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Golpistas sin condena – La Gran Aldea

El 20 de noviembre de 1945, el fiscal de los Estados Unidos Robert H. Jackson, impecablemente trajeado de negro, asumió la responsabilidad de exponer las primeras palabras de la acusación contra algunos de los principales criminales de la humanidad. Estaba en medio de una lujosa sala, que representaba lo poco que había quedado en pie en la ciudad de Nuremberg. La prensa, dignatarios de varios Estados; todo el mundo quería presenciar el juicio. A un lado de la sala, altivos, sin mostrar arrepentimiento (de hecho, nunca lo hicieron), los acusados, Hermann Goring, Rudolf Hess, Wilhelm Keitel, entre otros, esperaban la exposición de la teoría del caso en su contra. 

Jackson pronunció una frase que aún retumba en la conciencia jurídica universal: «Que cuatro grandes naciones, eufóricas por la victoria y laceradas por la afrenta, refrenen su venganza y entreguen voluntariamente a sus enemigos cautivos para ser juzgados por la ley, es uno de los tributos más significativos que el poder haya rendido jamás a la razón». Las potencias vencedoras bien pudieron apresar, ejecutar o desaparecer a los procesados, eso los hubiese acercado bastante a la barbarie que combatieron. Sin embargo, más allá de los históricos cuestionamientos en torno a los juicios de Nuremberg y Tokio, sobre el derecho aplicable, la creación de un tribunal post facto, la imposición de los vencedores sobre los vencidos, entre otros, en estos procesos, además de haberse generado las bases del derecho penal internacional, se rescató una verdad histórica a partir de rigurosos estándares de prueba.

La investigación previa, abarcó la recopilación de miles de documentos oficiales en los que se dejaba constancia de la política criminal ejecutada desde el poder nazi, innumerables grabaciones de videos y audio con órdenes expresas y propaganda genocida, cientos de testimonios de víctimas sobrevivientes, de exfuncionarios, fotografías, inspecciones y experticias. En fin, un cúmulo importante de información que puso al descubierto los horrores de la planificación y ejecución de la maquinaria de guerra del nacionalsocialismo contra Europa y otros grupos humanos: judíos, soviéticos, homosexuales, gitanos, en fin, los declarados como inferiores desde el poder político. 

Es posible sostener acertadamente, que gran parte del relato que conocemos sobre lo ocurrido durante la guerra, es producto de la investigación y el enjuiciamiento de los autores y partícipes de los crímenes perpetrados contra la humanidad, en función de la dominación territorial, ideológica, política y cultural de la Alemania nazi contra parte de Europa. Sin estos procesos judiciales, el mundo de hoy no sería el mismo, y no me refiero a los avances jurídicos contra la impunidad de graves crímenes, sino al aporte sin precedentes, de haber logrado establecer una importante aproximación a la verdad de los hechos, a partir de una metodología jurídica, lo que implicó, la valoración de pruebas ritualmente incorporadas que quedaron plasmadas en una sentencia. El holocausto judío como hecho histórico, a pesar de haber sido debatido y demostrado durante varios juicios, aún algunos terraplanistas se atreven a ponerlo en duda. ¿Se imaginan si no se hubieren procesado a los autores y probado los hechos?

El procesamiento judicial de los crímenes, se erige entonces como una fórmula de fortalecimiento de la civilidad, que favorece además la consolidación de la memoria histórica. De este modo, se dificulta la imposición de un nuevo relato distorsionado sobre los hechos acaecidos. Los autoritarismos, trabajan en función de reescribir la historia e imponer su narrativa, intentando convertir sus delitos en hechos loables, honorables y hasta necesarios en función del “bien común”. Juicios como los acaecidos por los aberrantes crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia o en Ruanda, han sido definitivos para impedir que algunos se atrevan a justificar la comisión de tales hechos. La sistematización de las pruebas y su exhibición han permitido consolidar la verdad frente a la pretensión de imponer una posverdad. 

Recientemente, se conmemoró en nuestro país, un nuevo aniversario de uno de los crímenes contra la democracia, las libertades y la República de mayor envergadura de la historia reciente. El 4 de febrero de 1992, una camada de los peores miembros del estamento militar, se alzaron en armas contra el gobierno legítimamente constituido, intentaron asesinar al presidente Carlos Andrés Pérez y a su familia, y hacerse del poder de manera arbitraria. Este episodio, marcó el inicio de un proceso político, que permitió a miembros de esa gavilla de resentidos con deseos desmedidos de poder, acceder a este, no para servir a los ciudadanos, sino para servirse de él, y llevar a la ruina a uno de los países más prometedores del planeta.        

La democracia quedó huérfana de defensores. Una generación de políticos, escritores y opinadores justificaron los crímenes»

En honor a la verdad, se produjo en Venezuela toda una corriente de opinión pública a favor de la liberación de los criminales golpistas de 1992, pero le correspondió a Rafael Caldera, a poco de iniciar su segundo gobierno en 1994, tomar la decisión de ejecutar dichas liberaciones mediante una serie de sobreseimientos que se iniciaron el 15 de febrero de ese año, y que concluyeron con la liberación de Hugo Chávez el 26 de marzo siguiente. Esta fórmula jurídica (sobreseimiento), impidió la celebración de un juicio, la exhibición y debate de las pruebas, y arribar a una sentencia condenatoria de culpabilidad sobre los graves hechos punibles ejecutados. No podemos olvidar, los muertos, heridos, explosiones, destrucción de infraestructura y grave daño a las instituciones (que nunca más se recuperaron), que este cobarde episodio generó al país.  

Sin sentencia, sin pruebas, sin proceso, torcer la historia fue pan comido, había pocos referentes, y los que había, fueron fácilmente aplastados por el dominio de la nueva narrativa que justificó el alzamiento y sus consecuencias, invisibilizó a las víctimas y construyó una épica inexistente sobre una acción esencialmente cobarde. La democracia quedó huérfana de defensores. Una generación de políticos, escritores y opinadores justificaron los crímenes e impidieron que la justicia cumpliera el papel trascendental de dar a cada quien lo suyo. 

El 27 de marzo del 94, ya lo criminales golpistas estaban en el Ateneo de Caracas (sí, el mismo que después destruyeron), recibidos por parte de la sociedad como héroes, una suerte de vedettes bananeras de un país que iba directo al abismo del autoritarismo militarista. Es posible que una sentencia, hubiese aportado otra óptica de los hechos, y reposicionado conforme a la ley, la verdad de lo que ahí ocurrió, un crimen que apenas ahora empezamos a dimensionar.

Desde mi perspectiva, la falta de una condena judicial de los hechos es parte de un hueco que se convirtió en abismo, el 4 de febrero, está lejos de ser un día de dignidad nacional, como los delincuentes golpistas han pretendido posicionar. Es una fecha luctuosa a la que le faltó una sentencia.  

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