacranes que, todas juntas, no sumaron ni 200 mil votos).
Ahora mismo, las únicas acciones que desarrollan quienes ocupan el poder, es la de golpear más a una sociedad que les ha dicho claramente que no los quieren. Son más de 2.000 secuestrados y, según la ONG Foro Penal, al menos 107 niños y adolescentes han sido arbitrariamente detenidos en el contexto de la represión actual en Venezuela. Solo por mencionar dos ejemplos, podemos hablar de Laura, de apenas 16 años, o de David, de apenas 14 años. ¿Por qué tanta saña? Porque la élite chavista nos odia. Odian a los jóvenes que no han conocido la libertad y quieren ser libres.
Todas estas acciones, una peor que otra y solo comparable con las ejercidas por Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla, terminó de romper internacionalmente a un régimen que, sorprendentemente (o no tanto, si vemos al mundo de hoy), no estaba tan aislado como debería.
Varios países y organismos internacionales han rechazado el fallo del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) de Venezuela que respalda el intento de fraude electoral. Entre ellos, once países latinoamericanos, Canadá, la Unión Europea, la OEA, y la ONU han expresado su descontento, señalando la falta de transparencia, independencia y credibilidad en el proceso. Algunos Gobiernos (aliados), como el de México y España, han dicho que esperarán pruebas verificables antes de reconocer a Nicolás Maduro como presidente. La comunidad internacional, liderada por figuras como Kamala Harris y Josep Borrell, sigue presionando para que se publiquen todos los resultados de las elecciones. Mientras tanto, Estados Unidos prepara sanciones contra funcionarios judiciales venezolanos por su falta de independencia.
Está completamente claro que el mundo entero sabe lo que ocurrió el 28 de julio en Venezuela. A estas alturas, seguir pidiendo que se muestren las actas o que se cuenten abiertamente los resultados no es más que la forma diplomática de decirle al régimen que no van a reconocer el fraude electoral y que se debe avanzar en la única solución posible y real: una transición a la democracia.
Con la legitimidad de los votos, se ha conformado un bloque sólido de apoyo democrático a Edmundo González (presidente electo), María Corina Machado y a todo el pueblo venezolano. Este bloque incluye a los once países que firmaron el comunicado conjunto, incluyendo a Chile, Canadá, la Unión Europea, entre otros. Hoy, en la región, a Nicolás Maduro solo lo apoyan otras tres autocracias (Cuba, Nicaragua y Bolivia) y un país cuya deriva autoritaria también se puede ver (Honduras). No es poco importante, claro está, el apoyo de Rusia y China (aunque ambos casos hay que verlos de forma individual). Ni siquiera México decidió lanzarse al agua; así de grande es el fraude y así de obscena la violación de derechos humanos.
En el medio de ambos bloques están Colombia y Brasil. Lo están porque también saben que Nicolás Maduro perdió las elecciones y saben, fundamentalmente, que si este mantiene el poder por la fuerza (lo único que le queda) por sus países van a transitar decenas de miles de venezolanos por día, huyendo de la barbarie. Pero también saben que son los únicos posibles interlocutores con la nomenklatura chavista.
Gustavo Petro se juega la estabilidad de su propio país y Luiz Inacio Lula da Silva su liderazgo regional, ese que hoy se ve amenazado hasta como referencia de la izquierda frente a un Gabriel Boric que ha mostrado un camino claro, contundente, valiente y admirable: a las dictaduras y tiranías se les condena siempre, sin importar ideología. Tal vez es hora de dejar atrás a la “izquierda borbónica” que hace varios años describió Teodoro Petkoff.
En los últimos meses, Venezuela ha sido testigo de una movilización ciudadana que desafía el terror impuesto por una tiranía que, durante años, ha intentado mantenernos atrapados en un muro de opresión, dolor y desesperanza. Este muro, construido a base de represión, corrupción y violaciones a los derechos humanos, es una barrera que nos ha separado de nuestras aspiraciones más profundas: la libertad, la justicia y el reencuentro con nuestros seres queridos.
No es una comparación ligera la que he pretendido hacer con la caída del Muro de Berlín. Aquella estructura de concreto y alambre de púas no solo dividía a una ciudad; separaba a familias, amigos y, en última instancia, a una nación. Fue un símbolo tangible de la represión que, durante muchos años, mantuvo a millones de personas bajo un régimen totalitario. Pero ese muro, aunque imponente, no fue indestructible. Fue agrietado primero por la resistencia de aquellos que, en silencio o en gritos, se negaron a aceptar su destino y, finalmente, cayó bajo el peso de la determinación de un pueblo que decidió ser libre.
Hoy, en Venezuela, estamos rompiendo nuestro propio muro. Aunque no hecho de concreto, está formado por años de miedo, desesperación y pérdida. Cada grieta en esta estructura representa una victoria del coraje sobre la opresión. Y aunque este proceso sea largo y doloroso, no tenemos otra opción que seguir adelante. Porque el muro que estamos derrumbando no solo simboliza miseria; representa la diáspora de millones de venezolanos, la separación de familias, el hambre de justicia y el anhelo de un futuro en el que podamos reconstruir juntos nuestro país.
Estamos aquí para transformar esas grietas en caminos, en puentes que nos permitan volver a abrazar a nuestras familias, a nuestros amigos, y, en última instancia, a nuestro país. El esfuerzo es inmenso. Ya lo ha sido. Pero no podemos parar ahora.
Si el régimen decidió avanzar hacia un modelo totalitario, hay que avanzar hacia su aislamiento total frente al mundo y frente a cada venezolano que ya le dijo, en las urnas, en las calles y hasta en aquella canción que se ha hecho himno: “Sólo vete ya, please”.
Al final, como ocurrió en Berlín, este muro caerá.
Tengamos claro, eso sí, que se martilla y se martilla hasta que termina de caer. No sabemos exactamente cuándo ocurrirá, solo debemos saber qué pasará si no dejamos de martillar. Sin prisa pero sin pausa. No aceptamos menos que la democracia.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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