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Por los pasillos de la Facultad de Derecho (nuestra querida Universidad Central), el doctor Carlos Leáñez anunciaba, a unos y otros, que ese curso habría un seminario —válido en el programa de estudios— con Ernesto Mayz Vallenilla.
Era una novedad sorprendente, testimonio además de la apertura de las autoridades de la Facultad. El filósofo cruzaba el pasillo —la frontera entre Derecho y Humanidades— para venir al encuentro de los estudiantes que quisieran acudir a su enseñanza. Por mi parte, no tuve que pensarlo mucho porque el doctor Leáñez me notificó que él ya me había inscrito en el seminario anunciado.
Aquello representaba el intento constante en la vida de Ernesto Mayz de propiciar el estudio de la filosofía o, quizá con mayor exactitud, hacer posible la experiencia del filosofar. El seminario versó sobre el problema de la universidad, el primer año a través de un renombrado informe sobre La universidad latinoamericana, el segundo centrado en el ensayo de Karl Jaspers Sobre la esencia de la universidad. Se examinaban, como puede suponerse, no tan solo los problemas de estructura y organización institucionales (tan propios de los estudios de Derecho) sino los fundamentos mismos de la institución y, por ello, lo que atañe al saber y la ciencia. Surgió de allí un pequeño grupo de amigos que, en medidas diferentes, quedaron abiertos a la tarea de pensar.
Fue constante en la vida de Mayz Vallenilla ese empeño, sin duda esforzado, por hacer presente la filosofía en nuestro medio: en Venezuela.
Sus estudios de carrera se apoyaron en Casanova, Imaz, García Bacca, Granell, maestros venidos de fuera. Pero a él le correspondió, como venezolano, efectuar —podríamos decir— ese tránsito del cero al uno, que representa el difícil inicio de una actividad determinada en la sociedad del momento.
No es el caso de reseñar ahora toda esa historia. Hay que recordar, sin embargo, cómo al poco tiempo el doctor Mayz, designado rector de la Universidad Simón Bolívar, tendría una nueva y fecunda ocasión de continuar su labor de sembrador —él diría: de jardinero.
En la nueva universidad que asume, dará un contenido mayor a los Estudios Generales, ahora parte del plan de estudios y no tan solo actividad vestibular para las carreras. Inicia —caso único en nuestro medio— la práctica de la lección inaugural del curso, en la cual llevaba cada año a la comunidad el fruto de su reflexión sobre los problemas actuales y, sobre todo, aquello que estaba en la base de esa universidad predominantemente tecnológica.
Animado por su preocupación constante al respecto, tendrá el gesto audaz de fundar un postgrado en filosofía, para lo cual proveyó a la organización de un departamento de filosofía en el marco de la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Lo acompañó en este propósito Alberto Rosales, que había sido su estudiante (ambos jóvenes en la Facultad de Humanidades), dotado de genio y disciplina, con doctorado en Alemania. Rosales, como se vería, era la persona que podía hacer realidad, con el respaldo del rector, aquello que sin duda era un sueño compartido y que tuvo como fruto, al pasar unos años, la promoción de personas dedicadas a la filosofía y —diría Rosales— la formación de un público preparado para participar en la actividad filosófica, al menos como lectores y oyentes activos.
Entre quienes se formaron en el postgrado de la Simón Bolívar, podemos recordar ahora a Massimo Desiato, Javier Sasso y Sandra Pinardi, por mencionar solo a aquellos que ya nos dejaron.
Junto al programa de postgrado y a la organización del departamento, preocupación constante de Rosales fue dotar a la biblioteca de la universidad de una representativa colección de obras de pensamiento filosófico, tarea en la cual pudo contar con el concurso de Ricardo Bello, miembro del departamento, que ejercía la función de director de la biblioteca y tuvo a su cargo la instalación de la nueva sede de la misma.
Mencionemos, por último, el lanzamiento de la Revista venezolana de filosofía, destinada a recoger la labor que se llevaba a cabo y, de manera especial, a fomentar los vínculos con pensadores del mundo latinoamericano.
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La importancia de esta historia mínima —simples recuerdos al vuelo— es destacar lo que ella puede significar para quien se pregunta por la filosofía en y para nuestro país.
En la organización de los estudios de filosofía, de grado o de postgrado, es necesario tener en cuenta la tradición de la disciplina. Así, por ejemplo, en el postgrado de la Universidad Simón Bolívar, los cursos y seminarios se inscribían en las áreas del pensamiento antiguo, medieval, moderno y contemporáneo, justamente para cumplir ese cometido.
Todo ello es necesario, pero no debe ocultar lo que, al final, constituye su verdadera sustancia: la actividad del filosofar. Esto es, la filosofía como actividad que plantea las preguntas esenciales, va en busca de los fundamentos, cultiva el asombro.
