Cuando la República marcha sobre rieles, los procesos electorales forman parte de la rutina. Cada convocatoria a las urnas transcurre sin novedad, porque refiere a una cotidianidad que debe aceitarse de vez en cuando para que sus piezas no se traben, pero solo para eso. Se trata de acercamientos convenidos entre una forma de vida y quienes la viven, de citas pasajeras con el objetivo de asegurar un entendimiento de la cosa pública que tal vez necesite retoques sin pasarse de la raya, y sin que nadie piense que una sorpresa desagradable modificará el propósito de la ceremonia.
Cualquiera de los venezolanos viejos que todavía existimos, formados y fogueados en los hábitos de la democracia representativa, sabemos de qué se trata. Asistimos a seis o siete elecciones presidenciales sin pensar que en ellas se nos iría la vida por un precipicio, sin imaginar que el resultado modificaría el destino de la sociedad hasta el extremo de obligarnos a meterle el pecho a la política para que no nos consumiera, para que no se nos metiera en la casa a estorbarnos los planes y a obligarnos a ser distintos a regañadientes.
Así como estábamos seguros de que la jornada marcharía sin escándalos mayores, apenas acompañada por las patadas habituales de los activistas y por algunas de las ventajas que procuraban, podíamos retornar al hogar con la seguridad de haber llenado un trámite sin protagonizar situaciones heroicas. Seguramente los trucos de algunas vanguardias fanatizadas o adiestradas para el cometido ensuciaban el agua, pero podíamos beber de la última botella sin preocuparnos por un envenenamiento. Ni siquiera por una intoxicación.
Solo en un par de esas citas que parecen remotas tuvimos que asumir responsabilidades alejadas de la tranquilidad o, más bien, próximas a unos riesgos cívicos que solo se enfrentan de manera excepcional.
En 1958, cuando nuestros padres no solo eligieron al presidente Betancourt sino que también, por si fuera poco, inauguraron una fe colectiva en la democracia representativa y proclamaron una maldición de las dictaduras militares que parecía infinita. O en 1964, debido a que la elección de Leoni significó el rechazo de las izquierdas guerrilleras que pretendían el entierro del designio democrático que daba sus primeros pasos.
Tales eventos cruciales fueron el fundamento de una nueva sociabilidad y la confirmación de una fe colectiva, para que después nos limitáramos los electores a reunirnos cada cinco años en el trabajo de los retoques, conscientes de que nada de real importancia nos movería el piso. Ni siquiera si ganaba el candidato de la oposición, como sucedió sin señales de alarma cuando Caldera derrotó a Gonzalo Barrios. Entonces lo nunca visto se pudo volver rutinario, para que la asistencia quinquenal a las filas de votación no dejara de ser una fiesta de guardar que no impediría que al día siguiente se volviera a la oficina o a la escuela sin pavoneos de epopeya. Por lo menos a contar las anécdotas, entre risas y algunas lágrimas pasajeras.
Pero quizá de esos gestos de normalidad surgiera la subestimación de la trascendencia de las votaciones, hasta el extremo de condenarlas, si no a la desaparición, a la grosera mengua a la cual fueron sometidas a partir de que buena parte de la sociedad consideró conveniente votar por el enterrador de los hábitos democráticos. Con el teniente coronel Chávez en el poder después de un sangriento y chambón intento de golpe de estado, un número considerable de electores supuso que las jornadas venideras serían como las de antes porque un sujeto de cuartel parecido al que habíamos echado a patadas en 1958 llegaba con la misión de perfeccionarnos la vida. O que se trataba de fenómenos accesorios que solo merecían tratamientos como los de la gripe. Resulta que esa supuesta gripe se ha convertido en el horror sobre el cual debemos girar cuando votemos hoy.
De todo lo cual se deduce, sin necesidad de que el escribidor se transforme en pontífice, que las votaciones del día no se parecen a las anteriores, o que solo admiten analogías con lo que pasó durante las turbulencias que les tocaron a Betancourt y a Leoni, y que se resolvieron en las urnas a través de compromisos de madurez que quizá, según podíamos jurar, no necesitaran una resurrección porque los habíamos enterrado en el fondo del camposanto. Sin embargo, bien porque los fuimos desenterrando poco a poco, regodeados como sociedad en necesidades de superficie, o porque ellos mismos se levantaron por el oxígeno que les suministró con impunidad una brigada de chafarotes secundados por un elenco de traficantes, nos están obligando ahora a desandar el camino para conducirlo a su itinerario original.
Es habitual que, cuando sucede, cada cita electoral sea presentada como un reto histórico. Aunque tal vez solo lo sea a medias, en el mejor de los casos. Si algo se puede rescatar del texto que ahora termina es la diferencia que existe entre las del pasado y la de hoy. Esta no solo es distinta por la diferencia de tiempos y de problemas, sino especialmente porque nos ha tocado a nosotros. Solo falta saber si estamos a la altura de su exigencia, es decir, si sentimos de veras que en nuestros días la República no marcha sobre rieles y que debemos encarrilarla.
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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