No hay que investigar demasiado acerca de lo que ocurre en buena parte del mundo actual para encontrar que, en muchos casos, se trata a la filosofía como una ciencia particular, una más entre las muchas disciplinas universitarias. En definitiva, se la ve como una historia de las ideas, con niveles altos —muy altos a veces— de erudición, que preserva y fomenta la presencia de los académicos en las grandes universidades.
Nada habría que objetar a esa tendencia siempre y cuando no haga perder de vista que el pensamiento es primero que el sistema y que, desde luego, sin negar la especialización, lo propio del filosofar será estar abierto a lo más universal. Acaso por una cierta carencia al respecto, cada vez es menor la influencia de la filosofía en el mundo de la educación media y superior.
Planteadas siempre de nuevo, en contextos que varían, las preguntas dan vida a la comunidad académica y previenen el que pueda decaer en una mera administración pragmática del saber. Ver el saber, la ciencia y la técnica, como un todo constituido, del cual ha de servirse la persona en su vida profesional. Así tratada, la universidad no se distinguiría mucho de una academia de oficios, quizás online, salvo por el elevado costo de la matrícula.
La presencia del filosofar en la comunidad académica puede impedir ese deslizamiento negativo puesto que mantiene vigente la tensión hacia la verdad que se busca, la comprensión de la tarea del conocer como algo incompleto y en camino. Impide —hoy más necesario que nunca— que las ideologías se apoderen del espacio académico, cerrando el campo a la libertad de una manera poco acorde con la misma tarea de pensar, estudiar y dialogar con pleno respeto a las personas.
Podría decirse, entonces, que el filosofar sostiene con su vida propia el ethos que debe prevalecer en el mundo universitario. La academia es así un lugar natural para la actividad filosófica, sin la cual por otra parte no estaría completa y se vería amenazada de decadencia, disimulada quizá por el brillo de los estudios eruditos. ¿No es significativo que Albert Speer, por ejemplo, confesara que solo vino a tomar conciencia de la filosofía, la teología y la psicología en sus años en la cárcel por su participación en el régimen nazi?
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La academia resulta sin duda —como decimos —un lugar connatural para el filosofar. No así la vida social, donde las circunstancias y dificultades son múltiples y variadas, por lo que exigen una consideración diferente de la cuestión: como se ha escrito, el filósofo en la ciudad.
Desde luego, el problema nos llevaría demasiado lejos. Sin hablar del ideado rey filósofo platónico, del consejero de gobernantes de Confucio, o de los preceptores de príncipes, hay que señalar que la filosofía en la vida académica no deja de tener una repercusión inmediata en la vida de la ciudad. En mejor o en peor, la universidad forma estadistas (como era uno de los propósitos de la Academia platónica).
De esa manera, tiene influencia en la vida política sin participar directamente en ella. Diríamos que prepara la acción desde la esfera de lo prepolítico, donde debe darse la búsqueda y comprensión de lo mejor para el gobierno.
Además de la consideración de la vida social, de sus elementos y de sus formas cambiantes, ello exige el intento de comprender la situación cultural en la que la sociedad se encuentra. Entre nosotros, algo de esa reflexión la hemos tenido —menciono solo algunos— en el Mensaje sin destino o el Pequeño tratado de la presunción de Briceño-Iragorry, en El problema de América de Mayz Vallenilla y en los ensayos de José Manuel Briceño-Guerrero, desde su América Latina en el mundo hasta su Discurso Salvaje.
No compete a la filosofía dirigir la política sino alimentar la reflexión de los estadistas. No le toca dar lecciones; le es propio hacer presente una actitud ante la vida más densa, más responsable. Con la enseñanza perenne de Sócrates sabemos que una vida no examinada no merece ser vivida. El principio de la decadencia de toda ciudad es el abandono de la consideración acerca del bien humano y las maneras concretas de llevarlo a cabo.
En Venezuela, cuando la sociedad está sumida en el neolenguaje y la mentira, el recuerdo de Sócrates es aún más necesario. Haríamos un pobre servicio a la filosofía si la tratáramos como un producto cultural más, inocuo, sin capacidad de poner en cuestión la falsedad impuesta.
A ese respecto, la sobriedad ejemplar del poeta Rafael Cadenas no deja de ser entre nosotros un buen punto de referencia, aun para el filosofar, precisamente por su gravedad existencial y el compromiso vivido con la palabra.
La filosofía no es un saber de salvación, bien lo sabemos. No es lo suyo predicar, sino preguntar. Traer de nuevo a la conciencia el sentido de la realidad, atenuado si no perdido hoy en medio de las solicitaciones de esa realidad segunda que hemos construido con la tecnología.
Volvamos entonces al comienzo de estas líneas.
La labor de Ernesto Mayz Vallenilla y la de los que lo acompañaron a lo largo de esos años fecundos (sin precedente inmediato en el país) es un testimonio del significado y el valor constante del filosofar en Venezuela. Es preciso continuarlo.
La entrada Filosofar para abrir camino a la libertad se publicó primero en La Gran Aldea.
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